“Dios, amor y aranceles”. Las tres palabras favoritas de Donald Trump en toda la campaña, y en estos últimos años alucinados y alucinantes del trumpismo, parecen sacadas del manual del perfecto populista. Son un remedo del “trabajo, familia y patria” de los años treinta: los ecos del fascismo en Trump son tan evidentes que ya se estudian en Harvard. Su sintagma preferido es el “sentido común”, que tan bien declinan los neofascistas europeos. El discurso de toma de posesión da para una de esas tesis doctorales de la miríada de politólogos que explican estupendamente lo que ya ha sucedido, pero que no terminan de contarnos cómo podía haberse evitado o qué viene a continuación (al periodismo le viene pasando lo mismo, pero esa es otra historia). La Doctrina Trump es ya una sacudida colosal, un test de estrés para la democracia estadounidense, que es otra manera de decir el orden liberal internacional. Uno de esos momentos en los que la historia bascula y se define. Ahí van un puñado de claves para analizar los primeros pasos del nuevo inquilino de la Casa Blanca, que van a marcar a una generación “lanzada por el destino a una sacudida universal tan violenta como una catarata”. El autor de esa frase, Stefan Zweig, no pensaba en Trump cuando la escribía, sino en el contexto tóxico de hace casi un siglo: la tentación de la metáfora, de abusar de una de esas rimas asonantes que a veces deja la Historia.
―¿Sorpresa? Trump no es ninguna anomalía: es la consecuencia natural de la acumulación de crisis y miedos de los últimos tiempos. Sus primeras medidas tampoco son una sorpresa. Las ha ido contando durante toda la campaña. Las había ido afilando cuidadosamente durante cuatro años. Ese tono bronco, que busca sembrar temor y miedo, forma parte de su estrategia: así se ganan muchas guerras sin pegar un tiro.
―Migración y energía. En el primer minuto de su presidencia llegó la emergencia nacional en inmigración, pero hay que recordar que Biden deportó a más gente en 2024 que Trump en todo su primer mandato. Cabe esperar una primera ola de deportaciones sonadas, de militares en la frontera mexicana, de redadas televisadas. Pero los hechos son tozudos: EE UU necesita miles y miles de migrantes. Así que toca esperar y ver si está a la altura de sus bravatas. La segunda emergencia es energética: Trump promete “perforar, perforar y perforar” para que bajen los precios de gas y petróleo: la inflación y el deterioro del poder adquisitivo siguen explicando muchas cosas en Washington, aquí y en la Cochinchina. Esa rebaja de precios, sin embargo, no suele ser tan automática, así que, de nuevo, toca esperar y ver, a pesar de esa catarata de decretos cascabeleros (una parte de los cuales van a ser tumbados en los tribunales).
―¿Aranceles? No tan aprisa. En ese asunto ni siquiera vale ese esperar y ver; solo cabe esperar. No ha habido medidas arancelarias entre la primera batería de decretos. Nada puede salir bien ahí, especialmente para Europa, que ha amasado un superávit comercial gigantesco con Estados Unidos. Pero es curioso que después de tantas promesas y con ese carácter tan volcánico (”Trump es digno heredero de San Ignacio, soldado y santo a la vez, la peor mezcla posible”, dice Jorge Volpi) se esté tentando los ropajes porque sabe perfectamente que puede dispararse en el pie. Su política comercial va a ser una amenaza constante con el objetivo de obtener ventajas a cambio. Amenaza con aranceles a China si no vende una participación de TikTok, y amenazará a los países europeos con la imposición unilateral de tarifas a las exportaciones a menos que hagamos lo que Trump desea, que es básicamente que invirtamos en EE UU y compremos productos estadounidenses. America First. Un ejemplo de esa política transaccional: Alemania por sí sola tiene un superávit comercial de 65.000 millones al año con EE UU; Trump va a querer que Berlín le compre armas y gas natural para compensar esa cifra. Por ese flanco se avecina un test formidable para la unidad europea. Los augures ya están apretando el gatillo de esa crónica de una catástrofe anunciada que suelen dedicar a Europa. Pero hay un indicador adelantado, el Brexit, en el que se preveía eso mismo, y la unidad sigue intacta. Europa suele ser tan paciente y resiliente como las tesis de los agoreros.
―Capitalismo de amiguetes. Un puñado de tecnooligarcas —la tecnocasta, según la feliz definición de los guionistas de La Moncloa con ecos de Podemos—, capitaneados por el histriónico Elon Musk, estaban el lunes en primera fila en la toma de posesión. Esa fotografía es quizá lo más inquietante del trumpismo: si lo importante es saber quién manda, como decía aquel personaje de Alicia en el país de las maravillas, Musk, Bezos y compañía acaban de dejar clarísimo que el rey está desnudo. Son quienes han financiado su campaña. Son los guardianes de la caja de resonancia de los hechos alternativos, las redes sociales. Y quienes van a litigar con Bruselas. A cambio, Trump les va a dejar las manos libres con la inteligencia artificial y con la regulación que afecta a sus empresas. No va a haber nada parecido a la idea de trocear esos monopolios que estaba encima de la mesa. Los años dorados de EE UU, que tanto le gustan a Trump, llegaron después de que las instituciones de ese país fueran capaces de trocear los monopolios contra todas las presiones. Eran otros tiempos; menos distópicos, menos orwellianos. “Oligarca ruso” parecía un pleonasmo inigualable, pero llega una era de “oligarcas estadounidenses”.
