La Fórmula 1 es uno de los deportes más previsibles del menú. Ya saben: el poder del coche. Hasta que deja de serlo. La última carrera de Brasil fue una prueba de ello. No porque venciera Max Verstappen, que eso no tiene nada de sorprendente en un tricampeón mundial, sino por cómo lo hizo en la pista y en qué momento de la temporada. El Campeonato venía de un dominio de Ferrari en las dos citas anteriores, con victorias de Charles Leclerc y Carlos Sainz en Austin y México. Después dio un giro hacia McLaren, el monoplaza más rápido, que conquistó con solvencia la esprint del pasado sábado, con cesión de Oscar Piastri a Lando Norris, y ocupó la pole con el británico. Verstappen era un hombre en apuros, acosado por Norris desde hace algunos meses. El holandés llevaba, hasta el domingo, diez grandes premios sin catar el triunfo. Vivía, en cierto modo, de las rentas de la primera mitad del curso, con siete victorias sobre diez.
El Red Bull ha dejado de ser lo que era. De repente. El ejemplo de Checo Pérez vagando como alma en pena es un buen ejemplo de esa decadencia. Otras tres escuderías han dado el sorpasso y se alternan en la cabeza. Y eso incluye a Mercedes. Pero Mad Max ha resistido valeroso los golpes que le llegaban de tres direcciones, a base de carácter, de experiencia y de clase. Sobre todo, de clase. Su recital en Interlagos es una oda a la F1, una exhibición indiscutible, por mucha pataleta que exteriorice ahora Lando cuestionando un reglamento que es igual para todos. En una carrera complicada y lluviosa, un factor que iguala a los contendientes, o que extrae la calidad de los mejores, Verstappen remontó desde la 17ª posición hasta el éxito. De paso, dejó el Mundial muy atado a falta de tres carreras. Norris habla de suerte. Pero no puede ser casualidad que esa fortuna sonría siempre a los mismos. A los grandes campeones.
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