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¿Qué significa ser la ‘primera autora’ en un artículo científico? Rosalind Lee y la polémica del Nobel de Medicina 2024

Autor: heraldo.es

Aviso a navegantes: este artículo se va a salir del formato habitual de la sección ‘Bio, bio, ¿qué ves?’ Hoy no vamos a hablar de un nuevo avance en el campo de la biotecnología, sino que he decidido contarte un poco más cómo funciona el mundo científico en sí. Y lo voy a hacer porque estoy muy, muy enfadada. Todo por culpa de un tuit. O post, o como quiera que se llamen ahora. Pero empecemos por el principio.

La semana pasada se anunciaron los ganadores de las distintas categorías de los premios Nobel 2024. Las ciencias de bata y laboratorio, por llamarlas de algún modo, son galardonadas en Física, Química y Medicina o Fisiología. Este año, el premio Nobel de Física ha ido a parar al aprendizaje automático, fundamental para el desarrollo de la inteligencia artificial; el Nobel de Química ha recaído sobre una herramienta computacional capaz de predecir la estructura de las proteínas; finalmente, el premio Nobel de Medicina o Fisiología lo ha recibido el descubrimiento de una molécula llamada microARN. Cada uno de estos proyectos merecía, sin lugar a dudas, el galardón que ha recibido.

No obstante, hay un detalle que ha hecho chirriar los dientes a buena parte de la comunidad científica. Todos los galardonados en las tres categorías de ciencia de este año son científicos. De acuerdo con el criterio de la Academia, ninguna científica ha hecho aportaciones significativas a ninguno de estos trabajos de investigación o, al menos, no han sido suficientes como para llevarse un premio a casa. ¿Es esto cierto? Cuesta creerlo, teniendo en cuenta que las mujeres suponen la mitad de la comunidad científica (y de la población del planeta, en general). La propia Academia echó más leña al fuego con una publicación en redes sociales.

El ‘tuit’ de la discordia

“Enhorabuena a nuestro laureado en Medicina de 2024, Victor Ambros. Esta mañana ha celebrado la noticia de su premio con su colega y mujer, Rosalind Lee, quien también fue la primera autora del artículo de 1993 en la revista ‘Cell’ que ha citado el Comité de los Nobel. #NobelPrize”. Esto fue lo que publicó la cuenta oficial de los Premios Nobel en la red social Twitter (o X, como me resisto a llamarla) el pasado 7 de octubre junto a una foto del sonriente matrimonio Ambros-Lee. Y, como se suele decir, se incendiaron las redes.

La comunidad científica comenzó a responder a esta publicación con distintos grados de enfado. Sus quejas se pueden resumir en que, básicamente, la Academia acababa de reconocer que Lee había desempeñado un papel en el descubrimiento de los microARN, aunque, por lo visto, no lo habían considerado suficiente como para galardonarla. Es importante añadir que se puede galardonar a tres personas en cada categoría y que, este año, en Medicina y Fisiología solamente se concedieron dos premios: a Victor Ambros y a su colega Gary Ruvkun. Vamos, que en el coche quedaba un hueco libre y la Academia decidió emprender el viaje con más espacio para estirar las piernas.

Si los entresijos del mundo académico te son ajenos, es posible que esto de ‘primera autora’ no te diga gran cosa. Te cuento. Cuando completamos una investigación científica, detallamos todo el proceso, la metodología que hemos seguido, las conclusiones a las que hemos llegado, etc. en un artículo que enviamos a una revista científica para su publicación. Todos los científicos que han participado en el trabajo en el laboratorio y/o en la redacción del manuscrito reciben la calificación de ‘autores’, una lista de nombres y apellidos que va justo debajo del título del trabajo.

El orden de los factores a veces sí altera el producto

El orden que ocupan los autores en un artículo de investigación puede o no tener gran importancia, dependiendo de la disciplina científica. En algunas, lo habitual es ponerlos en orden alfabético o incluso por sorteo. Sin embargo, en ciencias biológicas y relacionadas, el orden es crucial. El primer autor es el que se ha encargado de la mayor parte del trabajo en el laboratorio (o de campo, si hablamos de una disciplina más de bota que de bata). El último firmante, por su parte, es el que suele desempeñar el papel de supervisor general, quien (se presupone que) ha tenido la idea de la que ha partido toda la investigación y, casi seguro, el responsable de conseguir la financiación para llevar a cabo el proyecto. El resto de autores se distribuyen en función de cuánto hayan colaborado en la investigación, de forma que si han hecho más experimentos ocuparán posiciones más próximas al primer autor, pero si han realizado tareas de apoyo o supervisión irán por el medio o el final de la lista.

Digamos que, en teoría, el último autor es el que lleva el mapa gigante con la X marcando el tesoro, el que paga la expedición y le indica al primer autor dónde tiene que excavar. Los premios Nobel dan el premio a quien sostiene el mapa, ya que consideran que tener la idea y poner los medios necesarios para llevarla a cabo es lo más importante.

Ahora bien, la investigación científica no es tan sencilla como seguir un mapa. Este viaje comienza con una hipótesis inicial. Es decir, con algo que queremos comprobar si es o no cierto. Para ello, se plantea una serie de experimentos con los que recabar datos y poder concluir si nuestra hipótesis de partida es o no correcta. En el mejor de los casos, lo será. En este ejemplo sí podemos hablar de un hipotético mapa que vamos siguiendo tranquilamente hasta dar con el tesoro oculto bajo la X.

Pero la realidad es que la hipótesis inicial puede ser muy distinta de lo que al final se publica en el artículo, ya que es muy posible que no sea cierta. Esto obliga a plantear una nueva hipótesis y a comprobarla, proceso que se puede alargar hasta el infinito si no conseguimos dar con un avance significativo en nuestro campo. Y así, hipótesis a hipótesis, experimento a experimento, construimos una investigación que lleva a unos resultados que podemos publicar. En este supuesto, no hay mapa que valga. Toca reescribir la ruta a cada paso. En esta clase de investigaciones, ese primer autor, que es el que se tropieza con cada hipótesis rechazada y tiene una visión más clara del camino, puede tener mucho que decir. Las aportaciones del primer autor no son solamente manuales, un trabajador que cumple órdenes, sino que puede proporcionar sugerencias muy valiosas que ayuden a encauzar la investigación.

Por tanto, eso de que se den premios solamente a los jefes de grupo, a los últimos autores, tiene un punto de injusticia. Lejos quedan los días de los genios solitarios que se encerraban con sus libros a cambiar el mundo: la ciencia, hoy por hoy, es un trabajo de equipo. Por eso, dejar fuera a la primera autora del artículo (que, para más inri, ha sido firmante en muchos otros trabajos de Ambros que han hecho posible el descubrimiento de los microRNA) duele a la comunidad científica. Esto es invisibilizar el trabajo de tantos investigadores pre y posdoctorales, de tantos técnicos, de tantos estudiantes de grado y fin de máster, cuyo paso por los laboratorios es crucial para el avance de la ciencia. Y duele más todavía viendo ese palmarés de científicos, porque cuesta mucho creer que ninguna científica se mereciese compartir un galardón con ellos.

A raíz de esta inocente publicación en redes sociales, la comunidad científica, las científicas, han mostrado su descontento. Hacia unos premios que, al ignorar las contribuciones a los proyectos del resto de miembros del equipo investigador, empeñándose en mantener esa caduca idea de los genios solitarios, muestran que seguimos lejos de la igualdad que tanto luchamos por conseguir.

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