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Imagen promocional de Slay the Princess

Los videojuegos de 2024 han dejado claro que el medio vive en un estado de efervescencia permanente. Hay quien dice que el desarrollo está saturado de grandes producciones clónicas y que las ideas originales se han acabado, como pasa en el cine y en la música donde los remakes y las versiones campan a sus anchas. Sin embargo, el catálogo del pasado año contradice esa hipótesis con una variedad que va desde lo experimental hasta lo épico. Podríamos hablar del año de los RPG, porque los títulos de rol han sido los grandes protagonistas, pero también podría decirse que ha sido el año de los juegos sencillos, de mecánicas elegantes y depuradas, que se han convertido en experiencias absorbentes. Vamos a destacar tres títulos destacados del pasado año: Balatro, Slay the Princess y Metaphor: ReFantazio.

Si hay un juego que ha sorprendido por su capacidad adictiva es Balatro. Su premisa es tan simple como perversa: un roguelike de póker en el que el jugador debe ir mejorando su baraja con comodines y modificadores para ganar fichas. A primera vista, parece una idea de nicho, un pasatiempo para obsesivos de las cartas, pero su ejecución lo ha convertido en un fenómeno. Lo que empieza como una partida casual pronto se transforma en noches enteras calculando desde qué manos pueden maximizar las ganancias a qué combinación de cartas será la que rompa el juego. El juego tiene algo de casino online y su diseño es tan inteligente que cada partida genera su propio relato de éxito y catástrofe. Balatro ha logrado lo que muy pocos: un sistema tan elegante y satisfactorio que podría estudiarse en escuelas de diseño.

En el otro extremo, Slay the Princess es un juego donde la mecánica parece deslizarse a un segundo plano, como si no quisiera llamar demasiado la atención, mientras que la atmósfera lo envuelve todo. Intentar describirlo sin estropear la experiencia es complicado, porque su verdadero encanto está en cómo desarma, poco a poco, las expectativas del jugador, llevándolo por un camino que nunca es exactamente el que parecía al principio. Alguien te dice que debes matar a la princesa. La encuentras en una cabaña. Hablas con ella. ¿Y ahora qué? Nada en Slay the Princess es lo que parece, y lo que empieza como un cuento de hadas torcido pronto se convierte en un laberinto de elecciones, narraciones fragmentadas y horrores que parecen escritos por un Lovecraft con sentido del humor. La gran baza del juego es su capacidad para jugar con el lenguaje y la psicología del jugador, haciéndole dudar de cada decisión. Es un experimento de narrativa interactiva que recuerda por qué los videojuegos pueden hacer cosas que ningún otro medio logra.

En Slay the Princess algo no cuadra, algo se retuerce en la historia. Hay una contradicción genera una ansiedad, una angustia neurótica: lo que crees que debes hacer y lo que realmente deseas nunca terminan de coincidir. No importa cuántas veces lo intentes, nunca es suficiente. Siempre queda algo fuera de tu alcance. Cada partida es una repetición, una nueva oportunidad de tomar el control, de corregir el error anterior. Y sin embargo, en cada intento, las reglas cambian. Es la compulsión a la repetición en estado puro, el deseo de dominar lo indomable, de llegar a un desenlace que nunca se deja atrapar. Lacan lo explicaría con su objeto inalcanzable del deseo: lo quieres, lo persigues, pero justo cuando crees que lo has alcanzado, se desvanece. La princesa no es solo la princesa. Es un reflejo del jugador, una sombra que cambia con cada decisión, como si el juego estuviera desenterrando partes ocultas de su propia psique. Y al final, el único desenlace posible es empezar otra vez.

Y luego está Metaphor: ReFantazio, un juego que no solo recoge la tradición de los grandes RPG, sino que la reinterpreta con la ambición de quien entiende que el género no puede vivir solo de sus glorias pasadas. Atlus, el estudio que ya había transformado la narrativa en los juegos de rol con la saga Persona, ha decidido ir más allá, pero no con un estruendo, sino con una precisión casi quirúrgica. En lugar de seguir los caminos trillados de la fantasía medieval, ha construido un mundo que parece vibrar con una lógica propia, un espacio que no se contenta con dragones y castillos, sino que se enreda en algo más profundo, más laberíntico, más extraño. No es solo un escenario donde ocurren cosas, sino una estructura cuidadosamente ensamblada en la que cada símbolo parece contener otro dentro, donde lo psicológico y lo estético se entrelazan como si fueran piezas inseparables de un mecanismo oculto. Es un universo que no se despliega con grandes gestos, sino con detalles, pequeñas sutilezas que, sin que uno se dé cuenta, terminan moldeando la experiencia. Algo que, de alguna manera, parece recordar a la vida misma.

La gran fuerza del juego está en su sistema de combate, que no se conforma con ser simplemente funcional o espectacular, sino que encuentra el punto exacto entre estrategia y dinamismo. Cada batalla es una decisión calculada, cada movimiento tiene peso. Metaphor: ReFantazio no se contenta con la jugabilidad bien pulida: es una obra que demuestra que el RPG moderno puede seguir siendo relevante sin necesidad de volver siempre a los mismos tropos. En un año donde los juegos de rol han brillado con títulos como Final Fantasy VII Rebirth o Like a Dragon: Infinite Wealth, Metaphor: ReFantazio ha conseguido destacar no por nostalgia ni por el peso de una saga, sino porque se ha atrevido a mirar hacia adelante. Su mundo, su diseño y su manera de contar historias son una prueba de que el RPG sigue evolucionando, que puede sorprender y desafiar, que aún tiene lugares desconocidos por explorar.

Lo que une a Balatro, Slay the Princess y Metaphor: ReFantazio no es el género, la estética o el presupuesto, sino algo más esquivo, algo que no se puede medir con datos concretos ni reducir a un análisis técnico. Es su capacidad para atrapar al jugador en una experiencia que, sin que él lo note, se convierte en parte de su rutina, en un pensamiento recurrente que aparece en los momentos más inesperados. Son juegos que se quedan en la mente, dando vueltas como una melodía que uno tararea sin darse cuenta.