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Mercedes Barcha lo dio todo para que su esposo pudiera escribir Cien años de soledad

Autor: Redaccion Pares

Por: Redacción Pares

Foto tomada de: El Espectador

Con los 10 mil dólares que le dio la Esso por su novela La mala hora Gabriel García Márquez pagó las deudas que lo agobiaban en México y con lo que sobró le alcanzó para comprar un carro, un Opel en donde cabían sus dos hijos, Rodrigo, Gonzalo y su esposa Mercedes Barcha. “Es mi mejor juguete” le dijo a su amigo, Plinio Apuleyo Mendoza. Sus sueños de escritor estaban llegando a su fin. Al borde de los 40 años, tenía una familia que alimentar. Por intermedio de su amigo, el influyente Álvaro Mutis, Gabo pudo entrar a una agencia de publicidad en donde, contrario a lo que se piensa, ganaba bien. Había hecho dos películas en los estudios de Churrubusco Azteca, y, si seguía órdenes, podría llevar una vida de burgués acomodado. ¿Acaso no tenía derecho?

Pero estaban los demonios que no lo dejaban en paz. La gente que lo conoció por esa época lo recuerda siempre amargado, frustrado por llevar una vida que no quería. Buscaba la gloria literaria, era lo único que le importaba. En diciembre de 1965 la familia se montó al Opel y se fueron desde Ciudad de México hasta Cuernavaca, a pasar el fin de año. Pero el viejo nunca llegaría a su destino. A Gabo se le reveló, por fin, como tenía que escribir la novela que había concebido desde que era un joven bebedor y putero periodista del Universal de Cartagena: la historia de su familia.

Después de explicarle a Mercedes la situación, al borde del camino, el Opel dio la U y se devolvieron para su casa. Mercedes, así nunca lo haya dicho, tuvo que tragar saliva. Su esposo le decía que, por lo menos durante un año, ella tenía que ser la responsable de la casa. Seguro tenían ahorros, seguro Gabo exagera, pero las mentiras son más bonitas que la realidad, sobre todo si se las cuenta Gabo al inglés que fue su biógrafo. Y a esa versión, que a la postre es la única que hay porque los protagonistas ya están muertos, es a la que vamos a atenernos.

Gabo se puso el overol y se encerró en lo que él llamó, el cuarto de Melquiades. Allí reunió todas las anécdotas familiares, los fantasmas que veía su abuela Tranquilina Iguarán, las guerras que perdió su abuelo, el coronel liberal Nicolás Márquez, retrató la tarde en la que lo llevó a ver el pescado congelado que vendían los gringos de la United Fruit Company, la mañana en que nació de ojos abiertos, recordó al electricista al que siempre que se subía al poste de la luz lo acompañaban mariposas amarillas. Gabo tenía que contar todas esas cosas que lo acompañaron desde que era un niño en un libro, y no encontraba el tono. Y cuando lo sintió se embriagó de placer.

Trabajó todos los días desde las 9 de la mañana hasta las 3 de la tarde en completo silencio durante 18 meses. En las noches salía con Mercedes a la casa de algún amigo al que aburría contándole la historia de los Buendía. Gabo estaba poseído por el espíritu de la literatura y no lo soltó. La única persona a la que le gustaba que le contara la historia de Macondo era a la actriz y escritora Maria Luisa Elio. Ella fue la primera persona que se dio cuenta de la dimensión de la obra de García Márquez, un libro que sólo se podría comparar con el Quijote. Por eso Gabo le dedica la novela a ella.

Gabo tenía miedo. Estaba arriesgándolo todo, sobre todo el prestigio de su esposa. Se estaba perdiendo incluso el crecimiento de sus dos hijos. Gabo y Mercedes tenían dudas. No se podían permitir un fracaso. La gloria literaria parecía esquiva par García Márquez. Sus novelas anteriores, La hojarasca, La Mala hora y el Coronel no tiene quien le escriba, a pesar de las buenas críticas, no habían vendido cinco mil ejemplares. De pronto, si tenía suerte, la novela nueva podría vender el doble.

Un día el Departamento de Cultura del  Ministerio de Asuntos Exteriores de México lo invitó a dar una conferencia. Él les dijo que les cambiaba la conferencia por una lectura literaria. Quería mostrar dos capítulos de la novela que estaba escribiendo. Se arriesgó.

Todo estaba a oscuras, lo único iluminado era el escenario en donde él estaba sentado solo. Empezó a leer y de pronto el silencio absoluto lo acompañó. La gente tenía los ojos abiertos. Leyó durante una hora y cuando terminó un aplauso cerrado lo sorprendió. Sobre ese momento habló con su biógrafo, Gerald Martin: “Cuando terminé y bajé del escenario, la primera persona que me abrazó fue Mercedes, con una cara -yo tengo la impresión de que desde que me casé ése es el único día que me di cuenta que Mercedes me quería- porque me miró con una cara” Ella, que sobrellevó los gastos de la casa durante más de un año se dio cuenta que todo había valido la pena.

Cuando García Márquez terminó Cien Años de Soledad la pareja estaba virtualmente arruinada. Tuvieron que rebuscar en viejos bolsos los billetes para enviarle la novela a editorial Sudamericana de Buenos Aires quien quería publicarla. Solo pudieron enviar la mitad. Cuando salieron de la oficina de correos Mercedes dijo, para la posteridad “Oye Gabo, ahora lo único que falta es que esa novela sea mala”. Pero no lo fue.

Cien años de soledad ayudó a posicionar la literatura en castellano en la vanguardia universal y que le sirvió a su autor a tener una fama que difícilmente volverá a tener un escritor. Claro que salieron de pobres. Hasta el 2017 había vendido cincuenta millones de copias y ya superó al Quijote como el libro en español más traducido en el mundo. Pero, no todo el mérito es de Gabo. Sin Mercedes no existiría Cien Años de soledad. Y eso lo sabía García Márquez. Por eso muchas veces bromeó con que la autora verdadera de sus libros era Mercedes, pero como a ella le daba tanta jartera la gente y hablar en público él los había firmado. De pronto es cierto. Todo en García Márquez es mentira, pero también es verdad.

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