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Peter Heather: «Cristiandad. El triunfo de una religión» – Nueva Revista

Autor: Nueva Revista

Tiempo de lectura: 10 min.

Peter Heather. Catedrático de Historia Medieval del King’s College de Londres. Autor, entre otros ensayos, de La caída del Imperio Romano, Cristiandad, el triunfo de una religión y ¿Por qué caen los imperios? Roma, Estados Unidos y el futuro de Occidente, coescrito con John Rapley.

Bryan Litfin. Catedrático de Teología y Estudios Bíblicos en la Rawlings School of Divinity, Liberty University (Lynchburg, Virginia). Autor, entre otros libros de Wisdom from the Ancients o Getting to Know the Church Fathers.


Avance

«Una cosa son los hechos, y otra muy diferente, las interpretaciones» advierte Bryan Litfin en la reseña de Cristiandad que publica en The Gospel Coalition. El libro de Peter Heather —afirma— es el paradigma de cómo el historiador añade su «toque personal» al analizar el pasado: en este caso la implantación de la religión cristiana en el Imperio romano y su consolidación en la Alta Edad Media. Heather sostiene que la expansión del cristianismo no tuvo un carácter inevitable, atribuible a una superioridad innata sobre cualquier otra fe, ni la trayectoria lineal y edulcorada que ha presentado cierta historiografía. Y sustenta esta tesis sobre «una enorme cantidad de pruebas». El resultado es una obra de 587 páginas que ofrece una reinterpretación de la historia de la Iglesia más compleja que otras versiones sobre una cristiandad monolítica. Si bien, indica Litfin, tal enfoque no es novedoso, pues la mayoría de los investigadores del último medio siglo, incluidos los que se declaran cristianos, rechazan la interpretación simplista.

Peter Heather
«Cristiandad. El triunfo de una religión».
Crítica, 2024

En el inicio, el cristianismo era una más de entre las numerosas opciones religiosas disponibles —afirma Heather—, y si logró un inusitado auge en la Roma de los césares no fue por su «excelencia consustancial», sino por circunstancias políticas y sociales que supo aprovechar. Con la conversión de Constantino y las élites terratenientes en el siglo IV, las estructuras estatales del imperio se entretejieron con las de la Iglesia, y si se fue extinguiendo el culto a las deidades paganas fue por el empleo de calumnias, coacciones y ataques violentos y no tanto por la elocuencia de los predicadores cristianos. El historiador rebate también la tesis de que, tras la llegada de los pueblos del Norte, los papas hicieron la transición hacia una Europa unida y ortodoxa. El proceso no fue tan sencillo, de hecho, el arrianismo de los nórdicos —que negaba la divinidad de Jesucristo— coexistió durante siglos con la ortodoxia, constituyendo una seria amenaza para la doctrina católica. El cristianismo sobrevivió a las invasiones bárbaras por su capacidad de adaptación. En ese sentido, rechaza Heather la idea que asocia la Iglesia altomedieval con la incultura o el oscurantismo; al contrario, fue aquel un periodo de esplendor de la poesía y las artes, que no eclipsó las obras de la Antigüedad. Posteriormente impuso un control monolítico sobre la sociedad medieval mediante una combinación de flexibilidad y coacción. Los papas cedieron ante formas de religiosidad provenientes de las bases, como las órdenes mendicantes —franciscanos y dominicos— o la espiritualidad laica, incluida la devoción femenina. Pero, a la vez, la jerarquía recurrió a severas medidas coercitivas, como la excomunión, un régimen de denuncias anónimas o los procesos de la Inquisición, que ofrecían escasas garantías legales e incluían la tortura. La imagen que ofrece Heather de la Iglesia altomedieval y su «ideología monolítica y universalizante» para modelar las conductas es similar a una dictadura como la Rusia comunista o la Corea del Norte, advierte el autor de la reseña.

Son innegables las sombras que marcan la historia de la Iglesia y también su capacidad de adaptación a lo largo de los siglos, como expone el ensayo al que Bryan Litfin considera «una obra de innegable erudición», pero sabiendo que esa es la peculiar versión de Heather, una más. Difiere, por completo, de la que ofrece Tom Holland en otro prestigioso libro Dominio: una nueva historia del cristianismo (2019) —que reseñó Nueva Revista—. Mismos hechos, distintas interpretaciones. Como subraya Litfin, conviene leer Cristiandad desde una perspectiva crítica e incluso escéptica.


