El Estado laico retrocede cuando la religión dicta qué se puede decir y qué no.
La estampita del Sagrado Corazón con la vaquilla del Gran Prix, emitida durante las campanadas de TVE, ha sido suficiente para que las habituales asociaciones guardianas de la fe —Abogados Cristianos y HazteOír— activen su maquinaria judicial. Otra vez el artículo 525 del Código Penal se convierte en el protagonista de una polémica que no debería existir en una democracia madura.
¿Qué es lo que realmente protege este delito? No es la libertad de culto, es el poder de quienes convierten la religión en una herramienta de control ideológico. La norma permite que un sector minoritario decida qué es ofensivo y, con ello, qué puede o no decirse en el espacio público. Es un anacronismo que no solo perpetúa privilegios, sino que también pone en jaque principios fundamentales como la libertad de expresión y la creación artística.
El ministro Félix Bolaños ha anunciado, una vez más, que el Gobierno impulsará en 2025 la reforma de este delito para garantizar esas libertades. Pero este anuncio se siente como un disco rayado. Desde 2018, las reformas de los delitos contra la libertad de expresión se han prometido, debatido y archivado en un bucle que solo beneficia a quienes desean que todo siga igual. Mientras las palabras se repiten, las denuncias se acumulan, y la censura velada sigue haciendo su trabajo.
Sumar, por su parte, ha alzado la voz contra la inacción. “Modificar estos delitos no puede depender de que afecten a una figura conocida. Ya está tardando el PSOE”, ha reclamado Enrique Santiago, dejando en evidencia que las prioridades de la agenda legislativa parecen responder más a cálculos políticos que a principios democráticos.
Un país que tolera que la religión marque los límites del debate público no es un país verdaderamente libre.
Los tribunales españoles han sido escenario de un sinfín de casos absurdos que dejan al descubierto la hipocresía de este delito. El caso de la ‘Hermandad del coño insumiso’ es paradigmático. Una procesión satírica en Málaga, que portaba una reproducción de una vagina gigante como protesta feminista, terminó con una condena por “escarnecer sentimientos religiosos”. El mensaje de esta sentencia es claro: las mujeres que protestan tienen menos derechos que una creencia.
Lo más perverso de estas denuncias es que se presentan como defensa de un supuesto derecho a no ser ofendido, pero lo que realmente buscan es intimidar y callar. Es un castigo ejemplarizante, una advertencia para quienes se atrevan a cuestionar el poder simbólico de la Iglesia.
Sin embargo, no todas las denuncias prosperan. En 2012, el cantautor Javier Krahe fue absuelto tras ser juzgado por su vídeo satírico Cómo cocinar un Cristo para dos personas. También Willy Toledo fue exonerado tras haber publicado en redes sociales expresiones que, según los denunciantes, vejaban a Dios y a la Virgen. En ambos casos, la justicia reconoció que el derecho a la libertad de expresión incluye la sátira y la irreverencia. Pero estas absoluciones no borran el daño ya hecho: el tiempo, el desgaste emocional y el coste económico de defenderse ante una justicia que nunca debería haberse utilizado para blindar dogmas.
La arbitrariedad con la que se aplican estas normas demuestra que no son una herramienta de justicia, sino de control. Una parodia feminista acaba en condena mientras que una sátira artística es absuelta, dependiendo del contexto, de la persona implicada o incluso de la sensibilidad del juez. Este desequilibrio es inaceptable en un sistema que se dice garantista.
Un país que tolera que la religión marque los límites del debate público no es un país verdaderamente libre. Es hora de que la ofensa religiosa deje de ser un delito y se convierta en lo que debería haber sido siempre: un simple desacuerdo.