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Rémi Brague: “En las raíces de Europa late tan fuerte el cristianismo que siempre brillará la esperanza”

Autor: Aceprensa

Rémi Brague (París, 1947) es un pensador francés especializado en historia de las ideas y filosofía medieval. Es particularmente conocido por su trabajo sobre la relación entre la filosofía, la religión y la cultura occidental, y por sus reflexiones sobre la crisis de la civilización occidental contemporánea.

Ha trabajado extensamente sobre la influencia de la filosofía griega en el pensamiento cristiano y en la formación de la identidad europea. Es un defensor de las raíces cristianas del Viejo Continente y un crítico de los excesos del secularismo contemporáneo y del relativismo cultural.

Su enfoque filosófico se caracteriza por un intento de recuperar las grandes tradiciones del pensamiento, como la filosofía clásica y la teología medieval, para entender los dilemas y los desafíos del mundo moderno.

Sus obras más destacadas son La sabiduría del mundo, El destino de Europa y La filosofía del islam. Martin Heidegger y Leo Strauss están en su recámara filosófica. C.S. Lewis, Chesterton y, en otro orden, el humorista Pelham Grenville Wodehouse, son los tres británicos que compensan el background del resto de su visión sobre el mundo.

Brague se sitúa en una tradición filosófica que busca preservar una visión profunda del ser humano y de su lugar en el mundo, frente a las tendencias que reducen al hombre a una criatura biológica o económica. Se interesa por los temas de la trascendencia, la libertad y el sentido de la vida, y está comprometido con la preservación de las grandes tradiciones de la sabiduría.

A sus 77 primaveras, el pensador francés ha hecho parada en Madrid para participar en sendos actos organizados por la editorial Encuentro y la fundación Neos. A la hora en la que la gente de su edad está en mitad de la siesta, abrimos una conversación profunda mirando al futuro con carácter constructivo. Su mujer le acompaña en esta entrevista y esa mirada de escucha lo dice casi todo.

— ¿Qué ha pensado al cruzar la frontera Francia-España?

— Es imposible no pensar en la amplia y rica tradición cultural de España. No soy ningún turista profesional, pero debo confesar que me pierdo por los museos y las librerías de este país. Justo ayer estaba buscando una edición de las obras escogidas de Jorge Luis Borges. España es el país que ha elegido para vivir mi hijo mayor, y tengo la suerte de tener nietos nacidos en Madrid y perfectamente bilingües. Qué maravilla. A mí me ha costado mucho aprender nuevos idiomas.

— ¿Y qué ha pensado mientras aterrizaba en Madrid como filósofo?

— Desde el punto de vista filosófico, al pensar en España se me va la cabeza directamente a Ortega y Gasset. He leído con fruición todas sus obras, y he escrito mucho sobre él. Es un pensador español e internacional muy interesante. Me atrae mucho la riqueza intelectual española de esa época y toda su tradición cultural humanista. Francia siempre tiene el riesgo de replegarse excesivamente sobre sí misma. Los países mediterráneos han sabido contemplar mejor el horizonte sin fronteras. Tengo la suerte de que la editorial Encuentro ha traducido al castellano todo lo que escribo y me permite tener presencia literaria en un país que admiro.

— ¿Cómo se llama su mujer?

— Françoise.

— Françoise le mira con devoción mientras habla. Está muy atenta a todas sus palabras. Eso dice mucho de usted y de los dos.

— Mi mujer es una maravilla, pero no hace falta que lo escuche, porque puede ser malo para su humildad. Estoy escribiendo un libro sobre la humildad, que es una virtud típicamente medieval, porque fue en aquel momento cuando muchos autores de diversas religiones escribieron que la humildad es la primera de las virtudes. Más exactamente, es la virtud que hace posibles todas las demás.

En la inauguración de los Juegos Olímpicos de París pudimos ver una ambigüedad entre lo verdaderamente humano y el peso de las ideologías que está muy presente en la cultura contemporánea

— Hace casi cinco años pasó usted por Madrid para hablar sobre “la fuerza del bien”. Me parece un buen tema para empezar a esta conversación, especialmente ahora que en este país estamos sumidos en las consecuencias humanas y sociales de una catástrofe natural y de varias catástrofes políticas concatenadas.