Artículo

Un historiador desentierra una punta de flecha. ¿En qué momento, lugar y forma es más probable que se utilizara originariamente? Puede que el arquero que la usó estuviera perpetrando un salvaje ataque contra víctimas inocentes, o bien que tuviera el noble propósito de acabar con unos malhechores, o que no se preocupara más que por procurarle alimento a su familia. Quizá no fuera un arquero, sino una arquera, y una inédita tradición de maestras del arco aguarde a que alguien cuente, por fin, su historia.

Sea cual sea el punto de vista que se tome, siempre se optará por destacar determinadas evidencias como elementos principales, mientras que otros pasarán a formar parte del trasfondo. La opinión del historiador sobre qué es lo que «de verdad importa» será lo que determine qué historia se cuenta al final.

Cristiandad. El triunfo de una religión es un ejemplo perfecto de cómo los historiadores añaden su toque personal al entretejer las evidencias para conformar un relato predominante. Su autor, Peter Heather, catedrático de Historia Medieval en el King’s College, es un investigador curtido, con una labor académica tan amplia como profunda; algo que queda patente en su interpretación histórica.

Todo lo que Heather plantea se basa en las evidencias. Y no solo eso: su compleja reinterpretación de la historia de la Iglesia resulta mucho más convincente que otras versiones simplistas en las que se tiende a presentar poco más que una cristiandad monolítica y siempre triunfante.

A pesar de ello, los materiales con los que contamos pueden utilizarse también para confirmar otras interpretaciones de la historia eclesiástica que resultan menos dudosas, pero siguen siendo coherentes con las pruebas disponibles. Conviene no olvidar que lo que Heather pretende es plantear una hipótesis, por lo que es necesario hacer una lectura crítica de su propuesta.

Heather nos presenta una visión escéptica de la historia cristiana, lo que, desde su punto de vista, contribuye a explicar las tendencias religiosas que se han venido dando en las últimas décadas. Según escribe, este libro es «una respuesta a lo que […] es el urgente desafío intelectual de replantearnos el significado del ascenso del cristianismo a una posición dominante —y de proceder a ese reexamen a la luz de su actual eclipse».

Ideas no del todo novedosas

Heather deja claros los objetivos que persigue al escribir Cristiandad. Quiere presentar una historia que rechaza el carácter inevitable de la expansión del cristianismo en Occidente. Según explica, la gran heterogeneidad que ha caracterizado esta religión a lo largo de toda su existencia hace que, en algunos casos, apenas puedan encontrarse elementos comunes entre las diferentes formas que adoptó a lo largo de las eras. Heather también la presenta como una más de entre las numerosas opciones religiosas disponibles en la región, lo que indica que la popularidad de la que ha gozado históricamente no puede achacarse en exclusiva a una excelencia consustancial.

Heather se ha propuesto socavar el discurso triunfalista de la «historia de historias» que adoptaron los cristianos de «en torno al 1900» o «hace un siglo». Esa versión defendía que el cristianismo había experimentado una expansión lineal y directa atribuible a la Divina Providencia y a una superioridad innata sobre cualquier otra fe. Estas pretensiones, tan típicas de la edad de oro burguesa, se encuentran con el rechazo frontal de Heather.

Sin embargo, lo extraño de este autor es que presente su enfoque como algo novedoso. La práctica totalidad de los catedráticos e investigadores universitarios de la última mitad de siglo (incluso los que profesan la fe cristiana, cosa que el propio Heather no hace) han rechazado ya aquella interpretación simplista de la historia eclesiástica. Ya hace tiempo que Richard A. Fletcher, por ejemplo, refutó en su The Barbarian Conversion (1998) aquel relato insustancial y vano de la irrefrenable trayectoria expansiva cristiana.

Cristiandad tiende con demasiada frecuencia a cargar contra unos molinos tan oxidados y destartalados que sus aspas llevan ya años sin girar. Su mayor virtud, por otra parte, es esa manera tan detallada y magistral que tiene de contarnos una historia que hace tiempo que damos por válida.