―Colapso multilateral. Ese mensaje imperialista con Panamá, Groenlandia y demás es pura bravuconería, pero los primeros pasos hacia el abismo empiezan siempre por las palabras. El marco multilateral de 1945 colapsa delante de nuestras narices: un castillo de naipes no deja de ser un castillo, pero este presentaba signos evidentes de fatiga. La ONU ha sido incapaz de ser creíble ante los genocidios e invasiones de los últimos tiempos. Breton Woods lleva años tocado de muerte, pero la desautorización del FMI es una suerte de tiro de gracia. La OTAN se tambalea, como los Acuerdos de París o la Organización Mundial de la Salud. Trump habla de zonas de influencia, pero en sus discursos inaugurales no termina de citar ni a China ni a Rusia. “Lo que parece estar diciéndoles a Putin y Xi es: nos repartimos el mundo, pero no me toquéis las narices”, apuntan fuentes de Wall Street. La pugna con China por convertirse en la potencia hegemónica es una de las grandes claves de los próximos tiempos. Nunca, jamás, ese sorpasso ha sido sencillo.
Eso deja a Europa en tierra de nadie, con la marea ultra subiendo y el centroderecha alemán haciendo guiños a la ultra Meloni. La UE lleva años apelando a su poder blando y a sus valores ilustrados; a su vez, protegía descaradamente sus intereses, endurecía su política migratoria hasta extremos chocantes y se beneficiaba de la defensa de EE UU, de la energía barata de Rusia y de la demanda de China, un país que sigue haciendo maniobras orquestales en la oscuridad con los derechos humanos. Esa receta —tan alemana— no va a sobrevivir a Trump: a Europa le toca reinventarse en el tablero geopolítico y está mal equipada; tal vez su formidable poder de compra sea su mejor arma. “Estamos como cuando Varoufakis era ministro en Grecia y apelaba a unos supuestos valores europeos e ilustrados. Y está bien esa retórica, pero a la vista de lo que sucedió con Varoufakis, deberíamos ser lo suficientemente sofisticados como para entender que o tienes un buen plan y fuerza para aplicarlo, o no hay nada que hacer”, explica un analista. Aquello del boxeador Mike Tyson: “Todo el mundo tiene un plan hasta que le arreas un puñetazo en la boca”.
―¿Cómo se para esto? El control del relato por parte de la marea ultra es estupefaciente, con las redes desplegando su arsenal de toxicidades. Los demócratas en EE UU no han conseguido aplacar ese tsunami ni con pleno empleo y crecimientos del 3%. La ola ultraconservadora sigue ganando altura en Europa, en todo el mundo. Tal vez la única receta sea esperar a que cometan errores, a que se pasen de frenada —mal consuelo—, como mucha gente cree que hicieron las izquierdas en asuntos de derechos, medioambientales, en todo lo que tiene que ver con la agenda woke, esa palabra proscrita. El “que viene el lobo” solo ha funcionado en España. Para darle la vuelta a ese escenario lo primero es saber a qué se está jugando: esto ya no es tenis, ni siquiera fútbol, esto es rugby. ¿Por qué se impone un relato falso de toda falsedad? Porque en los deportes de choque no se puede jugar con una mano atada a la espalda. Porque la socialdemocracia —incluidos los demócratas de EE UU— ha fallado estrepitosamente; sus élites están cada vez más lejos de los de abajo a pesar de que dicen, con la boca pequeña, que la desigualdad es el mayor desafío de nuestros tiempos. Porque Trump ha sabido sacarse la máscara y deshacerse del discurso atiplado de las élites liberales y acercarse más a la realidad de la gente. Porque la sucesión de crisis de los últimos tiempos deja una mezcla intragable de cabreo, incertidumbre, temor y miedo. Y porque hemos olvidado a Esopo. En una de sus fábulas, un caballo decide vengarse de un ciervo y empieza a perseguirle; cuando ve que no puede alcanzarlo pide ayuda a un cazador, que solo accede si puede embridarlo. Con su ayuda, el caballo no tarda en vencer al ciervo. Pero cuando le pide que le suelte, el cazador responde: “No tan rápido, amigo. Ahora te tengo tomado por la brida y las espuelas y prefiero quedarme contigo como regalo”. Y ahí está Trump, que parece sacado de un cruce entre esa fábula y un libro de tácticas para dictadores.