En el ámbito intelectual cristiano se habla mucho de Occidente. ¿A qué se refiere usted cuando lo hace?
Apenas se encuentran en la tierra lugares sin influencia occidental, positiva o negativa. De hecho, puede que el tratamiento adecuado para lo que Europa llevó de malo sea lo que llevó de bueno: el cristianismo. Podría definir Occidente como el heredero de la novedad cristiana, que, a su vez, tiene como rasgo fundamental haberse hecho heredera de la civilización antigua. Europa es el cristianismo más Grecia y Roma. El cristianismo tomó lo que había de bueno en ellos y lo corrigió en algunos puntos —como los derechos de la mujer y de los esclavos o la actitud frente a los niños—. Conservó lo que tienen de humano, los principios que valen para todo hombre, pues vienen de la razón. Pero introdujo una novedad absoluta: que todo ser humano tiene la misma dignidad. Eso sí, nunca pretendió introducir una cultura nueva.
¿Qué quiere decir?
Por ejemplo, el islam implantó un sistema global que dice qué hacer en casos muy concretos, como cómo peinarse o qué comer. El cristianismo confía en la libertad y la inteligencia humanas para todo lo que no depende directamente de la revelación. Eso es un hecho histórico fundamental que puede que sea la raíz última de la civilización europea. En cualquier parte donde rijan estos principios tenemos Europa. O tendríamos que tenerla, porque muchos europeos han olvidado dichos principios.
Hace unas semanas habló en la Fundación NEOS precisamente de por qué el hombre occidental se odia a sí mismo. ¿Por qué lo atribuye a la envidia?
Ese odio es consecuencia del hecho de que el hombre europeo tiene una relación reflexiva consigo mismo. Si bien es una forma perversa de ella, sigue preguntándose qué es y qué debe hacer. Mucha gente ha señalado ese odio. Lo único que yo puedo haber añadido, en Las anclas en el cielo, es retrotraerlo a la envidia. El biólogo francés Jacques Monod dijo que nuestra existencia es resultado del azar y nuestra actitud ante ella es la de alguien que ha ganado un millón de euros en Montecarlo, curiosidad y sorpresa. Algo un poco ingenuo: nuestra reacción de verdad si alguien ha ganado una fortuna sin hacer nada es la envidia. «¿Por qué yo no?». Si nos concebimos únicamente como resultado de un concurso de fuerzas ciegas la actitud tendría que ser la envidia de nosotros mismos, una noción paradójica. Es un pecado abstracto, para espíritus puros; un pecado diabólico.
¿Es posible envidiarse a uno mismo?
Supone una división del yo de carácter gnóstico, esa corriente de los siglos II y III según la cual somos un ser caído de un mundo superior a uno inferior. Por eso hay una tendencia a considerarse como un ángel que podría escoger el cuerpo en el que va a aterrizar. A esa alma le genera asco todo aquello que determina su existencia concreta: pertenecer a una cultura determinada, a una época, a un sexo.
¿Cuál es la receta para curar este mal?
Algo muy sencillo: aceptarse como un don colocado en el lugar y el tiempo en el que estamos por una benevolencia fundamental. Es la idea de providencia, tema de mi penúltimo libro, A cada uno según sus necesidades. Pero no entendida como que Dios va a intervenir para corregir nuestras elecciones tontas. Él ya nos ha dado lo que necesitamos para evitarlas.
¿Como filósofo, cómo la explica?
Sí existe un campo en el que Dios tiene que actuar, aquel en el cual el hombre ha hecho una elección falsa: el pecado original y sus consecuencias. Podemos saber lo que tendríamos que hacer, pero hemos perdido la posibilidad de quererlo verdaderamente y de querer los medios para obtenerlo. Por eso tiene que, por decirlo así, subvertir la libertad humana, hacer desde dentro que cambie de dirección, pero respetándola. Es más difícil que decir: «Tienes que hacer esto o no hacer lo otro». Para ello, monta un complejo sistema que los teólogos llaman «economía de la salvación», cuyo resultado será que el hombre sea de nuevo capaz de querer su propio bien. Implica toda una historia: la elección de un pueblo y luego la concentración de ese pueblo en Jesucristo, que une en su persona las naturalezas humana y divina. Esa unión no es más que la culminación de la alianza: como no puede llevarse a cabo en el pueblo, se lleva a cabo en una persona, Cristo. Por ese ojo de aguja pasa la salvación del género humano. Es un sistema complicado, pero muy interesante para un filósofo.
Si creemos que la providencia actúa siempre, en lo bueno y lo malo, ¿no se podría decir que está solo en la mirada del creyente, que ve a Dios en todo?
Un hecho fundamental cuando se habla del mal es que la providencia nos da medios para luchar contra él. Por ejemplo, el género humano tiene herramientas frente a las enfermedades. Y posiblemente tendrá más en el futuro. Solo estamos en los principios de la historia humana. Hay una visión cristiana del progreso, más humilde que la ilustrada —que afirma que lleva automáticamente a una situación moral ideal— pero positiva: podemos aumentar nuestra capacidad de acción sobre la naturaleza.
Las anclas en el cielo. La infraestructura metafísica de la vida humana
A cada uno según sus necesidades. Pequeño tratado de economía divina