El cristianismo constantiniano

El trabajo histórico de Heather comienza cuestionando el ascenso del cristianismo a una posición dominante en Occidente. Para ello, aborda el papel que jugaron Constantino y la romanización de la cristiandad. Con el término «romanización», Heather se refiere al proceso por el cual las estructuras administrativas estatales del Imperio romano se entretejieron con las de la Iglesia. Propone que fue la genuina conversión de Constantino lo que provocó la adopción generalizada de su fe, sobre todo entre las élites terratenientes, y no que la expansión del cristianismo fuera en sí misma una especie de apisonadora imparable.

Para sustentar esta conclusión, Heather empieza por relativizar los modelos estadísticos que se habrían venido utilizando hasta ahora para demostrar la amplia distribución de gran número de cristianos por todo el imperio. Lo cierto es que los antiguos dioses siguieron negándose a desaparecer durante bastante más tiempo de lo que se suele creer. De hecho, si se produjo una victoria definitiva del cristianismo sobre deidades como Júpiter y Marte, se debió más al empleo de calumnias, coacciones y ataques violentos, como la destrucción del Serapeo de Alejandría, que a la eficacia de prédicas elocuentes y cautivadoras homilías.

Tan pronto como el cristianismo logró afianzarse en el Imperio romano, este llegó al fin de su ciclo vital: es decir, que inició su «caída». Con este término, Heather no se refiere a que todo el imperio se viniera abajo de improviso, como un Goliat tras recibir el letal proyectil de la honda. En realidad, fue un proceso que se fue desarrollando a lo largo de todo el siglo V, con la llegada de una sociedad guerrera proveniente del norte de Europa, que colaboraría con las élites locales ya establecidas para conformar un mosaico de estados sucesores.

Heather pone en tela de juicio el discurso de que, reforzados por el concilio de Nicea, una serie de poderosos papas posibilitaron una transición, tras la caída de Roma, a una Europa unida, ortodoxa y trinitaria. Defiende, por el contrario, que el cristianismo arriano de los nórdicos recién llegados supuso una fuerte amenaza para la ortodoxia, por lo que habría que considerar esta opción religiosa como una legítima alternativa potencial.

Una vez más, Heather nos presenta este material como novedoso, si bien los historiadores profesionales, además de muchos aficionados, llevan décadas sabiendo que ni la caída del Imperio romano ni el auge del cristianismo medieval constituyeron un proceso sencillo ni espontáneo. Peter Brown dejó clara esta cuestión ya en 1971, cuando popularizó el concepto de la Antigüedad tardía.

Tras describir la caída de Occidente a manos de las tribus germánicas, Heather procede a abordar la situación medieval. Según argumenta, si bien es cierto que aún no existía un papado centralizado capaz de llevar las riendas, los siglos VI y VII no merecen que se los asocie con la idea de una oscurantista edad de tinieblas culturales, o «Edad oscura», como se le suele denominar en inglés.

El mundo intelectual siguió disfrutando de una salud excelente durante la Alta Edad Media, aunque no dispongamos de tantos manuscritos como nos gustaría para poder demostrarlo. Además del carácter generalizado de la alfabetización, se produjo una época de esplendor en la poesía y las artes, al tiempo que las obras clásicas seguían gozando de popularidad. Aunque las estructuras educativas, efectivamente, experimentaron un declive, la palabra escrita aún cautivaba a la población.

La ominosa penumbra en la que se ha venido sumiendo esta época por iniciativa de los medievalistas decimonónicos, y que en las últimas décadas se ha encontrado con la oposición de los historiadores profesionales, es el reflejo de una interpretación injusta y sesgada de las evidencias. Heather plantea que, lejos de precipitarse hacia las tinieblas, la Iglesia medieval primitiva logró sobrevivir bastante bien a la caída del Imperio romano, pero solo porque fue capaz de llevar a cabo un replanteamiento integral de lo que constituía ser cristiano.

