De vestir a los personajes más célebres de la literatura latinoamericana. De eso se trata la ardua tarea de Catherine Rodríguez. Es que si bien, la diseñadora de vestuario antes hizo lo propio en los films El abrazo de la serpiente y Memoria, ahora es el turno de Cien años de soledad, la serie basada en la reconocida novela de Gabriel García Márquez.
Dirigida por Laura Mora y Alex García López cuenta con el apoyo de la familia del escritor colombiano, premio Nobel de Literatura en 1982. Y conformada por dieciséis capítulos divididos en dos partes, la primera tanda estará disponible desde el 11 de diciembre en Netflix.
Para la producción de los ocho episodios iniciales se confeccionaron alrededor de 40 mil prendas de vestir, en las cuales trabajaron 60 hacedores en 35 talleres situados en Puerto Carreño, Granada, Medellín, Pasto y Bogotá, entre otras ciudades.
Sin dudas es mérito de Rodríguez la pormenorizada investigación que llevó a cabo con el propósito de encontrar referencias para caracterizar a José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, asimismo al gitano Melquíades y a las otras decenas de personajes que aparecerán en el devenir de la historia que transcurre en Macondo.
Y aunque trabajó con retratos, lo cierto es que al no haber demasiadas fotografías y daguerrotipos de las clases populares, mucho menos de los pobladores de la costa del Caribe de esa época, la diseñadora tuvo que echar mano a los libros de viajeros del siglo XIX. Además de la información sobre el patrimonio lingüístico y literario de Colombia que obtuvo del Instituto Caro y Cuervo, cuya colección entre otras cosas incluye prendas originales, dibujos, caricaturas, muebles y objetos.
También procuró asistir con su equipo de trabajo a subastas de la reconocida casa norteamericana Augusta Auctions, donde pudieron adquirir piezas de antaño para entender no sólo cómo lucían las personas en ese tiempo, sino cómo eran los estilos, los materiales y los tonos que utilizaban, además de cómo organizaban la vestimenta y entorno a esta; las joyas, los peinados y los accesorios.
A eso, se suma una vasta incorporación de atavíos artesanales para dar cuenta de la diversidad de las distintas etnias a lo largo y lo ancho de Colombia. ¿Hallazgos? Los capisayos, prendas que, justamente, tienen la función de capa y de sayo, las cuales por supuesto Rodríguez añadió a la pantalla.
–Si bien trabajaste en historias de envergadura, ¿cómo fue hacerlo para esta serie?
–Hago muchas cosas que tienen que ver con las culturas y las primeras naciones. Ese es mi interés en la vida y profesionalmente, es algo que me mueve. El énfasis de mi carrera es documental, entonces siempre mi forma de abordar los guiones es etnográfica. Una buena investigación es una gran base de trabajo para cualquier producto cinematográfico. Entiendo que mi labor también es narrativa y que, dentro del audiovisual, el vestuario tiene ese componente muy importante.
–Los personajes de Cien años de soledad son muy queridos a los sentimientos no solo de los colombianos, sino de los latinoamericanos y del mundo en general, ¿fue un desafío en ese sentido?
–Sobre mis manos está desarrollar personajes para que los sigan amando los espectadores que alguna vez fueron o que van a ser lectores. La obra en este punto es transgeneracional; le va a dar la oportunidad a los que no han leído el libro de querer leerlo y a los que ya lo hicieron de retomarlo. Hay mucho respeto de mi parte intentando honrar la visión de Gabriel García Márquez y de los directores.
Realismo mágico
–Esta novela es uno de los exponentes más celebrados del denominado “realismo mágico”, caracterizado entre otras cosas por sucesos fantásticos que pasan en situaciones cotidianas. ¿Qué tomaste de ese género literario para hacer la ropa?
–En todos los casos, Alexis (García López) y Laura (Mora) tuvieron en mente el libro. Y creo que lo más importante era hacerlo lo más cotidiano posible, porque la narración iba a caer en manos de ellos. No podíamos hacer nada grandilocuente, porque ya en sí mismo lo era. Hay muchas cosas, como cuando conocen el hielo, que para nosotros puede ser cotidiana y para estas personas eso era tecnología. Lo que me parece más lindo del libro es que nos asombra de cosas muy sencillas y el vestuario intenta acompañar siempre la narración. Por ejemplo, que Melquíades, uno de los personajes más importantes, no se viera como un gitano super exagerado, sino que fuera lo más natural posible. O todo lo que pasa cuando llega Rebeca con los zapatos desconchados y el vestido en diagonales con los huesos de sus padres.
–Es interesante también la incorporación que hiciste de las artesanías, por caso la denominada “mochila colombiana”. ¿Eso estaba en el guion o fue tu decisión?
–Las mochilas propiamente no son vestuario sino utilería, los chicos de esa área también hicieron una investigación y la diseñadora de producción estuvo impecable. Pero no son las únicas artesanías que incluimos dentro de la serie. Tenemos ponchos y el vestuario de Cataure que está hecho por una artesana. Están los cinturones que sostienen las faldetas de los Wayúu, y los sombreros de muchas pajas, como los de calceta, de plátano, de totora y de toquilla. Y en las escenas del éxodo, tenemos unos capisayos hechos en palma de Moriche, algo que está documentado en uno de los libros de los viajeros. Todos esos elementos artesanales que incluimos fueron pensados para contar las artesanías de Colombia.
–Algo más es que cuando Macondo comienza a evolucionar se empiezan a ver algunos cambios en la familia Buendía, con sutiles alusiones a una ropa más europea, ¿qué tuviste en cuenta para dar esa impronta?
Lo que pasa con la moda en Macondo y en Latinoamérica en general es que siempre llegó con un delay. Todo venía en los barcos que se demoraban. Siento que lo que pasó fue que Úrsula intentó vestir a sus niñas a la moda, pero lo cierto es que ahí todo se tropicaliza. Entonces, seguramente, vio en un folleto o en un periódico a una niña con un delantal y le dijo a Matilde que quería que hiciera eso con las telas de Macondo. Y cuando las chicas estuvieron más grandes hubo una suerte de moda más europea, pero siguió siendo muy tropicalizada.
–Podría decirse que es como la antropofagia para el arte brasilero.
–Pero también se empezó a notar de manera más fuerte la diferencia de la paleta entre Amaranta y Rebeca. Una en azul y la otra en rosa. El primero me habla de una época en Colombia, la bonanza del añil de 1830 a 1870, y el rosa me habla de Amaranta, que era muy sanguínea, que además se vuelve un personaje muy oscuro sobre todo a partir de la llegada de Rebeca. Como siempre hay una suerte de sentimientos complejos en ella, por eso es importante que tuviéramos colores que pudieran alargar su vida útil en paletas que fueran interesantes.
–Además de la identificación que la gente puede tener con las imágenes de sus antepasados, ¿qué más esperás?
–Quiero establecer un diálogo, que los colombianos entiendan que hay más colombianos que habitan su espacio, porque los del centro a veces ignoramos lo que pasa con los del norte y del sur. También que las personas que lo miran de afuera vean que hay más cosas colombianas, que no solo hay mochilas Wayúu y sombreros vueltiaos, que este país es muy diverso.
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