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¿Puede (o debe) la ciencia probar la existencia de Dios?

Autor: EL PAIS

Hubo un tiempo en el que la idea de Dios fue todopoderosa. Luego ya no tanto. Copérnico sacó a la Tierra del centro del universo. Darwin sacó al ser humano del centro de la evolución. Y Freud nos sacó incluso del centro de nuestra propia psique. Las explicaciones religiosas del mundo fueron retrocediendo ante el avance del conocimiento científico. Pero hay quien defiende que se ha dado un vuelco y que la idea del Dios creador vuelve a ganar terreno.

El libro Dios, la ciencia, las pruebas (Funambulista), del ingeniero Michel-Yves Bolloré y el empresario Olivier Bonnassies, sostiene que la ciencia moderna es inconcebible si no consideramos la existencia de Dios. En Francia fue un fenómeno editorial que vendió más de 250.000 ejemplares, con prólogo, nada menos, que del Nobel de Física Robert W. Wilson, codescubridor de la radiación de fondo de microondas, una de las pruebas de la teoría del Big Bang. En España lo prologa María Elvira Roca Barea, la ensayista conocida por el ensayo superventas Imperiofobia (Siruela). En una línea similar se ha publicado recientemente Nuevas evidencias científicas de la existencia de Dios (VozdePapel), de José Carlos González-Hurtado.

Bolloré y Bonnassies critican en su libro con dureza el materialismo actual y consideran “pruebas” (aunque no demostraciones) de la existencia de Dios algunos de los descubrimientos científicos del siglo XX. Sobre todo, la teoría del Big Bang: contra los partidarios de un universo estacionario, sin principio ni fin, el Big Bang proporciona la posibilidad de un Dios creador, tal vez no en los términos literales de la Biblia, pero creador al fin y al cabo. Dios actuaría entonces, en lenguaje teológico, a través de causas secundarias: no crea directamente las cosas del mundo, pero crea el mundo en el que luego van sucediendo las cosas, a través de las leyes de la naturaleza. Curiosamente, uno de los científicos que desarrollaron la teoría del Big Bang, Georges Lemaître, era, además de cosmólogo, abad. Que el universo vaya a acabar en una muerte térmica, frío y oscuro, según predice el Segundo Principio de la Termodinámica, también es un punto para el equipo de Dios, según los autores, que consideran que lo “irracional” hoy es ser materialista.

Interior del libro 'Dios, la ciencia, las pruebas'
Interior del libro ‘Dios, la ciencia, las pruebas’

“Algunos argumentos son muy viejos”, opina Antonio Diéguez, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Málaga. Se refiere al argumento del ajuste fino que se relaciona con el principio antrópico. El primero se fija en que las constantes universales (la velocidad de la luz, la constante gravitatoria o la de Planck) parecen ajustadas perfectamente para la existencia de la vida. Parece que alguien lo ha hecho aposta… El principio antrópico, por otro lado, observa que el universo parece haber sido fabricado pensando en que existamos. Todo encaja milagrosamente bien. “Para eso hay varias respuestas”, dice Diéguez, “por ejemplo, puede haber un multiverso y que este sea solo un universo de tantos, donde se dan esas condiciones. O puede ser una contingencia: la vida ha surgido por el hecho de que ya existían esas condiciones”. También podría apuntarse que en un universo ecualizado de forma diferente podría aparecer otro tipo de vida, como, de hecho, puede aparecer en otros planetas.

Resuena el argumento cosmológico de Tomás de Aquino, recuerda el catedrático, que dice que si existe el universo es necesario que alguien lo haya creado. Hay otros argumentos de este tipo, como el longevo argumento teleológico o del diseño inteligente: si el mundo es complejo, es necesario un Dios que haya urdido esa complejidad. En esta línea, la llamada analogía del relojero propone que donde hay un reloj, tiene que haber un relojero. La complejidad del ojo, por ejemplo, inspira a muchos creacionistas la necesidad de un gran diseñador del mundo, más allá de los azares ciegos de la evolución. Son argumentos débiles.

“No necesito esa hipótesis”

En definitiva, el libro de Bolloré y Bonnassies no acaba de “probar” nada. El jesuita François Euvé ha publicado en Francia una respuesta al primer libro cuyo título se puede traducir como La ciencia, ¿es una prueba para la existencia de Dios? Concluye que no. Viene a la cabeza la famosa anécdota sobre el físico Pierre-Simon Laplace, cuando le fue a mostrar a Napoleón sus descubrimientos sobre la mecánica celeste, la explicación razonada de la precisa danza del Sistema Solar. El emperador, no sin fascinación, le preguntó qué pintaba Dios en todo aquello. Laplace le contesto: “Sire, no necesito esa hipótesis”. Si el libro de los franceses probara efectivamente la existencia de Dios, probablemente estaríamos viviendo la mayor revolución en el conocimiento humano. Pero, por lo pronto, las posturas parecen inamovibles, donde han estado siempre, y la religiosidad parece haberse quedado en su campo natural: el de la creencia.