Roma toma las riendas

Los últimos dos capítulos del libro describen las dos formas tan radicalmente diferentes de las que Roma se valió para mantener y reforzar su control sobre el imaginario religioso europeo durante la Alta Edad Media. Por un lado, los papas de la época demostraron una sorprendente flexibilidad y tolerancia al aceptar el establecimiento de las órdenes religiosas mendicantes de predicadores ambulantes, sobre todo los franciscanos y dominicos, e incluso, hasta cierto punto, los valdenses. La espiritualidad laica, incluida la devoción femenina, comenzó a adquirir mayor influencia en la Iglesia. El hasta ahora énfasis predominante en un enfoque jerárquico descendente con que se abordaba la expansión de la fe cristiana pasó entonces a complementarse con un entusiasmo religioso ascendente que emanaba de las bases.

Sin embargo, la cruz de la moneda la pondrían las tácticas de coacción religiosa, que asomarían la cabeza con renovada y abominable creatividad durante el siglo XIII. Según escribe Heather: «Al mismo tiempo que las nuevas órdenes mendicantes de los franciscanos y dominicos iban abriéndose camino hacia el corazón y la mente de las parroquias católicas europeas, las instituciones eclesiásticas comenzaban también a ejercer una disciplina correctiva mucho más severa contra aquellos a quienes se identificaba como herejes».

El abanico de herramientas coercitivas iba desde la excomunión hasta la proclamación de cruzadas militares contra los enemigos internos, como los cátaros, pasando por un régimen secreto de denuncias anónimas e investigación por medio de torturas en la que el acusado gozaba de pocas garantías legales. «Por tanto, la Inquisitio se desarrolló específicamente como una herramienta práctica destinada a imponer el debido cumplimiento de una serie de creencias y prácticas religiosas». Con el tiempo, la correcta observación de la fe que propugnaba la Inquisición terminaría por hacer caer no solo a herejes, sino también a judíos, o incluso hasta los fornicadores habituales, en las brutales manos de la Iglesia medieval.

Heather concluye Cristiandad con un cierto tono de tristeza que no puede haber sido casual. La descripción que se ofrece de la Iglesia altomedieval es similar a la que se daría de la Rusia comunista o de la Corea del Norte contemporánea: una dictadura cuya «ideología monolítica y universalizante se utilizó para generar un perfil claro de modelo conductual».

Una interpretación más

¿Qué puede decirse de Cristiandad? En cierto sentido, es difícil contradecir las premisas de una obra tan erudita como esta. El autor presenta una enorme cantidad de pruebas. Es evidente que domina las fuentes que ha utilizado, tanto primarias como secundarias.

A los lectores no les queda sino maravillarse ante la inmensa diversidad de temas que Heather trata, así como ante la cuidadosa atención al detalle que pone en cada uno. La versión original del libro cuenta con 587 páginas, y ni una sola de ellas tiene desperdicio. Es un texto denso que introduce al lector en gran cantidad de aspectos fascinantes del proceso que permitió el auge de la Iglesia en el Imperio romano y su victoria sobre las religiones paganas tradicionales, tanto la grecorromana como la germánica.

Sin embargo, aún cabe la opción de plantearse otras posibles explicaciones achacables a las evidencias, otros enfoques que darían una interpretación más generosa de las fuentes, como la que me encontré en Dominio: una nueva historia del cristianismo (2019), del historiador Tom Holland. Sin negar la realidad de las conversiones forzosas, la existencia de alternativas religiosas en el panorama medieval, las drásticas adaptaciones que el cristianismo ha sufrido a lo largo del tiempo, ni lo cerca que ha estado la Iglesia de extinguirse en más de una ocasión, los lectores de Cristiandad aún tendrán que valorar hasta qué punto son capaces de aceptar los argumentos que Heather plantea.

Una cosa son los hechos, y otra muy diferente, las interpretaciones. No cabe duda de que nos encontramos ante un buen libro, de que es una obra de innegable erudición. También es cierto, no obstante, que conviene leerla desde una perspectiva crítica. Escéptica, incluso.


Artículo de Bryan Litfin aparecido en The Gospel Coalition, que reproducimos con la autorización del autor y de la web.

Traducción de Patricia Losa Pedrero.

Foto: Bautizo de Constantino. Fresco de la capilla de San Silvestre (Roma). CC Wikimedia Commons.

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