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La política exterior de Estados Unidos en la nueva era Trump – EL NACIONAL

Autor: Maria Alejandra Aristeguieta

Donald Trump y Marco Rubio durante la reciente campaña presidencial

Pasado el proceso electoral, y la ola de comentarios en favor o en contra de la elección de Donald Trump, empezamos a escuchar posibles candidatos para conformar su tren ejecutivo. 

El primero en ser mencionado, aunque al momento de escribir estas líneas todavía no ha sido confirmado, es Marco Rubio, que estaría a cargo de la política exterior estadounidense, una política tradicionalmente muy cercana al modelo teórico realista. Transaccional y aislacionista en sus orígenes, sus bases se resumen en tres pilares o grandes áreas de acción: la seguridad del Estado, el crecimiento económico, y la promoción de la democracia y los derechos humanos; todos vistos –nos guste o no– como herramientas para incrementar y consolidar los espacios de influencia de Estados Unidos. 

A pesar de ello, se teme que en este segundo gobierno de Trump haya un regreso a la política aislacionista luego de un regreso a la cooperación y las alianzas internacionales durante el período Biden. Sin embargo, la experiencia, así como el escenario internacional actual indican que la seguridad nacional de los Estados Unidos tanto en lo que se refiere a la lucha contra el terrorismo como a la defensa de sus intereses económicos, e incluso la promoción geopolítica de la democracia y los derechos humanos, dependen fuertemente de su presencia activa y decidida en todos los espacios internacionales, lo cual sin duda creará tensiones.

Echemos un poco para atrás. Como principio clave desde la fundación, Estados Unidos llevó a cabo una política realista de defensa y expansión de sus territorios. Para ello, a partir de sus orígenes como nación a finales del siglo XVIII y hasta su entrada en la primera guerra mundial, el país norteamericano evitó alianzas militares con las potencias coloniales europeas para mantener su soberanía y seguridad nacional. Bajo la Doctrina Monroe a principios del siglo XIX, cristalizó el paradigma identitario “América para los americanos” como política hemisférica, permitiendo así su consolidación como nación y, posteriormente, como potencia del hemisferio americano. Podría decirse incluso, que, hasta el siglo XX, la política exterior norteamericana se asemejaba a la prusiana en su militarismo estratégico y su realismo pragmático, así como en sus doctrinas de poder duro y disuasión.

Del mismo modo, si bien la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y posteriormente la lucha contra el terrorismo obligaron a una evolución de esa política aislacionista hacia una de mayor actividad internacional (basada en normas, en los ideales democráticos, la cooperación multilateral y en el poder blando), la prioridad de Estados Unidos ha seguido girando en torno a su seguridad nacional. Por lo tanto, Estados Unidos ha tenido una mayor o menor actividad internacional como potencia militar o “policía del mundo” a lo largo de los años. No obstante, en la medida en que nos hemos adentrado en el siglo XXI, y en particular con Obama, Trump y Biden, hemos visto momentos de reorientación, retiro estratégico de tropas, o lo que algunos autores han llamado un rebalanceo pragmático de las relaciones comerciales; o más recientemente, un multilateralismo limitado, conceptos todos que se traducen en formas de aislacionismo tradicional aunque restringido. En el contexto actual, estas políticas aislacionistas lejos de dar los resultados que se obtenían en el pasado, han permitido que otros actores ganen terreno internacional. Aunado a ello, las últimas administraciones gubernamentales de Estados Unidos han estado signadas en mayor o menor medida por una política exterior más transaccional, fragmentada, y de acciones puntuales, que responde de manera pragmática y selectiva a las crisis del momento o a las realidades cambiantes más que a una visión de conjunto o a una estrategia innovadora y unificadora, como las que se vieron en los siglos XIX y XX.