Más allá de este particular, las relaciones entre ciencia y religión siempre han sido complejas. “Desde la revolución científica se han ido refutando muchas creencias aparecidas en los distintos libros sagrados. Desde el movimiento del Sol y los astros hasta la evolución de las especies. La mano de Dios ha ido desapareciendo gradualmente de todos los campos del conocimiento”, dice Jorge J. Frías, presidente de ARP (Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico). Un hito fundamental fue el juicio y condena de Galileo por sus ideas heliocéntricas, en 1633. Con el tiempo el conflicto amainó, en parte, por la aceptación de la Iglesia católica de las ideas científicas, como la teoría de la Evolución. Otras ramas del cristianismo siguen apostando por el creacionismo, la creación como literalmente se narra en la Biblia, lo que provoca no pocos conflictos entre ciencia y religión en la educación estadounidense.

Charles Darwin
Charles Darwin (1809-1892) y, a la derecha, Albert Einstein (1879-1955).

Entre los científicos, aunque a priori se pueda pensar que tienden al ateísmo, ha habido de todo: ateos, teístas (creyentes con revelación), deístas (creyentes sin revelación), agnósticos… “Casi todos los grandes físicos históricos han sido creyentes de una forma u otra”, afirma el astrofísico Eduardo Battaner, autor de Los físicos y Dios (Catarata). El deísmo fue, por ejemplo, la creencia de Albert Einstein: la idea de que hay un ser supremo, pero no personal, indiferente a nuestra presencia, que no interviene en el mundo. No el Dios de las religiones monoteístas. Suena más misterioso, inmanente, espiritual.

En el libro de Bolloré y Bonnassies participa Paul Davies, físico de la Universidad de Arizona, autor de Dios y la nueva física, que no pertenece a ningún credo particular, pero que se niega a creer que el universo sea un mero “accidente fortuito”. “El universo físico está arreglado con tal ingenio que no puedo aceptar esta creación como un hecho en bruto. Debe de haber, en mi opinión, un nivel más profundo de explicación. Si queremos llamarlo ‘Dios’ es una cuestión de gusto y definición”, explica. Otra postura compatible con la ciencia es la del filósofo Baruch Spinoza: Dios es la propia naturaleza. Lo es todo, no una entidad aparte que gobierna los destinos del mundo. La idea de fondo en muchos de estos casos es que no es menester de la ciencia ocuparse de la idea de Dios, que debe quedarse en el ámbito de la creencia o, en todo caso, de la teología. “La ciencia no sirve para demostrar que Dios existe, ni para demostrar que Dios no existe”, afirma Diéguez.

Ciencia y religión

En teoría, las creencias de los científicos no tienen por qué afectar a sus posturas e investigaciones, pero las cosas no son tan sencillas. “Hay que tener en cuenta que los científicos solo tenemos un cerebro y su compartimiento en dos modos de operar es algo artificial y no fácil de lograr”, apunta Battaner. Históricamente, las creencias sí influyeron en la ciencia. Kepler quiso ser muy preciso en su trabajo para informar al mundo de cómo lo había hecho Dios. Newton creía en la necesaria intervención de Dios para que el Sistema Solar no se desordenara. Einstein se intentaba poner en el papel de Dios para juzgar sus teorías… ¿Dios lo hubiera hecho así? “A la hora de trabajar no es sencillo arrinconar los sentimientos”, añade.

Esa compatibilidad entre ciencia y creencia tiene sus críticos. “Puesto que los humanos no somos objetivos, algunos científicos intentan darle vueltas de tuerca al asunto para que se acomode a las creencias propias”, explica Jorge J. Frías. Se refiere, por ejemplo, al paleontólogo y divulgador Stephen Jay Gould, que defendía que ciencia y religión son dos “magisterios que no se superponen”. Es decir, que eran perfectamente compatibles. “Eso sería cierto si las religiones afirmaran que los protagonistas de sus leyendas son personajes de ficción”, agrega Frías, “pero lo que dicen es que crean, destruyen, transforman e interactúan con el mundo. Y es ahí donde chocan con la ciencia”.

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