Hay multitud de personas hostiles a la moral cristiana que, en cambio, claman por un cristianismo confeccionado a su medida. ¿Qué sentido tiene semejante contradicción? Una respuesta a este enigma sería que, lisa y llanamente, nadie es auténticamente indiferente ante el hecho religioso, puesto que la dimensión religiosa es un anhelo espiritual del hombre urbi et orbi y desde el arjé de los tiempos; es decir, extendido por todos los confines de la tierra y palpitante en todas las épocas.
De hecho, la trascendencia espiritual -a través de las primeras creaciones artísticas- rescató al hombre de su condición de cazador-recolector, cuya rutina estaba dedicada, en exclusiva, a garantizar su supervivencia. Esto permitió que se empezase a formular preguntas, e ir más de allá de conformarse con sobrevivir.
A esto, agreguémosle el hecho de que quienes hacen ímprobos esfuerzos por abjurar de la fe católica se suelen abrazar a otras creencias religiosas. Es más, no conozco a ningún ateo puro, porque los agnósticos e incrédulos a los que he tratado -y sobre los que he leído- siempre han acabado reconociendo que sí creían en algún tipo de deidad. Quienes no se declaraban panteístas o spinozistas (véase proclives a elevar a la naturaleza al status de dios), confiaban en la reencarnación, el karma, el poder de la mente, la media naranja, el progreso indefinido, en universos paralelos (e invertidos entre sí) o en extraterrestres todopoderosos.
Fruto de la lid entre dos realidades en conflicto (una, la sed de Dios; otra, esquivar aquella Verdad que no se casa con los caprichos de la humanidad), surge un lógico armisticio: el de reivindicar un cristianismo amoldado a la medida de las pasiones humanas. Se trata de conciliar dos anhelos de lo más contradictorios: el ‘la Verdad os hará libres’ -de Jesucristo– con el adagio de que ‘el hombre es la medida de todas las cosas’ (ideado por Protágoras).
En consecuencia, los aplausos brindados por algunos a la “obispa” Mariann Budde. De hecho, si esta señora no estuviese revestida de un estatus pseudorreligioso, les puedo asegurar que su alocución hubiese pasado bastante más inadvertida.
Otra respuesta que se me ocurre -a la pregunta inicial de este artículo- es que algunos intelectuales que ansían la demolición la Iglesia católica saben que no pueden conseguirlo, por lo que optan por adulterarla desde dentro, para lograr una victoria a medias.
El célebre marxista Antonio Gramsci (1891-1937) propuso suavizar algunos postulados del marxismo con el objetivo de que fuesen más efectivos. Optó por sustituir las revoluciones violentas o subversivas por una revolución cultural, orientada a voltear los corazones de la gente, en vez de rebelarse frontalmente contra ésta. Con tal fin, Gramsci propuso una alteración premeditada del lenguaje, en aras de cambiar el sentido de las palabras e introducir connotaciones emocionales que esculpiesen una nueva humanidad.
Para la consecución de sus fines, abogó por la creación de “centros de irradiación cultural” (como medios de difusión, universidades, foros públicos, etc.) en los que se fomentase un criticismo que los destruyese desde dentro. En otras palabras, más que alentar a su destrucción, propiciaría su autodestrucción; y este modus operandi está siendo, desde hace ya algún tiempo, aprovechado -por movimientos como Cristianos para el Socialismo- para demoler el auténtico catolicismo, a base de influir desde las interioridades de la propia Iglesia católica (aquello que se conoce como su autodemolizione).
