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Soledad: Una epidemia que sí entiende de edad, sexo, estado civil y religión

Autor: Aceprensa

La soledad es una epidemia silenciosa en nuestras sociedades, tal y como demuestran numerosos estudios. En España, según datos del Barómetro 2024 del Observatorio Estatal de la Soledad No Deseada, una de cada cinco personas la sufre, y siete de cada diez dicen haberla padecido en algún momento de su vida. Si nos fijamos en los grupos de edad, se aprecia una curva considerable que sitúa a los jóvenes y a los ancianos como los colectivos más afectados.

 El pico está en el tramo de edad de 18 a 24 años (34,6%); de ahí va reduciéndose el porcentaje hasta la franja de 65 a 74 años (14,5%), y vuelve a subir a partir de los 75 (20%). Por otro lado, como confirman algunos estudios, no es solo que los millennials y los Z (entre 16 y 39 años) salgan mal parados en la comparación “estática” (quiénes se sienten más solos actualmente), sino también en la “dinámica”, la que coteja la soledad vivida en una misma etapa de la vida por generaciones diferentes. Por ejemplo, entre los baby boomers estadounidenses y sus padres –la llamada “generación silenciosa”–, los que dicen haber pasado una juventud solitaria son menos de la mitad que entre los que ahora son jóvenes; si bien este recuerdo puede estar contaminado por el paso del tiempo y por la sensibilidad social ante el fenómeno.

En cualquier caso, que las actuales generaciones de jóvenes se sientan más solas podría parecer paradójico, porque han nacido y crecido en la llamada era de las comunicaciones. Sin embargo, son varios los informes que relacionan precisamente el uso intensivo de redes sociales con una mayor probabilidad de sufrir problemas de salud mental, lo que supone un factor de riesgo para la soledad.

Atendiendo a la variable de sexo, las mujeres se sienten más solas (21%) que los hombres (18%), especialmente a partir de los 55 años, donde la diferencia entre ellas y ellos alcanza hasta 7 puntos porcentuales, mientras que es mínima en la etapa de la juventud.

El hecho de que la brecha se agudice según se acerca la vejez puede estar relacionado con la mayor esperanza de vida de las mujeres y, por tanto, la mayor cantidad de viudas que de viudos. Sin embargo, no todos los estudios coinciden en la importancia de este factor. Otros sugieren que influye más el diferente impacto emocional que tienen para cada sexo unas mismas circunstancias “objetivas”, y también la mayor facilidad de las mujeres para reconocer que se sienten solas.

El factor familia

Llama la atención que, al analizar la probabilidad de sentirse solos, en el citado Barómetro no se valore el estado civil o el número de hijos. Sí se toma en cuenta un parámetro denominado “hogar”, que hace referencia a si las personas viven solas o acompañadas, pero no especifica qué tipo de compañía (pareja, hijos, compañeros de piso, etc.). En cualquier caso, el informe concluye que las personas que viven solas tienen mayor riesgo de soledad no deseada.

Ante el avance de la soledad, conviene fijarse en los factores de riesgo señalados por distintos estudios, como la desestructuración familiar y el bajo nivel sociocultural

Parece lógico que esto sea así. Sin embargo, un estudio de 2022 realizado en 30 países muestra algunos matices a esta relación entre vivir solo y sufrir soledad. La investigación (que se centra en personas de más de 65 años) señala que efectivamente los casados son los menos solitarios, seguidos de los solteros por elección, mientras que tienen más riesgo de soledad no deseada los viudos, divorciados y separados. El estudio sugiere que los solteros voluntarios desarrollan una amplia red social fuera del entorno familiar que les hace menos vulnerables a la soledad no deseada, mientras que los casados lo hacen en menor medida, lo que les perjudica en caso de divorcio, separación o viudez.

Más allá del estado civil actual, otras investigaciones han mostrado que existe una correlación entre la sensación de soledad habitual en la infancia y la probabilidad de sufrirla también en la vida adulta, y que entre los factores que más inciden en la soledad infantil hay varios relacionados con la estructura familiar. En concreto, un informe del Survey Center on American Life (SCAL), publicado en febrero de 2022, destacaba dos: el haber sido hijo único y el haberse criado en un hogar monoparental.

¿A menos niños, mayor soledad?

El barómetro y otros estudios son exhaustivos al presentar los datos de prevalencia de soledad no deseada según edad y sexo, y al analizar algunas circunstancias que la pueden agudizar, como pertenecer a colectivos especialmente vulnerables (personas con discapacidad o enfermedades mentales, en el paro o con menor nivel educativo, extranjeros…). Sin embargo, como hemos comentado, no se tiene en cuenta el factor hijos.

