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El mundo actual ha rebasado al cristianismo hasta convertirlo, en buena medida, en una mera pieza más del engranaje humanista occidental.
En las últimas décadas, el catolicismo, la fe que durante siglos se imbricó con la civilización europea hasta convertirse prácticamente en su matriz espiritual, parece haber entrado en un túnel de repliegue.
Por todo Occidente se despliega, de manera sutil pero implacable, una apostasía silenciosa, un deslizamiento paulatino hacia el agnosticismo cultural y el olvido del sagrado.
Y mientras tanto, la Iglesia católica se ha embarcado, en su afán por mantenerse relevante y «salvar los muebles», en una adaptación a veces tan extrema a la modernidad que corre el riesgo de implosionar, perdiendo precisamente aquello que la hacía única: la sacralidad, el Misterio, lo numinoso.
Moralismo edulcorado
En la práctica, el cristianismo se va convirtiendo en una variante de moralismo edulcorado, un humanismo con sotana que evita cuidadosamente todo atisbo de trascendencia que pueda ensombrecer al Hombre-Soberano, sacralizado por la ideología de los derechos humanos.
En este escenario, Dios aparece como lo menos «divino» posible; es un Dios domesticado, reducido a un buen maestro que no debe incomodar al Hombre, que es presentado como el centro inapelable de todas las cosas.
El resultado es una Iglesia que –al despojarse de su trascendencia– pierde también el atractivo sagrado ante la mirada externa.
Sin lo sagrado, sin lo divino, el cristianismo se convierte en una pieza más del globalismo, una ideología moralizante y etérea que, al desvincularse de sus raíces y de su raíz histórica, se vuelve indiferente al porvenir de los mismos pueblos europeos que un día le dieron forma y sostén
Pocas religiones se han correspondido tanto con una civilización como el catolicismo con Europa. El cristianismo no se impuso sino que, a lo largo de los siglos, ancló sus raíces en las costumbres y en las manifestaciones culturales populares, haciendo de las festividades religiosas un compás que marcaba las cosechas, las vendimias, la llegada del Adviento o el júbilo de la Navidad.
Sin embargo, aquel cristianismo campesino, íntimamente ligado a la tierra y al ciclo vital, pertenece ya al pasado. La civilización católica que dio sentido a la vida rural y a sus rutinas ha desaparecido, y nada indica que vuelva a renacer. Aun así, los pueblos que la engendraron y que, a su vez, fueron forjados por ella, siguen presentes.
La verdadera misión de la Iglesia
En las últimas décadas, sin embargo, muchos pastores de la Iglesia han optado por un discurso de disolución cultural.
Esta no es una cuestión que afecte sólo a los católicos practicantes; la defensa de la civilización católica europea excede sus contornos y se extiende a quienes, siendo ateos o agnósticos, reconocen en el catolicismo un factor identitario esencial, un universo cultural, una herencia artística y simbólica. Para ellos, la Iglesia no es únicamente una institución religiosa, sino un pilar fundante de la identidad europea.
Es necesario un catolicismo con conciencia histórica y arraigo, en vez de una sumisión acrítica a lo políticamente correcto.
Las naciones, en su devenir histórico, no pueden comportarse como ovejas ante el lobo, so pena de su propia extinción. El cristianismo está donde está también porque sus fieles, en no pocas ocasiones, defendieron su espacio con firmeza.
La misión original de la Iglesia no la reconfiguración de la sociedad global, ni la conversión de su liturgia en un festival intercultural sin trascendencia. Su esencia reposa en los sacramentos, en lo que sucede sobre el altar, donde cuerpo y sangre de Cristo transfiguran la condición humana. Eso es la esencia de la Iglesia. Lejos de diluirse en moralismos etéreos, su fuerza siempre ha residido en una liturgia anclada en lo sagrado.
Si la Iglesia olvida su esencia –la sacralidad, la liturgia, los sacramentos– por perseguir las modas ideológicas del momento, no sólo se marchitará aún más la Navidad en Europa, sino que la fe, en su verdadero sentido, quedará sin respuesta ante un mundo que reclama, en el fondo, algo más que una moral de compromiso: exige lo sagrado, lo eterno y lo divino que subyacen al misterio cristiano.
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Díceles Baruc: «Al dictado. El me recitaba todas estas palabras y yo las iba escribiendo en el libro con tinta.» Jeremías 36,18
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