— Me encantaría escribir un libro sobre la fuerza del bien, pero me cuesta trabajo completar esa obra, aunque las ideas las tengo claras. No sé por qué. Hace poco ha salido a la calle un libro mío que se titula A cada uno según sus necesidades. Pequeño tratado de economía divina. En esas páginas hablo sobre esos temas y sobre la providencia. Viendo cómo está Valencia todavía estos días tras los efectos de la DANA, es fácil que se nos pasen por la cabeza pensamientos sobre muchas cosas, también sobre el bien, el mal y Dios. En este libro, defiendo que Dios da a la humanidad todas las herramientas necesarias para resolver sus problemas, e interviene sólo cuando la humanidad se pone en peligro. Admitir la tremenda fuerza del bien requiere entender la imperiosa necesidad de la misericordia.

La idea del progreso humano requiere un profundo sentido cristiano. La interpretación que la Ilustración ha hecho sobre el progreso no nos hace más humanos ni con más futuro. El progreso no es sólo la concatenación de conocimientos sobre la naturaleza, sino que debe contar también con la influencia humana sobre el desarrollo de la naturaleza.

El verdadero progreso es el que conduce automáticamente a la mejor de las situaciones políticas y sociales, incluyendo un progreso moral que tiene el bien como referencia permanente. El progreso no es una cuestión meramente técnica, como pone de manifiesto, por ejemplo, el tratamiento de la enfermedad. Hay un amplio campo del progreso humano que recobra todo el sentido cuando se entiende con una visión cristiana. Contar con la trascendencia es una manera más realista de avanzar hacia el futuro.

— Viniendo de París, tengo una especial curiosidad por preguntarle qué antropología vio usted en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos del pasado mes de julio. ¿Qué fuerza del bien perdimos la ocasión de contemplar en directo aquella noche?

— En la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de París de este verano nos pudimos encontrar con varias antropologías absolutamente contradictorias. Por una parte, una que ponía sobre la palestra los valores del deporte y las virtudes físicas que embellecen la humanidad: el valor, la fortaleza, la paciencia, la deportividad… Son cuestiones de fondo que palpitan bajo la capa más anciana del ideal olímpico, cuyo lema –Citius, altius, fortius: más rápido, más alto, más fuerte– fue acuñado por el dominico francés Henri Didon. Después, Pierre de Coubertin, no católico y fundador de los Juegos Olímpicos modernos, introdujo en la conciencia popular un enfoque de los ideales olímpicos más cercano al paganismo, en una mezcla menos trascendental y más ligado a la corporeidad de los deportistas y el culto a los dioses del Olimpo.

En los valores olímpicos convive desde entonces una enorme ambigüedad, que es la ambigüedad que vimos en la ceremonia de inauguración de los Juegos de París, incapaz de valorar la tradición sagrada cristiana, pero con una enorme capacidad de sublimar el esfuerzo humano, el afán de superación, como se observa de manera más clara en las competiciones paralímpicas. Al enfocar en esos aspectos, los Juegos Olímpicos destacan también el enorme valor de la dignidad de cada persona, un principio fundamental eminentemente cristiano.

En realidad, esa ambigüedad entre el bien, el mal, lo verdaderamente humano y el peso de las ideologías está muy presente en toda la cultura contemporánea, más allá de lo que presenciamos en aquella ceremonia deportiva. Nada realmente cultural sería posible sin el cristianismo. Por eso, intentar mostrar una realidad cultural contemporánea a veces beligerantemente anticristiana es un contrasentido.

— ¿Como ve un historiador de las ideas a Europa en 2025?

— Los momentos grises de la historia nos ayudan a hacernos muchas preguntas esenciales, también sobre Europa y toda la cultura europea. Dicho esto, en las raíces de Europa late de manera tan fuerte el cristianismo, que siempre brilla la esperanza.

El cristianismo no está llamado sólo a sobrevivir en la cultura europea, sino a darle el sentido más humanamente profundo. La dignidad es un concepto esencialmente cristiano que lo explica todo. Los códigos penales de Occidente castigan la omisión de socorro: castigan a las personas que voluntariamente no ayudan a quien se halle desamparado o en peligro manifiesto y grave. Me interesa mucho esta noción jurídica, porque explica bien el papel que debe impulsar el cristianismo en las sociedades contemporáneas para alertar sobre los peligros que no nos hacen mejores, aun a pesar del riesgo que supone vivir alertando de las líneas rojas, porque eso es incómodo e ingrato, particularmente en la sociedad de la imagen y de lo políticamente correcto, aunque sea una obligación moral.

