Ahí están, los garantes de la moral posmoderna, bien acicalados, con sus fracs de segunda, su pelo alborotado, su adanismo reluciente, como cada Navidad. Hay varias citas que tienen bien señaladas en su calendario, qué sé yo, la Semana Santa o el 12 de Octubre, por decir algunas. La Navidad es una de esas fechas en las que tienden a engalanarse para sermonearnos con su verborrea éticamente supremacista. Me entero por los papeles que estos guardianes del wokismo reclaman que no se emitan deseos del tipo «Feliz Navidad», para optar por el mucho más inclusivo «Felices fiestas». Argumentan que felicitar la Navidad puede ser poco respetuoso con las religiones que no son la cristiana; fíjese, querido lector, qué ocurrentes.
En Ortodoxia, de Chesterton, el autor inglés explica de manera extraordinaria cómo comprendió que toda la cultura cristiana, es decir, los cimientos de Occidente, sostenían su corpus moral. Chesterton plantea una imagen según la cual un marino inglés se embarca en un viaje trepidante, y al llegar a una isla repleta de tesoros se percata de que esa isla es exactamente la misma que aquella que le vio partir tiempo atrás. Es la manera que tiene el autor londinense de explicar que todo el conocimiento de la cultura occidental, todos los estudios relacionados con el cristianismo que había llevado a cabo a lo largo de su vida, le había hecho entender su propia isla; es decir, Gran Bretaña; es decir, su cultura.
«Están utilizando la capacidad crítica del cristianismo para enfrentarse a él. Triste paradoja»
Efectivamente, si tenemos en cuenta que la fe cristiana es la heredera del pensamiento griego, a través de la vía neoplatonista, y aderezada la línea cronológica con Roma o el estoicismo por delante, y el Renacimiento o las Luces por detrás, lo cierto es que el cristianismo forma parte de la columna que vertebra la sociedad contemporánea. Es decir, es parte de nosotros, parte de la sociedad moral que ahora todos esos guardianes posmodernos pretenden hacernos creer que ha de rechazarse.
Provoca cierta ternura comprobar que todos estos indocumentados, que abanderan un ateísmo cutre sin base histórica, le dan la espalda a su propio yo. Mismamente este que les escribe, también ateo, es consciente de que es esa misma columna, esa isla de Chesterton que no se puede ocultar bajo el mar, la que marca nuestro derecho, nuestra lengua, nuestros matrimonios, nuestros divorcios, nuestra paternidad, nuestra manera de caminar, nuestra manera de perdonar, de sentir, de estar en el mundo. Esos mismos están utilizando la capacidad crítica del cristianismo para enfrentarse a él. Triste paradoja.
Por lo demás, no cabe duda de que será la renuncia a estos mismos valores los que terminen por mandar a Occidente al basurero de la historia. Ve uno determinadas ausencias en la reinauguración de Notre Dame, y sobre todo ve excusas como «es una mera formalidad», o «más importante es no sé qué votación», y a ese mismo uno sólo le queda cerrar los ojos y pedir clemencia ante el ocaso de una cultura que se apaga por renunciar a sí misma: Que Dios nos coja confesados, nunca mejor dicho.