Se han ofrecido explicaciones diversas de la victoria de Donald Trump en las recientes elecciones presidenciales. Algunas se refieren a la campaña electoral y destacan sobre todo la renuncia tardía de Joe Biden y la ausencia de unas primarias para elegir a la persona candidata. Kamala Harris, según este punto de vista, no habría tenido tiempo para desarrollar un perfil propio y poder distanciarse así de la gestión del presidente, valorada negativamente por la mayoría de la opinión pública norteamericana.
Según otras interpretaciones, lo que más ha importado son las condiciones en las que Biden termina su mandato. Aunque el desempleo se sitúa por debajo del 5% y la inflación se encuentra controlada, por debajo del 3%, durante los últimos cuatro años ha habido un episodio inflacionista que ha tenido un impacto considerable sobre la capacidad adquisitiva de una gran mayoría de norteamericanos. Además, las opiniones sobre cómo se ha manejado la frontera con México y la entrada de inmigrantes son abrumadoramente negativas. Una parte de los votantes demócratas, por si todo esto fuera poco, tiene una opinión muy crítica de la actuación de Biden en el conflicto de Oriente Próximo.
Por último, también se habla de corrientes de fondo que podrían jugar a favor de los republicanos: desde el elitismo de los demócratas y su incapacidad para “conectar” con la clase trabajadora (Biden llamó “basura” a los votantes trumpistas durante la campaña, igual que Hillary Clinton en 2016 se refirió a ellos como “deplorables”) hasta el rechazo a los excesos de la cultura woke, que se asocia con la izquierda norteamericana.
Todas estas explicaciones tienen pleno sentido y estoy seguro de que cada una por sí misma o en combinación pueden ayudarnos a entender el fracaso de Harris. No obstante, las razones por las cuales los demócratas han perdido las elecciones no son iguales a las razones por las que han ganado los republicanos. Con esto me refiero a que incluso si todo lo apuntado hasta el momento ha tenido un efecto negativo en los apoyos a Harris, aún no sabemos por qué una mayoría de votantes ha optado por Donald Trump.
En unas elecciones ordinarias, bastarían los factores anteriores para entender la alternancia en el Gobierno de Estados Unidos. Pero estas no eran unas elecciones ordinarias. El candidato de la oposición, Donald Trump, era el primer presidente norteamericano en la historia del país que, en 2020, no aceptó su derrota. Denunció un fraude electoral que nunca ha sido capaz de sustanciar (ni en los tribunales ni en ningún otro sitio) y azuzó a sus seguidores más radicales para que asaltaran el Congreso e impidieran el traspaso de poder. Además, Trump ha sido condenado por diversos delitos. Su naturaleza mentirosa está bien acreditada. Su machismo también. Por tanto, no tiene mucho sentido centrar el análisis en los fallos de Harris cuando el rival era un tipo como Trump.
La pregunta, pues, sigue en el aire: cómo es posible que una parte tan grande del electorado esté tan enfadada con los demócratas como para no tener en consideración las características únicas de Trump en la historia de Estados Unidos. Descontemos el asunto de las mentiras porque mucha gente anda mal informada. Descontemos la condena judicial porque mucha gente piensa que es víctima de una operación de lawfare. Aun así, queda el asunto más importante de todos: su resistencia a un traspaso ordenado del poder tras las elecciones en las que perdió. Ante esa grave violación de las reglas del juego democrático, todas las limitaciones que se apuntan sobre la candidata demócrata y su campaña electoral parecen algo casi anecdótico. Y, sin embargo, pese a una trayectoria cargada de problemas, Trump ha obtenido una sólida mayoría. ¿Cómo es posible algo así?
Para responder a esta pregunta hay que coger algo de distancia con respecto a la política norteamericana. En realidad, según lo veo, la única manera de entender la popularidad de Trump pasa por hacerse cargo de la crisis general de intermediación que afecta a tantas democracias de nuestro tiempo. Los agentes tradicionales de intermediación (partidos y medios) atraviesan una crisis de legitimidad muy profunda. Una parte importante de la sociedad ha dejado de confiar en ellos, los consideran ajenos a sus experiencias y puntos de vista. Esa gente se siente abandonada, no cree que las élites partidistas y mediáticas, cuyas prioridades les resultan del todo ajenas, puedan compartir el malestar y la angustia que les lleva a adoptar posiciones antipolíticas.
El vacío resultante lo aprovechan líderes que se presentan como enemigos del establishment. Para probar que realmente lo son, han de estar dispuestos a romper las convenciones y los usos que han dominado en la democracia representativa durante décadas, comportándose de forma brutal y desinhibida. Tienen que transmitir que creen en lo que dicen mediante mensajes que serían inconcebibles en líderes tradicionales. Sólo así pueden marcar la diferencia, es decir, sólo así consiguen transmitir a los votantes desencantados la certeza de que ofrecen un estilo nuevo y alternativo que merece una oportunidad. Es fundamental para ellos que no puedan ser asimilados de ningún modo al resto de la clase política. Su principal objetivo es dejar claro que están hechos de otra pasta, que responden a esquemas distintos y, por tanto, que hay una esperanza para que encuentren soluciones que no están al alcance de los políticos tradicionales.
A la clase política tradicional se le acusa de tener un discurso plano, prefabricado, lleno de lugares comunes, “políticamente correcto”, que al final solo sirve para encubrir la nula voluntad de cambiar realmente las cosas. Por eso, el político que quiere romper con la “falsedad” o “artificiosidad” de los políticos que están integrados en el sistema se ve obligado a demostrar su autenticidad haciendo y diciendo cosas que jamás podrán imitar sus rivales. Aunque pueda parecer paradójico, cuanto más extremo, absurdo o simplista sea el mensaje, mayor éxito cosecha, pues más creíble resulta que ese político no es como los demás, atreviéndose a actuar de manera rompedora y desafiante. A todo lo cual hay que añadir que la irritación que provoca en el establishment un comportamiento de esta naturaleza se transforma en motivo de celebración y regocijo entre los seguidores del líder que desafía el orden existente.
Sólo así se entiende que un millonario como Trump pueda funcionar como representante de los intereses de ese colectivo que se siente huérfano o desamparado frente a los políticos tradicionales. La clase trabajadora empobrecida vota a Trump, aunque Trump no sea precisamente uno de los suyos, porque, pese a las diferencias de origen, sabe encarnar el hartazgo con la política tradicional a través de un discurso que, por incoherente y delirante, consigue parecer alternativo.
Las razones que explican que muchos norteamericanos se dejen seducir por alguien como Donald Trump son las mismas que dan cuenta del éxito de Boris Johnson en el Reino Unido, Jair Bolsonaro en Brasil, Javier Milei en Argentina, o, por aquí, Isabel Díaz Ayuso (el precursor de todos ellos fue Silvio Berlusconi en Italia). Cuantas más tonterías y sandeces dicen, cuanto más atrabiliario es su comportamiento, más difícil resulta reducirlos a la clase política tradicional, tan desacreditada en tantos países. Sin canales de intermediación política, el campo queda libre para el cretinismo político, transformado en prueba irrefutable de autenticidad y de alternativa al establishment.