- Autor, BBC News Mundo
- Título del autor, Redacción
“Blasfemia” no es una acusación frecuentemente asociada con el festival de deporte global que se celebra cada 4 años.
Pero tras la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos en París 2024, la Conferencia Episcopal Francesa denunció “escenas de burla y escarnio del cristianismo”.
Fue una mesa de banquete sobre la que el francés Philippe Katerine cantó rodeado de drag queens lo que suscitó su condena, así como las críticas de líderes religiosos y políticos conservadores de varios lugares del mundo.
Por su aparente semejanza con la representación de Leonardo da Vinci de una escena bíblica en “La Última Cena”, consideraron el acto como una parodia irrespetuosa de símbolos y temas religiosos.
Los organizadores del evento se apresuraron a negar que la secuencia estuviera inspirada en la obra de Da Vinci o que tuviera la intención de burlarse u ofender.
De hecho, aseguró Thomas Jolly, el director artístico de la ceremonia de apertura, no fue el Dios cristiano sino otros dioses los que inspiraron la polémica escena.
Unas deidades que hoy no tienen tantos devotos que se alarmen o se alegren, pero que en su apogeo fueron grandes y poderosos: el olímpico Dionisio y la galo-romana Sequana.
¿Quiénes eran?
Dionisio, un dios trascendente
Dionisio era uno de los muchos dioses y diosas que hace 2.500 años los antiguos griegos adoraban y creían que intervenían en todos los aspectos de sus vidas.
El dios de la naturaleza, de la fecundidad y la vegetación, pero más conocido como dios del vino y del éxtasis, nació de una relación entre una mortal llamada Sémele y Zeus, el rey de los dioses del Olimpo.
Celosa, su esposa Hera le dijo a la amante embarazada que el objeto de su amor no era un dios, sino un mortal que la engañaba, y la convenció de que le exigiera una prueba de su divinidad.
El infiel marido trató de persuadirla de que no era buena idea pero cuando no tuvo más remedio, se mostró en toda su magnificencia, lo que implicaba rayos y fuego que terminaron quemándola.
Zeus, ansioso de salvar a su hijo, arrancó al feto de los restos carbonizados de su madre, se lo cosió en su muslo y, al cabo de seis meses, nació Dioniso, a quien por eso se le conocía como “el dios nacido dos veces”.
Para protegerlo, lo llevó a ultramar, donde fue criado por ninfas y sátiros con patas de cabra.
Probablemente todo eso te suene absurdo, pero encapsula lo que Dionisio representaba para los antiguos griegos, señaló la historiadora Bettany Hughes en el documental de la BBC “Bacchus Uncovered“.
Era un dios mortal pero divino, civilizado y salvaje, griego y extranjero… trascendía todos los límites.
Era un dios muy popular, adorado por todas las clases sociales en embriagadores rituales orgiásticos en los que se mezclaban ciudadanos y esclavos.
Un tercio de todos los días festivos del año estaban dedicados a él, y la madre de todas las festividades era la Gran Dionisia.
El festival se celebraba al final del invierno y era un espectáculo gigantesco que duraba 4 días, con las calles abarrotadas de gente adornada con flores, bailando y cantando.
Culminaba en una gran competencia dramática en el Teatro de Dioniso, construido originalmente alrededor del año 469 a.C., donde se presentaban obras frente a multitudes.
Y es que, como los otros dioses y diosas griegos, Dioniso era multifacético.
No solo era un dios de todo lo ya mencionado (y otras cosas más), sino también del teatro, uno de los legados más brillantes de la Grecia de la Edad de Oro, que casi con certeza se desarrolló como un ritual religioso.
Fue en la Gran Dionisia, según fuentes como la enciclopedia Británica, que se originaron la tragedia, la comedia y el drama satírico.
Eso concuerda con algo más que los antiguos griegos creían de su dios de la juerga y portador de alegría: sus dones también podían estimular el progreso al permitir que fluyeran los jugos intelectuales y creativos.
En la Grecia del siglo V, cuando florecieron el arte y las ideas, se le conocía como Dioniso el Libertador.
