The Dream Academy acaso fueran solo un sueño pasajero, pero la huella de sus exiguos tres álbumes, adorables ya desde la perspectiva de su momento, no ha hecho más que agigantarse con el paso de las décadas. No hay muchas canciones tan hermosas a lo largo de los años ochenta como aquel Life in a northern town con el que comenzó todo, un prodigio de evocación, melancolía lluviosa y sagacidad en la reinvención del folk pastoral inglés con inyecciones de percusión africana y la pomposidad de ese pop sofisticado en el que resultaban imbatibles. Da igual que nunca repitieran un impacto tan colosal como el de aquella primerísima canción, porque, ahora que no hay listas ni competiciones de por medio, el tiempo solo ha afianzado el encanto de aquellos tres elepés, The Dream Academy (1985), Remembrance days (1987) y el mucho menos divulgado A different kind of weather, de 1990. Y lo prodigioso es que aquellas tres obras se conviertan ahora en una caja de ¡siete! cedés cuando el trío ha accedido a recopilar y reunir todas y cada una de sus grabaciones: de pronto, el legado de la Academia es mucho más pantagruélico de lo que habríamos podido imaginar (o, claro está, soñar).
No todo es mollar, claro está, en una colección de estas dimensiones a partir de un repertorio que en origen se circunscribía a solo 32 canciones. El sexto de los discos, por ejemplo (Back tracked), se circunscribe a las versiones instrumentales de algunas de los mejores títulos, una extravagancia que solo satisfará a los grandes forofos del karaoke; mientras que el séptimo álbum, Love etc…, recopila las consabidas versiones extendidas de los singles para el formato maxi, tan genuinamente ochentero, o remezclas más curiosas que trascendentales. Pero los discos cuarto y quinto, a los que se les adjudica los títulos The river ran on… y Be-sides, compendian un importante ramillete de caras B, versiones, temas sueltos, rarezas, maquetas o tomas acústicas que representan, aquí sí, un jugosísimo festín para cualquiera que en algún momento se haya nutrido musical y sentimentalmente con aquel universo de evanescencias, melancolías y belleza sublimada que fueron capaces de erigir entre el cantante y guitarrista Nick Laird-Clowes, la polifacética Kate St. John (¿quién habría imaginado un corno inglés en la alineación titular de una banda de pop?) y el teclista Gilbert Gabriel.
Asombra, con la perspectiva, el padrinazgo de David Gilmour desde los primeros pasos de la banda, por más que el hermano pequeño del guitarrista de Pink Floyd hubiese sido compañero de Gabriel y de Laird-Clowes en The Act, la banda que antecedió a esta Academia de los Sueños. Y es apasionante refrendar como el carácter bucólico y levemente psicodélico del primer álbum, con Nick Drake siempre en el ideario más personal de su tocayo Nick, no fuese superado con los posteriores intentos por modernizar y engordar el sonido: el ilustrísimo Hugh Padgham, célebre por sus trabajazos con Genesis o The Police, se sentó en la silla del productor con Remembrance day y hasta convocó a Lindsey Buckingham en varias canciones, mientras el tercer y definitivo álbum redoblaba las ansias de modernidad con incursiones en el trip-hop y una significativa pérdida de protagonismo de St. John, quizá un involuntario golpe de gracia para la viabilidad de la banda.
La más audaz y arriesgada de las apuestas, en aquella tercera tentativa, era una lectura de Love (John Lennon) acelerada y concebida desde la lisergia, una tentativa de la que en el séptimo cedé podremos rastrear hasta otras seis versiones, formulaciones y remezclas diferentes, si es que alguien necesita un seguimiento tan exhaustivo. Pero los hallazgos son mucho más nutritivos en lo tocante, por ejemplo, a las versiones, pues ahí corroboramos la debilidad de los londinenses por The Smiths (Please, please, please let me get what I want) o The Beatles (Things we said today), la confirmación de todas las sospechas: Laird-Clowes, Gabriel y St. John iban a por todas en la busca de una condición canónica, sustancial y relevante para su momento histórico, y sin duda la segunda mitad de los ochenta habría sido más emotiva si su dramatismo melancólico hubiese obtenido de aquella un mayor predicamento.
No merecen la pena a estas alturas, claro, los lamentos. Una mejor acogida quizá hubiese propiciado una trayectoria más próspera y extensa, pero un tesoro como este, ahora engordado hasta casi las seis horas de escucha, sigue pareciéndonos un botín sabrosísimo. Y más si, aunque sea con 40 años de retraso, descubrimos joyas inéditas como The day it rained forever (disco 5), incomprensible omisión de trasfondo tecno que no debemos confundir con la canción homónima y coetánea de Nick Heyward. O la pintoresca cara B de Life in a northern town, aquel Test tape No. 3 que aunaba aullidos de lobezno con guitarra española y toneladas de sintetizadores etéreos. Audacias de la época, tan reivindicables ahora sin que nadie se lleve las manos a la cabeza.