El cristiano no es un ayatolá entrenado para castigar a los desobedientes. Es, sencillamente, un ciudadano responsable que quiere ayudar a la sociedad a evolucionar con una perspectiva humana que, ciertamente, nos haga mejores como personas y como pueblos. No todas las direcciones conducen hacia el futuro. Algunos caminos dirigen al precipicio. A una persona cristiana le sale del alma ayudar a los demás a evitar el peligro sin dejar de respetar la autonomía y la libertad de cada uno. Lo no cristiano es mirar para otro lado como si este mundo no fuera con nosotros. La indiferencia es profundamente anticristiana.

Los cristianos estamos llamados a prestar nuestra colaboración con los demás en medio de un campo de minas; por eso deberían ser muy bienvenidos en las sociedades abiertas y respetuosas del siglo XXI. Cuando se ama a las personas y a la sociedad, se busca, se prefiere y se impulsa el bien. Nadie confía en un médico que te dice que fumes, que bebas y que hagas todo lo que quieras. Es más difícil ser el médico que te alerta de que tienes una mancha fea en un pulmón. La misión de los cristianos no siempre resulta agradable, pero es necesaria para el bien de toda la humanidad. Los cristianos trabajan por el bien de toda la sociedad, no para sí mismos.

El cristianismo tiene la posibilidad y el deber de enseñar a ver lo humano incluso donde otros solo ven lo biológico para seleccionar, lo económico para explotar, lo político para manipular.

— Dice usted que hemos sustituido la idea de verdad por la del bienestar.

— Me llama la atención una tendencia actual en el cristianismo: la de caer en la tentación de reemplazar el humanismo por el humanitarismo. El humanismo es el afán por la mejora humana, por la virtud; el humanitarismo es sólo hacer cosas buenas. Y sí, querer el bien del prójimo es magnífico, pero la perspectiva humanitarista es superficial. El humanitarismo piensa que el hombre es naturalmente bueno, y que el mal es un simple accidente que se puede vencer con un poco de buena voluntad, no algo profundamente instalado en nosotros.

— ¿Hemos dejado de buscar la verdad, a pesar de que vivimos en nuestras sociedades las consecuencias del relativismo?

— Hemos reducido la verdad a la estrechez de lo que dice la ciencia de la naturaleza, que es potente, pero abstracto.

“La razón se ha cortado las alas al limitarse al campo exclusivo y estrecho de las ciencias experimentales”

— En Occidente, ¿estamos perdiendo la sabiduría en línea con la tradición de las razones que dan sentido a nuestra existencia por culpa de la tiranía de las ideologías?

— La razón es una noción cristiana, a pesar del uso perverso que han hecho de ella algunos pensadores de la Ilustración queriendo confrontarla con la fe. Antes de la fe, estaba el logos. Es un tema sobre el que ha insistido mucho en su obra y en su magisterio el Papa Benedicto XVI. El primer versículo del Evangelio de san Juan destaca que “en el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios”.

La fe y la razón están hechas para el diálogo, a pesar de que la Ilustración las encorsetó en una batalla que se mantiene muchos años después. No se trata de defender la razón contra la fe, sino de defender a la razón de la pelea contra sí misma. Como decía Benedicto XVI, la razón se ha cortado las alas al limitarse al campo exclusivo y estrecho de las ciencias experimentales. Sin una concepción más amplia de la razón, convertiremos la experiencia concreta de la humanidad en potentia rationalis: solo potencia de razón. Esta realidad hace que seamos capaces de atribuirle más razón a la magia que a la experiencia de la humanidad.

El cristianismo ha desempeñado siempre un papel racionalista, y no fideísta. De hecho, el carácter racional de la realidad es una idea cristiana. A veces se nos olvida que también hubo una Ilustración católica.

foto: Patricio Sánchez-Jáuregui

Muchos sueñan hoy con alcanzar un modus vivendi entre gentes civilizadas, contentándose con definir los procedimientos de resolución de conflictos, sin apelar a una razón “fuerte”, y todavía menos a una razón abierta a la trascendencia y a Dios.

Me pregunto: esta razón “débil”–en el sentido que Gianni Vattimo concede al adjetivo cuando habla de “pensamiento débil”– ¿puede producir gentes civilizadas, dispuestas a renunciar a la violencia? ¿O no se ve más bien obligada a recibirlas como una herencia procedente de sociedades que sí tenían convicciones fuertes? Una sociedad con una razón “débil” podría ser un parásito de su propio pasado incapaz de renovarse.

— ¿El relativismo es un dogma inhumano?

