El cristianismo no puede ser una religión aislada, sino que es un relato de sentido que debe estar en constante diálogo con las culturas, las ciencias y las demás religiones.
La fiesta de Navidad se ha reducido, en estos tiempos seculares, a un evento de consumo y, con mucha suerte, de convivencia social y familiar. En una sociedad plural nadie está obligado a involucrarse en esta celebración, pero lo que no resulta excusable es que quienes nos asumimos cristianos dejemos de lado el sentido último de estos días, que inexorablemente nos llevan a la vieja pregunta de Feuerbach por la esencia del cristianismo. ¿En qué consiste ser cristiano en el siglo XXI? Este es el problema fundamental del 25 de diciembre, ya que las respuestas son claramente variadas y contradictorias.
La esencia del cristianismo es una idea de la libertad totalmente distinta a la libertad de consumo, esa falsa posibilidad de elegir entre productos casi idénticos. No es la libertad para hacer lo que se quiere hacer, sino la libertad compleja que permite hacer lo que se debe hacer.
Ser cristiano es un compromiso racional. La fe cristiana tiene que ser compatible con la razón y el pensamiento crítico. Quien es creyente debe ser capaz de justificar sus creencias y dialogar con otras perspectivas. No es lugar para fundamentalismos, ni creacionismos obtusos ni dogmatismos irredentos. Es un lenguaje racional basado en símbolos, que entrañan la posibilidad de dialogar, sin límites, con todas las miradas que respondan en reciprocidad a la misma premisa.
Por eso ser cristiano es una forma de apertura al mundo. El cristianismo no puede ser una religión aislada, sino que es un relato de sentido que debe estar en constante diálogo con las culturas, las ciencias y las demás religiones.
Pero ante todo, debe ser una experiencia personal. Ser cristiano es una vivencia íntima y profunda, que implica un encuentro con un gran misterio que remece las bases de la propia transformación interior.
De allí que sea un compromiso inexcusable con la justicia. El cristianismo no puede ser una religión individualista, sino que debe estar al servicio del bien vivir y comprometida con la idea de sociedad.
Es una experiencia individual que debe ser compartida y vivida en comunidad. El cristianismo sólo se puede experimentar como una forma de ciudadanía universal, basada en la construcción de una palabra compartida, que construya un mundo basado en el cuidado mutuo, en la curaduría social de la vulnerabilidad.
Lo que antes se llamaba pecado, hoy lo debemos llamar necesidad de cuidado y sanación. Es asumir que siempre estaremos heridos y que es totalmente seguro que moriremos. Por eso, la fe cristiana exige la encarnación.
El cristianismo es la religión del cuerpo y de lo corporal. Y si bien no puede asumir la trivialización contemporánea de la sexualidad, tampoco se puede enraizar una especie de desprecio apolíneo de lo sexual. El misterio de “esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes”, solo se entiende como entrega absoluta en quienes amamos y en la manera en que apreciamos nuestros propios cuerpos entregados al otro. Por eso Dioniso no está en el lugar opuesto a Cristo, como pensaba Nietzsche, sino solo en un momento distinto y no contradictorio.
Más que certeza, la fe es una búsqueda constante. Ser cristiano es un camino de aprendizaje discontinuo. El creyente debe estar dispuesto a cuestionarse a sí mismo y a renovar su fe a la luz de nuevas experiencias y conocimientos. Es mucho más que seguir una serie de dogmas o prácticas religiosas. Es una forma de vivir que implica un serio compromiso intelectual, moral y social. Es una búsqueda permanente de la verdad y de la justicia, e incluso un procedimiento, junto a otros, que permite construir un mundo más humano y fraterno.
Finalmente, es necesario reconocer la dimensión histórica y cambiante de la fe. Asumir que el cristianismo ha evolucionado a lo largo de los siglos presupone que las interpretaciones de la fe seguirán variando y mutando con el tiempo, infinita e inexorablemente.
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