Si Donald Trump cumple su mayor promesa de la campaña que lo devolvió a la Casa Blanca, 2025 será el año de las deportaciones. El presidente electo ganó sus segundas elecciones presidenciales con un mensaje virulentamente antimigrante cuya propuesta central es llevar a cabo la mayor operación de expulsión de extranjeros en la historia del país. Oficialmente, hay 11 millones de indocumentados en Estados Unidos, pero Trump ha hablado de hasta 25 millones, aunque nunca ha dicho claramente cuántos se plantea deportar. En esa nube de incertidumbres, donde también está la política exterior o el manejo de la economía, el compromiso migratorio flota ominosamente como una de las pocas certezas en el retorno del republicano al poder.
Más allá del número final de deportados, Trump va en serio. Ya en su primer mandato avanzó la cruel y controversial política de separación de familias en la frontera como disuasión a la migración irregular y, aunque en números absolutos deportó a menos personas que Barack Obama y Joe Biden antes y después de él, lo hizo de manera indiscriminada. Desde entonces, además, su discurso migratorio se ha centrado menos en “cerrar la frontera” —su famoso muro dejó de ser el eslogan de campaña— y más en la expulsión de personas indocumentadas que ya están en el país. Dada su victoria electoral, está claro que es un mensaje que la población apoya: más de la mitad de la población del país está de acuerdo con las deportaciones masivas, según una encuesta reciente.
Sus nombramientos en materia migratoria también apuntan a que en su segundo periodo al frente de la nación pretende apretar todavía más la mano dura y, crucialmente, aprender de los tropiezos. Thomas Homan, que llevará el título de “zar de la frontera” cuando Trump tome el poder oficialmente el 20 de enero, estuvo al frente del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) y fue precisamente quien impulsó la política de separación de niños de sus padres. Estará, según el presidente electo, a cargo de “todas las deportaciones de extranjeros ilegales” y ya ha dado algunas pistas de lecciones aprendidas que pretende aplicar. Dado que el paso atrás después de la indignación generalizada que generaron las separaciones fue una de las únicas veces que Trump se retractó en su primer mandato, Homan ha dicho que hay una forma sencilla de evitar la crueldad que supone separar familias: deportarlas enteras, con el prospecto implícito de expulsar, por lo tanto, también a ciudadanos estadounidenses.
El regreso de Stephen Miller al Gabinete de Trump es también una declaración inequívoca de intenciones. Como jefe adjunto, un cargo que como el de Homan no requiere confirmación del Senado, se espera que estará encargado especialmente de la política migratoria. Reconocido por su violenta y extrema retorica en contra de los inmigrantes, ha dejado claro que no se detendrá en nada para avanzar en los planes de deportaciones masivas. No descarta, por ejemplo, declarar una emergencia sanitaria alegando que los migrantes son “una amenaza para la salud pública”. “Trump desatará el vasto arsenal de poderes federales para aplicar la represión migratoria más espectacular”, ha dicho, sin morderse la lengua.
No se conocen aún a ciencia cierta detalles de ese “vasto arsenal”, pero las declaraciones de Homan, Miller y el propio Trump, entre otros, pueblan un tablero lleno de pistas. Para empezar, el Gobierno federal debe localizar a los migrantes indocumentados. Y a este fin, dicen, habrá redadas en colegios, iglesias o lugares de trabajo, algo no permitido por ley actualmente. Luego, las personas detenidas deberán ser retenidas en algún lugar: “vastas instalaciones” que funcionarán como “centros de parada” para los inmigrantes, ha dicho Miller. Texas ya se ha ofrecido para albergar estos centros de detención junto a la frontera. Finalmente, los migrantes deberán ser enviados a sus países de origen u otros terceros países considerados seguros. Si algunos de esos gobiernos se niegan a recibir personas deportadas, Washington podrá presionarlos de diversas maneras, incluyendo retirando visados o, un favorito de Trump, imponiendo aranceles.
El proceso será largo y está repleto de posibles trabas en el camino. Internamente, las ciudades santuario —urbes que de acuerdo a normativas locales no colaboran en materia migratoria con el gobierno federal— y varios Estados gobernados por demócratas —liderados por California, Illinois y Colorado— han prometido ser bastiones de resistencia frente a los planes de deportación masiva. De la misma manera, la sociedad civil, desde las organizaciones defensoras de los derechos de los migrantes hasta universidades, se están preparando para desafiar legalmente cada paso del proceso.
Pero la esperanza es limitada. Trump ostentará poder absoluto en las tres ramas por lo menos en los dos primeros años de su segunda presidencia, antes de las elecciones de medio mandato. El Partido Republicano tiene mayorías en ambas cámaras del Congreso, y aunque hay potencial de disenso entre sus filas que puede descarrilar la aprobación de cierta legislación, en particular en lo que tiene que ver con los presupuestos, en materia migratoria hay consenso total, por lo que es probable que pasen rápidamente medidas al respecto. Además, el Tribunal Supremo actualmente tiene una supermayoría conservadora que se ha mostrado muy favorable a Trump, que nombró a tres de los nueve jueces que la componen, por ejemplo, al declarar que, como presidente, goza de inmunidad judicial.
Por otro lado, la colaboración de Nueva York que el alcalde Eric Adams ha anunciado es un revés simbólico importante en la potencia de la resistencia a la deportación desde donde la antorcha de la Estatua de la Libertad recibe desde hace más de un siglo a los “rendidos”, los “pobres” y a las “masas amontonadas”. La mayor autoridad de la ciudad que, por mucho, más migrantes ha recibido durante la masiva ola migratoria de los últimos años —según los cálculos del New York Times, la más grande de la historia del país—, planea desactivar la ley de amparo que la obliga a dar refugio a las personas que llegan a sus puertas y así facilitar su expulsión del país.
La cuenta de cobro para llevar a cabo una operación de las dimensiones prometidas es una de las preguntas más grandes que acompañan los planes. Las estimaciones hechas por diversas organizaciones y expertos varían enormemente, pero todas superan los varios cientos de miles de millones de dólares. Cuando la deuda pública de Estados Unidos está en niveles récord y la financiación del Gobierno federal es una piedra en el zapato que ya incomoda a Trump desde antes de su posesión, no está claro de donde saldrán los fondos para implementar la deportación masiva.
Asimismo, las advertencias del potencial impacto económico de retirar del mercado laboral a millones de trabajadores de sectores tan cruciales y variados como la agricultura, la construcción, la hostelería o los cuidados, no han sido contestadas por la futura Administración de ninguna manera creíble. Las peores previsiones hablan de una recesión y la contracción del PIB de hasta un 6%.
A pesar de ello, y de las voces incrédulas que repiten el mantra de “sencillamente no es posible que deporte a tanta gente”, la gente tiene miedo. Los abogados migratorios están siendo inundados con solicitudes y preguntas por parte de peticionarios de asilo y personas indocumentadas, algunas de las cuales llevan décadas viviendo, trabajando y pagando impuestos en el país, que temen ser apresadas y devueltas a la fuerza a sus países de origen.
Si, en gran parte, el azuzamiento del miedo hacia los migrantes entre los estadounidenses impulsó a Trump a la Casa Blanca, ahora es el miedo de los migrantes a ser deportados el que se respira. Actualmente, Obama es el dueño del ignominioso apodo de “deportador en jefe”, al ser el presidente que más extranjeros ha expulsado del país. Trump, sin embargo, esperará, con previsible orgullo, que de este año en adelante ese apelativo pase a ser suyo.