Algunos incluso le dieron el nombre de Dionisio Psilas, el que dio alas a las mentes de los hombres.
En la Edad de Oro de Atenas, cuando convivieron grandes pensadores como Sócrates, Platón, Aristóteles, las discusiones filosóficas a menudo tenían lugar en un ambiente dionisíaco.
La intelectualidad de Atenas se reunía en veladas privadas llamadas como una de las grandes obras de la literatura occidental: “El simposio” de Platón.
La palabra misma significa “bebiendo juntos”, pero en esas ocasiones era bajo la dirección de un líder elegido, quien decidía cuánto vino se tomaba, para alentar el pensamiento sensato.
Y se brindaba por ese dios cultivador y protector de la vid, dador de alegría y ahuyentador de la pena y el dolor, liberador de inhibiciones y promotor de civilización.
Sin embargo, no todas las civilizaciones del mundo antiguo tuvieron una relación tan amable con la deidad.
Cuando los romanos se apropiaron del Dionisios griego, prefirieron llamarlo por su apodo de culto, Baco, pero no les agradó el hecho de que fuera tan atractivo, especialmente entre las mujeres.
En el año 186 a.C., el Senado de la República Romana aprobó un decreto que castigaba el culto a Baco en todas las tierras romanas, a menos de que se tuviera un permiso específico del Senado.
No obstante, las autoridades romanas nunca pudieron prohibir por completo al dios, pues sencillamente era demasiado popular.
La veneración por Baco se extendió sin remedio y con entusiasmo por todas las esquinas del vasto Imperio romano.
Hasta que llegó un dios más poderoso: el cristiano.
Y su hijo, Jesús, quien como Dionisio había nacido de una madre mortal y un padre inmortal, tornaba el agua en vino y había resucitado, declaró:
“Yo soy la vid verdadera” (Evangelio de Juan 15:1-8).
Sequana, la diosa del río Sena
Antes de que ese poderoso dios cristiano llegara, otra de las deidades que los romanos adoptaron fue Sequana, la diosa que le dio el nombre al famoso río de Francia.
En su manantial solía estar el santuario de la deidad celta.
Para muchas culturas antiguas, los manantiales eran lugares sagrados y recomendados a los enfermos, pues al bañarse en ellos podían recibir ayuda divina.
Al de Sequana acudían peregrinos de lugares lejanos a rezarle para que los curara de sus dolencias desde antes de que los romanos gobernaran la Galia.
Tras conocerla, les atrajo tanto que ampliaron el complejo del templo, convirtiéndolo en el más grande de la región.
Pero el tiempo lo borró.
No obstante, cuando entre 1836 y 1967 los arqueólogos excavaron esa remota zona de Borgoña, al noroeste de Dijon, salieron a la luz tesoros que confirmaron cuán apreciada era esa diosa galo-romana.
Entre ellos, una estatua en bronce de Sequana de 2.000 años de antigüedad.
Hallaron también unos 1.500 exvotos, u ofrendas votivas, algunos de 150 a.C., que los creyentes lanzaban a una piscina curativa sagrada.
La mayoría son partes del cuerpo talladas en la piedra caliza del área, y los especialistas suponen que representaban los lugares que necesitaban curación.
Una cabeza sin orejas podría haber sido señal de sordera, o si estaba envuelta con un paño, quizás de migrañas.
Además de otras ofrendas de bronce, monedas y joyas, encontraron 300 exquisitos exvotos anatómicos tallados en madera de roble.
Son excepcionales dado que se conservaron durante más de dos milenios a pesar de estar enterrados en una zona pantanosa, como destaca el Museo Arqueológico de Dijon, que aloja la colección.
En el lugar en el que el agua brota, hay una gruta que Napoleón III hizo construir a mediados del siglo XIX, para honrar a la diosa y a la fuente del río que lleva su nombre, que con el tiempo pasó de ser Sequana a Sena.
Y en 1864, el todavía monarca ordenó que el manantial dejara de ser dominio del gobierno local de Côte-d’Or y entregado a París como un gesto simbólico.
Así que, a pesar de estar a unos 300 kilómetros de la Ciudad Luz, la gruta y sus alrededores son parte de ella.
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