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Todos los secretos y posibles significados de la capa “frambuesa” y el vestido negro de la reina Letizia en el barroco retrato de Annie Leibovitz

Autor: Anabel Vazquez

Que Cristóbal Balenciaga eclipse, aunque sea por unas horas, las calamidades de la actualidad es una buena noticia. Esto ha ocurrido hoy, cuando se han hecho públicos los retratos realizados por la fotógrafa Annie Leibovitz al rey Felipe VI y a la reina Letizia. En el díptico hay tres protagonistas, o, quizás, cuatro; o mejor, cinco. Estos son los dos monarcas, la propia Leibovitz, un personaje perteneciente a la cultura pop de los últimos 30 años, el Salón de Gasparini del Palacio Real de Madrid y el que quizás sea, con permiso de los reyes, el más importante: Balenciaga. Sobre la monarquía puede haber dudas, sobre Balenciaga, ninguna.

Por eso, porque su autoridad es incontestable, la elección parecía obvia, pero no tenía por qué serlo. Todas las buenas ideas parecen sencillas. La decisión de optar por dos piezas vintage del modista de Getaria desactiva varios peligros: el de elegir a un diseñador contemporáneo con detrimento de otros, el de que el retrato caduque y el de ser objeto de críticas. Se puede criticar a la fotógrafa y el presupuesto cobrado (137.000 €) que pagó el Banco de España, e incluso el resultado final, pero la obra de Balenciaga es intocable. Ofrece solidez y pathos, lo que la monarquía, en estos tiempos convulsos, requiere.

Además, contar con Balenciaga evita algo más: la imposibilidad de la imitación que, como escribe Renè König en La moda en el proceso de civilización, “solo entra en acción cuando el orden de clases se desintegra”. No es el caso en España, donde la clase media se desdibuja y los extremos se extreman. Estos retratos se desmarcan de los realizados por Cristina García Rodero en con motivo del 40 cumpleaños de doña Letizia. Ella fotografió una familia burguesa en el jardín de una casa ídem y, en cambio, Leibovitz ha fotografiado, sin complejos, a dos monarcas en un palacio. En cada centímetro de las imágenes que, desde hoy, se exponen en el Banco de España, aunque no aparezca ninguna corona, hay majestad. Las fotografías de los reyes están repletas de mensajes y hay uno claro: su reino no es de este mundo, aunque se escapen a unos multicines a ver Gladiator 2.

Cristóbal Balenciaga, Traje de noche, ca. 1948. Fundació Antoni de Montpalau, donación Oleguer Armengol. (Foto: Jordi Puig)
Cristóbal Balenciaga, Traje de noche, ca. 1948. Fundació Antoni de Montpalau, donación Oleguer Armengol. (Foto: Jordi Puig)

Las dos piezas elegidas por la reina y su estilista proceden de una colección privada con sede en Sabadell, la Fundació Antoni de Montpalau, de ahí que se hayan podido prestar. Su director, cofundador, vicepresidente y antiguo crítico de arte de El País Cataluña, Josep Casamartina Parassols, explica la historia del vestido y la capa que, aunque lo pudiera parecer, no se pensaron para formar un conjunto. El vestido negro lucido por la reina (circa 48-50), tiene escote bañera y está realizado en tul y drapeado de arriba abajo rematado con un volante. Es un corte sirena “pero no sirena como los de ahora, más delicado”, detalla, paciente, Casamartina en un día frenético para él. Fue cosido para Maria Junyent, sobrina de Oleguer Junyent, escenógrafo del Liceo, pintor y coleccionista. La familia vivía cerca del taller de Balenciaga en Barcelona. que, en aquella época atravesaba un momento difícil porque acababa de morir su amor, Wladzio D’Attainville. Se ha escrito que fue, a partir de ese momento, cuando el modista lanzó una colección de color negro, en la que se enmarcaría este vestido; sin embargo, parece que no es del todo cierto. Así lo confirma María Fernández-Miranda, autora del libro El enigma Balenciaga (Plaza y Janés, 2023). La escritora explica: “El negro de El Greco era un color muy importante en la paleta cromática de Balenciaga desde el principio de su carrera, aunque me temo que aquí hay bastante leyenda. Después de la muerte de Wladzio había negro y otros colores mucho más alegres: verde esmeralda, rojo, amarillo, azul…y antes de la muerte de Wladzio, también”.

