“Muchos creen que pertenecía a una época pasada, pero en realidad, veía con claridad el futuro”. El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, elogiaba con estas palabras a su predecesor de 45 años atrás, Jimmy Carter, en el solemne funeral de Estado celebrado la semana pasada en memoria del mandatario, también premio Nobel de la Paz. Sus palabras, aunque estuvieran dedicadas a Carter, bien podían estar pensadas para él mismo: un líder que, como su antecesor, ha visto su única legislatura marcada por una crisis de rehenes y la inflación, pero a quien la posteridad puede acabar reivindicando como un presidente honesto que tomó decisiones de calado.
Así es como le gustaría que le recordaran, tras una carrera de 52 años de servicio público. “Espero que la historia diga que llegué con un plan para restablecer la economía y recuperar el liderazgo de Estados Unidos en el mundo”, admitía esos días en una entrevista televisada. “Y espero que apunte que lo hice con honestidad e integridad. Que dije lo que pensaba”, añadía.
A lo largo de esta última semana, Biden ha multiplicado sus comparecencias para reivindicar su legado. Sobre todo, evitar que su mandato se recuerde como un mero paréntesis entre las dos legislaturas de Donald Trump, su efervescente predecesor, sucesor y némesis. El lunes defendía en una alocución sobre política exterior su refuerzo de las alianzas internacionales como herramienta para expandir la influencia de EE UU; el miércoles, en su discurso de despedida a la nación, advertía contra el riesgo de que la nueva era traiga una “oligarquía”. El jueves grababa su última entrevista televisada.
También estos días su Administración ha aprobado un aluvión de medidas para tratar de apuntalar sus logros y evitar, en la medida de lo posible, que su sucesor los desmantele. Enviaba una última partida de ayuda militar a Ucrania; imponía nuevas sanciones a Rusia y Venezuela; sacaba a Cuba de la lista de países patrocinadores del terrorismo; conmutaba miles de sentencias; prorrogaba protecciones contra la deportación de inmigrantes. El mes pasado indultaba a su hijo Hunter, acusado de evasión de impuestos y adquisición ilegal de un arma, pese a haber prometido públicamente durante la campaña que no lo haría.
Desde la clara derrota demócrata, muy a su pesar, su influencia ha ido cada vez a menos durante los tres meses de transición que la legislación estadounidense impone antes del inicio de la siguiente legislatura. En parte, es ley de vida: el capital político de un presidente se evapora casi por completo cuando a su título se le añade el adjetivo de “saliente”.
En ocasiones, fueron los acontecimientos internacionales los que le contraprogramaron. Su viaje a África, el único de su mandato al continente, pasó desapercibido en diciembre ante la fulminante caída de Bachar el Asad en Siria. La que debía haber sido su última visita presidencial al extranjero, a Italia para reunirse con el papa Francisco y el presidente ucranio, Volodímir Zelenski, la semana pasada, quedaba cancelada ante los descomunales incendios en Los Ángeles.
Por contra, Trump ha acaparado toda la atención. Desde que se confirmó su victoria ha actuado como si ya ocupase el Despacho Oval. Proponía nombramientos, despachaba enviados —su representante para Oriente Próximo, Steve Witkoff, trabajó junto al de la Casa Blanca, Brett McGurk, para cerrar esta semana el acuerdo de alto el fuego entre Israel y Hamás en Gaza— y anunciaba medidas que iba a tomar en los primeros días de su mandato, siempre en su particular estilo grandilocuente: “la MAYOR deportación de inmigrantes irregulares”; recortes de impuestos; indultos a los participantes en el asalto al Capitolio…
Impopularidad
Pese a sus advertencias, y el frenesí de actividad en el último momento, se marcha con sordina de una Casa Blanca cuyos alrededores ya llevan días abarrotados de simpatizantes de su rival llegados para asistir a su investidura. Su nivel de impopularidad es mucho más alto que el de sus predecesores inmediatos. Apenas una cuarta parte de los votantes estadounidenses considera que haya sido un buen presidente, según una encuesta de AP y el Centro NORC de Investigación sobre Asuntos Públicos. En cambio, una tercera parte sí lo pensaba de Trump, incluso en los días posteriores al asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021. Y cuando Barack Obama dejó el mando en 2016, la mitad del país tenía una buena opinión de su gestión.
El panorama era muy distinto hace cuatro años, cuando Biden ganó las elecciones con una diferencia en el voto popular de más de siete millones, presentándose como la voz de la razón y el saber hacer frente al caos desencadenado por Trump en su gestión de la pandemia de covid y de las intensas protestas callejeras contra el racismo y la desigualdad.
Sus primeros dos años de mandato fueron especialmente prolíficos: gestionó la administración de vacunas contra el coronavirus; sacó adelante una ambiciosa legislación de infraestructuras e inversiones en energías limpias; estabilizó las relaciones con los aliados y China, el gran rival. Además, en su mandato ha batido récords de creación de empleo.
La desastrosa retirada de Afganistán supuso el primer gran golpe para su popularidad. Otras dos grandes crisis en política exterior —su gran especialidad a lo largo de su carrera política— acabarían marcando la legislatura: la prolongada invasión de Rusia en Ucrania, aún sin visos de acabar, y la guerra en Gaza entre Israel y Hamás, que le enemistó con el ala progresista demócrata por su desmesurado apoyo a Israel y le valió las críticas republicanas por no respaldar lo suficiente, a su juicio, al país aliado.
Al creciente malestar de los votantes contribuían también en el terreno doméstico una inflación galopante, consecuencia en parte de la pandemia y del conflicto en Ucrania, y una escalada en la inmigración irregular sobre la que de inmediato empezaron a incidir los republicanos, liderados de nuevo por Trump. Su declive físico, que se fue haciendo evidente de modo exponencial, avivó aún más esa impopularidad.
La historia recordará como punto de inflexión el debate de junio pasado entre los dos candidatos rivales, catastrófico para Biden y en el que quedó en evidencia hasta qué punto estaba envejecido a sus 81 años. Pálido, titubeante, pareció quedarse en blanco y encadenar frases incoherentes, ante la mirada de un Trump que hasta parecía compadecerse. Las presiones demócratas le hacían renunciar un mes después a la reelección, en favor de su vicepresidenta, Kamala Harris, que no pudo evitar la derrota en los comicios del 5 de noviembre.
Siempre quedará la duda de qué habría ocurrido si, como habrían preferido algunos dentro de su partido, el presidente hubiera descartado desde el principio presentarse a un segundo mandato y los demócratas hubieran podido designar un candidato en un proceso de primarias. Internamente, muchos lo consideran el gran error de Biden: el paso que abrió la puerta al regreso de Trump.
Por contra, el presidente saliente aún sigue molesto por lo que ha dejado claro que consideró una emboscada de su propio partido. En sus últimas entrevistas ha reiterado su convicción de que “habría podido derrotar a Trump”.
Aunque Biden ha dedicado la mayor parte de sus esfuerzos estos meses a proteger su legado presidencial, no está claro hasta qué punto muchas cosas sobrevivirán el mandato de su rival. Trump se ha quejado en sus redes sociales de que, con la aprobación de tantas medidas de gobierno a última hora, su predecesor estaba haciendo “todo lo posible” por convertir el proceso de transición en lo “más difícil posible”.
“No se preocupen, esas ‘órdenes’ serán canceladas en breve”, ha adelantado el republicano, y los altos cargos de la Administración Biden reconocen que, si él lo desea, no contarán con manera de impedirlo. A partir del lunes a mediodía, cuando jure su cargo, Trump será el nuevo presidente de Estados Unidos, y tendrá potestad para hacerlo.