La Academia de Artes Escénicas acaba de rematar la cartografía del teatro en España al conceder una de sus medallas de oro al Palacio Valdés. Pone en los mapas a Avilés, kilómetro cero de las mejores representaciones del país. Era cosa sabida, pero ahora es oficial. Nuestra villa es la Puerta del Sol de los caminos de la escena. Por aquí pasan las trochas de los cómicos y los augurios de los preestrenos. Nadie podrá llamarse verdadero aficionado sin haber visto teatro en Avilés. Esta medalla que hoy se entrega en Valladolid será la Compostela de los devotos al arte de Talía. Lo dijo José Sacristán: «a Avilés no se va, se peregrina».
Es un premio merecido, un orgullo para la ciudad. También es un premio oportuno. Llega en el momento en que su pirámide de población empieza a ponerse del revés. Podrá alegrar el paisaje de la villa del «se vende-se traspasa-cerrado por jubilación». Llega también para hacernos pensar en el valor del patrimonio histórico y en la utilidad de su conservación. En esto, el teatro Palacio Valdés también es un edificio ejemplar.
Hoy no se entendería Avilés sin este teatro, pero hace cuarenta años el Palacio Valdés no era un teatro sino un caserón arruinado. Un montón de despojos de otros tiempos, donde la escena se iluminaba con la luz natural de las goteras, y todas las noches se representaba El Club de la Lucha con un elenco de aguarones gordos y gatos tuertos. El Palacio Valdés era sólo un problema. Sobraba.
Los políticos, convencidos de que recuperar el teatro era antieconómico, jugaban a que el tiempo pasara, mientras la ruina avanzaba. Fue entonces cuando una Comisión ciudadana muy plural, encabezada por el librero Raúl Trabanco, ejerció toda la presión necesaria para que el teatro pudiera escapar de un destino negro que ya le estaba alcanzando, pues tenía en contra a políticos, gestores culturales, periodistas, propietarios, y constructores. Y aun así se salvó en el último momento porque, a través de la Comisión, Avilés se puso a su favor. Recogieron, a mano, ocho mil firmas en tres meses.
Por una vez, tal vez la última, la villa supo estar de acuerdo para mostrarle el camino recto a sus gobernantes. Nada de eso hubiese sido posible si, como la Térmica de Ensidesa, el edificio hubiera sido pasto de la piqueta.
Después, años de programación inteligente y público fiel, han conseguido que este edificio llegue hasta hoy con lozanía y fuerza sobrada como para darle transfusiones periódicas al exangüe Centro Niemeyer, manteniendo así sus constantes vitales. Un milagro.
Por eso lo de peregrinar a Avilés tiene todo el sentido. El teatro ha demostrado ser más milagrero que algunos santos que últimamente suben a los altares por el procedimiento de urgencia.
Conozco este edificio como si lo hubiera parido. Y sé que, desgraciadamente, por muchos milagros que se cuezan en su cazuela, hay uno que no va a poder ser: que el premio se entregue a los avilesinos, a los verdaderos propietarios del teatro. Porque, aunque pueda parecer otra cosa, no le pertenece a los gobernantes, es del pueblo de Avilés que quiso recuperarlo un día cuando ellos no querían. No parece que esto se reconozca en tan noble premio. No será para el programador alquimista Antonio Ripoll que, rectificando su postura inicial, sacó oro del plomo. No será para los espectadores que agotan sus localidades cada temporada, ni siquiera para los representantes de aquella Comisión que llevó la voz de los avilesinos. Algunos de ellos pueden contar aún como le salvaron la vida al teatro, por ejemplo la política Laura González o el pintor Favila. En justicia todos deberían tener sitio en ese evento, aunque fuese un lugar simbólico.
Desgraciadamente los honores se los apropiarán los conversos que aceptaron rehabilitar el teatro fingiendo una devoción que no sentían. Peregrinando al teatro de día, y reuniéndose de noche en la Hermandad de la Santa Piqueta para adorar a los derribos no consumados.
Otro milagro.
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