Por ejemplo, y regresando a su primera administración, Trump decidió retirarse de algunos foros de la ONU y llevó una relación bastante contenciosa con otros organismos internacionales. Muy crítico del sistema multilateral, su eficacia y los beneficios que Estados Unidos podía sacar de ellos frente a una China cada vez más activa y resolutiva decidió retirarse dejándole espacios a su principal competidor y a sus socios Rusia e Irán, contribuyendo a profundizar las amenazas a su propia seguridad nacional, pero también a su seguridad económica.  De esta manera, se vio afectado el segundo pilar sobre el que se basa la política exterior norteamericana desde los tiempos del “Destino Manifiesto” y la conquista del Oeste: la prosperidad económica. 

También el tercer pilar de la política exterior estadounidense se ha visto afectado por estas políticas puntuales y fragmentadas, que se traducen en tibieza y falta de compromiso. La promoción de la democracia y los derechos humanos ha perdido fuerza en los últimos años, sobre todo una vez finalizada la guerra fría y la democratización de los países de Europa del Este que antes estaban bajo la órbita soviética. Los marcadores de la democracia a nivel mundial que llevan distintas instituciones como The Economist, Freedom House, el Instituto V-Dem o el Instituto IDEA vienen midiendo el retroceso de la democracia o algunos de los indicadores que permiten considerar un sistema como democrático, y concluyen que hoy en día aproximadamente 70% de la población vive en países autoritarios o híbridos. La democracia no ha dejado de disminuir a nivel mundial desde el año 2006, erosionando las libertades civiles y políticas y las instituciones.

Por eso, en estos tiempos de cambios estructurales en el orden mundial, de enormes complejidades y desafíos externos e internos, Estados Unidos podría estar ante una encrucijada.  Frente a una transformación cada vez más clara de los términos de intercambio, tanto como del surgimiento de alianzas y nuevos centros de poder, si bien la política exterior de Estados Unidos debería seguir funcionando a través los tres pilares que la han definido, debería también responder de manera global a estos retos a través de una visión coherente y de largo plazo, con acentos en algunas áreas o temáticas propias de los tiempos en que vivimos. 

Entonces, en este contexto ¿qué puede significar que Marco Rubio sea nombrado secretario de Estado bajo la administración Trump?

Ya confirmado, Marco Rubio tendrá que decidir si quiere continuar el legado de sus predecesores y basar sus acciones como Secretario de Estado en una lista interminable de temas que irá abordando uno tras otro desde una visión fragmentada y tubular, o si va a regresar a una visión unificada y estratégica como la que tuvo Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial hasta el período de hegemonía unipolar que vino con el final de la guerra fría. 

Si opta por lo primero podrá parecer érratico, prisionero de dogmas o del complejo enjambre de intereses, y probablemente dure poco en el cargo, no sólo por lo inmanejables que se han vuelto las relaciones internacionales y la multiplicidad de actores, sino por la característica volatilidad de su jefe. 

Si opta por lo segundo, y logra entender esta transición hacia un nuevo orden mundial (caracterizado por grandes desequilibrios y desafíos multipolares) como una lucha geopolítica existencial contra Occidente bajo la alianza de sus más importantes adversarios: China, Rusia e Irán, podrá, por ejemplo, ver más claramente que en el hemisferio americano las dictaduras castro-chavistas de Cuba, Nicaragua, Bolivia y Venezuela, sus aliados del Foro de Sao Paulo o del Grupo de Puebla como Brasil y México, la industria de la migración por la frontera sur o la del narcotráfico, son todos parte del mismo problema que la invasión a Ucrania en Europa, o la guerra contra el Hamás y el Hezbolá en el Medio Oriente.

Más allá de que nos podamos sentir complacidos por que una persona con formación en la materia, y además de origen latinoamericano ocupe tan alto cargo, nos alegra saber que la región volverá a tener la preocupación sincera del secretario de Estado y la atención de Washington, algo que no sucedía desde los tiempos de la “Iniciativa para las Américas” de Bush. Pero ello no basta, lo urgente es que se tenga una estrategia global ante un diagnóstico claro.

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