Cristóbal Balenciaga, Capa, 1962. Fundació Antoni de Montpalau, donación Carmen de Robert Ferrer-Cajigal. (Foto: Jon Cazenave)
Cristóbal Balenciaga, Capa, 1962. Fundació Antoni de Montpalau, donación Carmen de Robert Ferrer-Cajigal. (Foto: Jon Cazenave)

Si la fotografía de Annie Leibovitz tiene un núcleo es, precisamente, la capa de color que luce la reina. El director de la fundación insiste que es “frambuesa y no roja y es una pena que no se vea completa, porque tapa casi la cabeza”. Esta joya era parte de un conjunto que incluía un vestido color marfil y que, y aquí viene un guiño importante en unas fotografías llenas de ellos, se diseñó para la boda de Juan Carlos y Sofía, celebrada en 1962 en Atenas. La capa está realizada en gazar, un tejido que la casa Abraham creó en 1957 para Balenciaga. Ambas prendas forman un conjunto seminal en la obra de Balenciaga y fueron cosidas para la condesa de Torroella de Montgrí y marquesa de Robert, María del Carmen Ferrer-Cajigal de Robert. El vestido beige se descartó y la reina y su estilista, Eva Fernández optaron por llevarla junto al vestido negro. La relación de Balenciaga con la realeza española viene de muy atrás: las reinas Victoria Eugenia y María Cristina eran clientas suyas y fue el diseñador, como saben hasta quienes no conocen a Balenciaga, del vestido de novia de Fabiola de Bélgica. También fue el autor del de Carmen Martínez-Bordiú que, aunque lo intentaran, no logró reinar.

El resultado tiene dentro drama, españolidad y un festival de influencias. En la imagen de la reina se concentran el mencionado negro de El Greco, la riqueza y la sacralidad de Zurbarán, la tradición española del retrato real encabezada por Goya y Velázquez y la sensibilidad de la moda de Singer Sargent y su gusto por la piel; también vemos en él a Lisa Fonssagrives, la estética de las divas del cine clásico y la alfombra roja de Cannes. Su ultra producción también nos recuerda a la perfección de la IA, pero ahí están las estratégicas canas de la reina y el volumen de Balenciaga para recordarnos que esa sesión de fotos fue real y se realizó el 7 de febrero en el Palacio Real de Madrid.

La boda de Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia.  El vestido de ella era de Jean Desses.
La boda de Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia. El vestido de ella era de Jean Desses.Keystone (Getty Images)

Hablemos de volumen: la moda es un sistema de signos y no es necesario haber leído a Barthes ni a Saussure para saberlo. La ropa es también una extensión del yo y cuanto más espacio se ocupa más poder se demuestra: solo hay que ver los ropajes del alto clero. En estas fotografías hay un claro deseo de tener presencia, por eso, la elección de un conjunto con elaborado con muchos metros de tela. Todo en estas imágenes es artificio, porque pocas cosas hay más artificiales que la monarquía. Y también porque la Leibovitz se mueve con comodidad en los antinatural. Quizás no hay corona, pero sí hay joyas de pasar de Ansorena. No hay bordados en piedras preciosas, pero sí un vestido de valor incalculable. La luz que rodea a Felipe VI es oscura, la habitación en la que posa Letizia está iluminada por el reflejo que entra a través de una ventana. Cada detalle importa: se ha elegido a una mujer norteamericana como autora de las fotografías, a un modista vasco cuyo trabajo se custodia en Cataluña y fue cosido para dos mujeres catalanas. La moda es un sistema de comunicación muy eficaz. Mientras que el rey (que lleve uniforme el uniforme de capitán general del Ejército de Tierra le coloca en otro lugar, más solemne) aparece estático, la reina aparece capturada en movimiento, como una celebridad. Letizia Superstar. En una época en la que todos somos celebridades durante tres minutos, quizás sean las reinas las estrellas definitivas. Y, aunque las modas pasen y vuelvan y los diseñadores bailen entre sillas, Balenciaga, sigue siendo el rey.

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