En la literatura jurídica, “sentencias suicidas” son las carentes de un sustrato argumental capaz de dar cabal razón del fallo. También hay ejercicios de la jurisdicción susceptibles de ser adjetivados de idéntico modo. Y tal es el caso de la acometida judicial en curso contra el Fiscal General del Estado y la Fiscal Jefe de Madrid. Fundada inicialmente, según la Sala Segunda del Tribunal Supremo, “en hechos delictivos” (sic) consistentes en la difusión por la Fiscalía Provincial de Madrid de una nota informativa relativa a vicisitudes procesales de Alberto González Amador, pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, que no se habría producido sin orden expresa del Fiscal General del Estado.
Como se sabe, no obstante la falta de consistencia de la denuncia (por un acto de rectificación oficial, incluso estatutariamente debido), los tribunales tardaron unos ocho meses —¡se dice pronto!— en caer en la cuenta; con aquellos, mientras tanto, en la situación de encausados. Pero, eso sí, dejando una imputación residual, por la posible filtración a los medios de comunicación de la existencia de una propuesta de conformidad de González Amador con la acusación de dos delitos fiscales, transmitida a la Fiscalía por un mensaje de su letrado.
El fiscal denunció formalmente a González Amador el pasado 13 de febrero. Y personas muy ligadas a este, el 12 de marzo dieron públicamente por cierta su condición de imputado; cuando en medios del ministerio público, como se ha dicho, había constancia del reconocimiento por él mismo de su condición de autor de dos delitos. Por tanto, en la fecha en la que podría haberse producido la filtración objeto de la imputación residual, la condición de González Amador de sujeto a proceso por dos delitos era ya un hecho dotado de un notable nivel de publicidad mediática y del que, en la Fiscalía (y no solo), podía tener constancia un número relativamente indeterminado de personas. De tal circunstancia se siguen dos particularidades. Una tiene que ver con la valoración jurídica de la conducta; la segunda, con el tratamiento procesal de la causa actualmente en curso.
En estados constitucionales como el español, la persecución penal se reserva para acciones lesivas de derechos, de singular gravedad. Esta, a su vez, se mide por la entidad del daño causado al bien jurídico concernido. Siendo así, no hay duda, el aquí contemplado, en la fecha en que, en hipótesis, pudiera haberse producido la filtración desde de la Fiscalía, ya estaba más que sensiblemente impactado por las noticias procedentes de diversas fuentes, algunas del entorno del propio supuesto perjudicado. Porque sus derechos a la presunción de inocencia y a la defensa —únicos eventualmente afectados, según el auto de la Sala Segunda de 15 de octubre— habían padecido ya, en la opinión pública, todo el menoscabo posible. El primero, por la confesión de la autoría; el segundo, porque la conformidad con la acusación es la renuncia a defenderse del que sabe que no tiene defensa.
Y, en cuanto al círculo de los posibles autores de la filtración —aún encarnizadamente perseguida, no obstante su inocuidad— goza de notable amplitud, hasta la fecha incomprensiblemente negada por las instancias judiciales en liza.
A tenor de lo que acaba de exponerse, hay razones más que sobradas para cuestionar, desde luego, la apertura de la causa, pero, sobre todo, el mantenimiento de la obsesiva persecución de los investigados. (Que, en la peor de las hipótesis, lo están siendo por haber salido al paso de un bulo).
Entrando, como es debido, en el examen de las actuaciones, diré que presentan singularidades que las hacen seriamente cuestionables. Desde luego, la instrucción producida en el marco del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, centrada en el imposible carácter delictivo de la nota de la Fiscalía. Pero también, el auto de apertura de la causa contra ambos fiscales, debe ser cuestionado —“en casa del herrero”— por algo tan serio como la ausencia de motivación. Pues así debe llamarse a la simple afirmación desnuda de la existencia de unos indicios que, como tales, no se concretan en absoluto mediante el análisis imprescindible. Porque la gravísima decisión adoptada cuenta, por toda justificación, con una evanescente referencia a los derechos a la presunción de inocencia y de defensa del supuesto perjudicado por la filtración, tan inocua como de imprecisa autoría.
Y si esto es predicable del auto de apertura de la causa en la Sala Segunda, lo mismo ha de decirse del auto del instructor disponiendo el allanamiento de la sede de las Fiscalías. En efecto, porque, tras reconocer que la sorprendente, arrolladora medida no podía fundarse en la sola gravedad del delito (“menos grave”, por cierto), sino que exigía un juicio argumentado sobre su proporcionalidad, limpiamente lo elude, en una resolución que, por esto, incurre en el más franco vacío de justificación. Ello, por cierto, cuando, en este caso, el juicio de proporcionalidad tenía una importancia inusitada, por completo fuera de lo común. En vista de lo que sería una intervención ciertamente arrasadora en medios oficiales y sobre la privacidad de personas de muy elevado perfil institucional. Al fin tratados —vale la pena insistir, sin fundamento que conste— del modo que lo habría sido una organización criminal. Piénsese: los documentos de la Fiscalía General, soporte de una información oficial enormemente sensible, secreta (aquí de secreto del bueno), sometidos al mismo escrutinio que lo sería la contabilidad de un narcotraficante. Una medida, sin duda, carente de precedentes en la experiencia de la justicia española e incluso en la comparada. Todo para hacer luz sobre lo que, en una valoración sensata de la trascendencia real de las acciones objeto de indagación, no pasaría de ser una nimiedad intrascendente en sus efectos. Cuando, además, es un tópico, aquí de incondicionada vigencia en materia de filtraciones, que de minimis non curat praetor.
Y qué decir de la insólita intrusión del instructor en los derechos de los fiscales investigados, sin el debido respeto de sus garantías, cuando ya estaban bajo proceso. Un abuso de poder acreditado por la atropellada decisión sobrevenida de limitar la indagación de ocho meses a unos días.
Llama también la atención la evidencia de que, este instructor como el anterior, solo trabajan con la hipótesis inculpatoria, vista la falta de interés por los datos de otra posible significación. Al respecto, nada tan expresivo como el patético gag surrealista derivado de la fulmínea reacción del primero al chisme de la manipulación de su móvil por el Fiscal General, en la sede de la Fiscalía, procedente de un fiscal, voluntarioso colaborador de la justicia, perspicaz en extremo… que pasaba por allí. Por no hablar de la no menos voluntariosa, insólita contribución del madrileño Colegio de Abogados.
Y, siguiendo con las singularidades, repárese en la alarmante existencia de una filtración del informe de la UCO incorporado a la causa. Que, de aplicarse la lógica del instructor, habría tenido que dar lugar al registro de algún despacho: ¿el suyo propio?
Francesco Iacoviello, en una obra luminosa, ha escrito que “sin motivación no hay jurisdicción”. Cierto, pues la de juzgar debe ser una actividad racional, dirigida a obtener conocimiento de calidad como fundamento de las decisiones; de modo que solo se decida aquello que se pueda motivar. Algo difícil en este caso, como se ha visto; pero para supuestos así está la alternativa a la persecución.