— Hace algunos años, en las universidades norteamericanas estaba de moda apostar por el relativismo: no hay verdad, cada uno tiene la suya… En Estados Unidos tuvieron un presidente especialmente mentiroso que hablaba de “verdades alternativas”. En Rusia, Aleksandr Solzhenitsyn llegó a decir que lo peor del régimen soviético no fue el hambre, ni siquiera la opresión, sino la obligación de mentir para poder sobrevivir.

— ¿Europa y Occidente son la misma cosa, o el Occidente de Estados Unidos es otro Occidente?

— Estados Unidos cada vez desarrolla más su liderazgo en el campo intelectual, no sólo en el económico o en el ámbito del entretenimiento. Dicho esto, observo un diálogo un poquito perverso entre los dos lados del Atlántico, pero no veo necesario establecer una línea de separación entre el pensamiento norteamericano y los pensamientos europeos.

— ¿La cultura está respondiendo a las grandes preguntas y necesidades de los seres humanos de nuestro tiempo?

— Todo depende de los que llamemos cultura… Muy a menudo usamos esa palabra, cuando en realidad hablamos de entretenimiento. La auténtica cultura, tanto escrita como audiovisual, fomenta el carácter reflexivo. La cultura de verdad es un espejo que nos ayuda a pensar los grandes problemas de nuestra existencia propios de cada tiempo. Todos llevamos dentro algo de don Quijote, algo de Hamlet, algo de Fausto y algo de Iván Karamázov. La cultura auténtica consigue que la ficción nos ayude a encontrar respuestas a los problemas de la vida misma.

“Nuestra visión del pasado determina nuestros proyectos para el futuro. Escribir la verdad sobre el pasado es tarea de los historiadores. Su responsabilidad es enorme”

— Usted receta la hondura contra el nihilismo. ¿A qué tipo de hondura se refiere en este contexto de sociedad líquida y a toda velocidad?

Me refiero a la hondura de preguntarse honestamente quién soy, qué es exactamente el hombre, qué tipo de hombre quiero ser. El hombre no es una especie de alma que flota en un mar de indeterminación. El hombre no puede ser un ser vacío. El hombre necesita conectar con su origen y su sentido. El pensamiento sobre la profundidad del hombre no puede derivar al que se expone en el debate social centrado casi exclusivamente en si somos libres para elegir qué sexo quiere tener. Eso es trivializar muchas vidas con grotesca superficialidad. El hombre es cuerpo, evidentemente, pero no sólo cuerpo. Somos en relación con los demás.

El nihilismo es un pensamiento chiflado que, por ejemplo, sirve para justificar la violencia. El nihilismo no permite resistirse al poder de las ideologías. El nihilismo imposibilita que las personas existan. El nihilismo es anticristiano. Hay otro matiz del concepto de nihilismo, que es casi sinónimo de ateísmo, como se observa en Emilio o De la Educación, de Jean-Jacques Rousseau. Ser ateo es una cosa, y otra muy diferente es ser anticristiano.

— Si la cultura y el humanismo cierran la puerta a la trascendencia, ¿hacia dónde se dirigen?

— A largo plazo, a ningún lugar.

— Hay un tema de sus pensamientos que me interesa mucho: la importancia social de construir juntos, contra el afán cultural de destruir, o la beligerancia por rescribir el pasado en vez de coescribir el futuro.

— Se puede reunir a la gente con el afán de destruir, pero, cuando la casa quede hecha añicos, ¿dónde encontraremos amparo contra la lluvia y el frio? Y, sobre todo, ¿qué iniciativa va a unirnos a partir de ese momento? Nuestra visión del pasado determina nuestros proyectos para el futuro. Escribir la verdad sobre el pasado es tarea de los historiadores. Su responsabilidad es enorme.

— Dice usted: “En cierto modo, los hombres libres, los verdaderamente libres, son los que están atados, mientras que nuestra libertad moderna muy a menudo es la libertad de los esclavos”. Entre cadenas ideológicas, dogmas sociales, tópicos encorsetados, mandamientos políticamente correctos, huidas hacia adelante… ¿se consiente la esclavitud pública a estas alturas del siglo XXI?

— Esa reflexión paradójica procede de un pasaje de la Metafísica de Aristóteles. Los hombres libres tienen deberes, un código de honor, etc. Los esclavos son capaces de cualquier cosa con tal de alejarse de los azotes.

Álvaro Sánchez León
@asanleo

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