Sí le ha prestado atención, en cambio, la escritora y académica estadounidense Mary Eberstadt, que en una tribuna publicada en ABC (“La opción de la natalidad, 31-07-2024) explicaba que “la actitud dominante de laissez-faire hacia el matrimonio y los hijos choca con la realidad. ¿Por qué están tan solas tantas personas mayores? ¿No es la desaparición de la progenie la causa más evidente de su soledad?”

Eberstadt no es la única en señalar la conexión entre soledad y falta de hijos. Ross Douthat, conocido columnista del New York Times –donde con frecuencia trata estos temas–, escribió a finales de 2020 un artículo para la revista Plough titulado “Por qué tener más hijos”. Allí enumeraba algunas consecuencias negativas de las bajas tasas de natalidad en países occidentales, entre ellas varias relacionadas con la erosión del pegamento social: “La atenuación de los lazos sociales en un mundo con cada vez menos hermanos, tíos, primos; la fragilidad de una sociedad en la que los lazos intergeneracionales pueden romperse por una simple disputa o muerte; la infelicidad de los jóvenes en una sociedad que avanza hacia la gerontocracia; el creciente aislamiento de los ancianos”.

No son solo las observaciones sociológicas de algunos opinadores las que relacionan las vivencias familiares, y en particular el número de hijos, con la epidemia de soledad. Algunos estudios corroboran estas intuiciones con datos. Por ejemplo, uno publicado por Thijs van den Broek y Marco Tosi en la revista Social Indicators Research (“The More the Merrier? The Causal Effect of High Fertility on Later-Life Loneliness in Eastern Europe”, volumen 149, 2020) analizaba el efecto de este factor en más de 25.000 padres y madres de entre 50 y 80 años procedentes de ocho países del este de Europa, y concluía que tener hijos funcionaba como un “protector” contra la soledad en la edad adulta, de manera especial para las mujeres. Y apostillaba: “La evidencia aquí presentada sugiere que la tendencia hacia familias con menos hijos observada en varios países de Europa del Este puede exponer a las nuevas cohortes, y en particular a las mujeres de la región, a un mayor sentimiento de soledad”.

Teniendo en cuenta las bajas tasas de natalidad en los países occidentales, y la creciente proporción de mujeres jóvenes en estas mismas naciones que reniegan de la idea de tener hijos, la proyección hecha por los autores para Europa del Este parece aún más probable aplicada a lugares como España, Portugal o Grecia.

Amistades, nivel de estudios y comunidad religiosa

Aparte de los factores relacionados con la familia, existen otros que, según la investigación, también están ligados a la mayor o menor prevalencia de la soledad no deseada.

De hecho, algunos estudios –por ejemplo, el Barómetro– destacan el efecto de las relaciones de amistad por encima de los lazos familiares.

La pertenencia a una comunidad religiosa mitiga el efecto que el bajo nivel socioeconómico tiene sobre la soledad

Por ello, es un mal augurio que, en distintos países desarrollados, el número de amistades cercanas esté cayendo. Según el estudio del SCAL antes mencionado, en Estados Unidos el porcentaje de personas que dicen no contar con ninguna relación de este tipo ha crecido mucho desde 1990, mientras que el de quienes señalan tener seis o más ha descendido también de forma significativa.

En ambos casos, la tendencia es especialmente negativa para las personas que cuentan con un menor nivel educativo, y la brecha con respecto a los que poseen un título universitario, que apenas existía en 1990, se ha ido ensanchando desde entonces.

Este mismo fenómeno se observa cuando se comparan otros factores de sociabilidad. Por ejemplo, los que solo han completado la educación obligatoria participan con mucha menor frecuencia en actividades y grupos vecinales, hacen menos voluntariado e incluso utilizan menos algunos espacios públicos como parques o librerías. Puede ser que en ello influya cierto estilo de vida, pero el estudio también señala que estas personas suelen vivir en barrios con una menor presencia de este tipo de instalaciones, o donde la vía pública es más peligrosa (esto explicaría que igualmente sean menos dadas a pasear por las calles). Así pues, parece existir una relación entre nivel sociocultural –habitualmente aparejado al económico– y vida social. Por el contrario, las personas casadas y con hijos, especialmente si tienen título universitario, son los que acumulan mayor “riqueza comunitaria”.

Otro tipo de comunidad que también funciona como escudo contra la soledad es la religiosa. Según el estudio del SCAL, la pertenencia a una confesión mitiga el impacto del factor sociocultural en la prevalencia de la soledad. Esto es así porque, aunque su efecto es positivo para todo tipo de personas, lo es especialmente para aquellas con un nivel educativo inferior.

Todos estos datos muestran que la epidemia de soledad que sufren algunas sociedades avanzadas no es en absoluto “ciega”: sabe de edad, de sexo, de estado civil y de religiosidad. Si se quiere avanzar en la “inmunidad de grupo”, convendría sacar conclusiones.

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