“El pontificado de Francisco, por su autenticidad y acercamiento al Evangelio, ha provocado una tensión interna en la Iglesia. Porque predicar la misericordia y la vuelta al mensaje de Jesús, que es signo de contradicción, provoca rechazo. Y Bergoglio, a pesar de su bondad y de ese regreso al Evangelio, que no es un acercamiento a la izquierda, sino al auténtico mensaje de Jesús, ha generado la reacción del sector más conservador. Y sin quererlo, ha dividido a la Iglesia. Eso es un hecho palpable”. Pedro Miguel Lamet, jesuita como el difunto Papa, periodista y escritor de amplia mirada, no tiene la más mínima duda al respecto sobre el enfrentamiento entre las dos almas del cristianismo, tan antigua que se remonta a sus orígenes.
“La polarización ha existido siempre en el seno de la Iglesia y con la misma virulencia o mayor que ahora. Pero la de hoy es más destructiva y demoledora, porque en tiempos de globalización se hace extensiva a todos los lugares donde está implantado el cristianismo y se convierte en un problema global”, constata por su parte el teólogo Juan José Tamayo. El vaticanista italiano Marco Politi era más cruento en su análisis de balance de los diez años del pontificado del Pontífice argentino al calificar de “guerra civil subterránea” la que libraban en el seno de la Iglesia esas dos sensibilidades, la de los reformistas y la de los tradicionalistas.
Pero no puede decirse que los cardenales que lograron que del cónclave de marzo de 2013 saliese como Papa quien era el cardenal de Buenos Aires –que había sufrido dos años de destierro en el interior del país por sus superiores, donde, en una etapa de crisis y purificación, se leyó los 37 tomos de la Historia de los Papas de Ludwig von Pastor, que le vacunó contra el asombro ante el papel de la Curia vaticana– no sabían la baza que habían jugado. Se la formuló el propio Bergoglio a todos los cardenales durante una de la congregaciones generales como las que se están celebrando estos días en el Vaticano, previas al nuevo cónclave. Esbozado en cuatro puntos en una chuleta de papel que guardaba en el bolsillo, Bergoglio denunció como uno de los males de la Iglesia actual su mundanidad, su autorreferencialidad y su “narcisismo teológico“. Instaba a reformar aquella Iglesia y la mayoría le compró el programa.
Un reformador radical
“No es un reformador liberal, sino un reformador radical, en el sentido de que quiere reformar la Iglesia desde la raíz, es decir, desde el Evangelio”, explicaba quien fue uno de los muñidores de la candidatura del argentino en aquel entonces, el cardenal alemán Walter Kasper, procedente de una de las Iglesias con más ansias reformistas del mundo. Y aprobó Bergoglio, aunque casi una década después, una reforma de la Curia que consagraba canónicamente los procesos aperturistas que iba abriendo ante la sorpresa de fieles y curiosos y el estupor de los más rigoristas. “Para él, la prioridad absoluta no es la doctrina, sino el Evangelio, el mensaje vivo de Dios Padre misericordioso“, apostillaba Kasper. Y así, el Dicasterio (ministerio) para la Evangelización, que por ejemplo se encarga de las misioneros, fue aupado a la cúspide de la pirámide jerárquica del Vaticano, descolgando de allí al Dicasterio para la Doctrina de la Fe (la antigua Inquisición), que en todo este tiempo no ha amonestado a ni un solo teólogo.
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Pero aquellos pasos adelante –vertiginosos para unos, desesperantemente lentos para otros– fueron haciendo crecer las críticas por donde se coló la polarización que ya permeaba también al resto de instituciones globales. “Por un lado, los conservadores fundamentalistas; por otro, los progresistas ideológicos, que entretanto también se han convertido en críticos. Entre los dos, hay una amplia zona intermedia que se muestra satisfecha y feliz o, a menudo, indiferente”, analiza Kasper quien, con todo, asegura que “los conservadores fundamentalistas han sido los críticos del pontificado desde el principio. Nunca les ha gustado este Papa”.
No era por supuesto ajeno a las críticas ni a las duras resistencias Francisco. “Hoy, si escuchamos al Espíritu, no nos centraremos en conservadores y progresistas, tradicionalistas e innovadores, derecha e izquierda. Si estos son los criterios, quiere decir que en la Iglesia se olvida el Espíritu”, expuso Francisco en la misa del domingo de Pentecostés de mayo de 2021, bajo el mismo baldaquino de Bernini, en la basílica de San Pedro, que le ha velado, junto a cientos de miles de fieles, estos últimos días.
Ahora, el reto para quien le suceda es doble. Por un lado, afrontar la tremenda ola de popularidad que le acompañó y que, en primera instancia, suele confundirse con populismo, cuando nace de su opción por la Teología del Pueblo frente a la Teología de la Liberación; del concepto teológico de Pueblo de Dios; y de su devoción por la religiosidad popular, que entendió siempre como esa práctica muy sentida con la que la gente más sencilla mostraba y vivía su fe, y que se está mostrando efectiva como muro de contención ante el embate de la secularización. Por otra parte, tendrá el reto de restañar la unidad herida entre las dos grandes sensibilidades que coexisten en el seno de la Iglesia.
La misericordia divide
“La Iglesia está muy dividida, y ahora hay un sector que está muy enconado”, enfatiza Pedro Miguel Lamet, que se refiere también a una serie de grupos eclesiales que tenían más visibilidad en las épocas de Juan Pablo II o de Benedicto XVI, “esos que tienen un tinte de secta, a los cuales ha encorsetado muy claramente e incluso a algunos los ha expulsado de la Iglesia”. “En contra de lo que se puede decir –añade el autor de Las trincheras de Dios (Mensajero)– de que la situación es suave y deja una situación de misericordia, lo que deja la opción por la misericordia de Francisco es una situación de división”.
“La polarización que se da en la vida política a nivel mundial se reproduce en el cristianismo a nivel global, en cuyo seno existen discursos religiosos y prácticas políticas, sociales y económicas no solo diferentes, ni solo enfrentados, sino contrapuestos e irreconciliables. En el terreno de las creencias, la polarización es todavía mayor porque se trata de un fenómeno que resulta más manipulable y falseador de la realidad”, apunta Juan José Tamayo.
“Por una parte, está el sector que apuesta por el diálogo como camino para la resolución de los conflictos, quiere ser históricamente significativo y pretende dar respuesta a los desafíos actuales más importantes como son la pobreza estructural, el colonialismo, el patriarcado, los fundamentalismos, el supremacismo blanco, el necrocapitalismo, la aporofobia…”, añade el profesor emérito honorífico de la Universidad Carlos III de Madrid.
“En el lado opuesto se sitúa el sector que, anclado en la tradición, termina en el tradicionalismo, da respuestas del pasado a preguntas del presente y adopta actitudes beligerantes contra quienes defienden la necesidad de caminar al ritmo de los signos de los tiempos y a reubicarse en el cambio de era que estamos viviendo. Este sector está mutando los valores genuinamente evangélicos por sus contrarios: el amor por el odio, el perdón por la venganza, la amistad por la dialéctica amigo-enemigo, la hospitalidad por la xenofobia y el racismo, el respeto al pluralismo por la imposición de un único modelo de cristianismo, el trabajo por la paz y la justicia a través de la no violencia activa por la normalización de la guerra como invariante de la historia y la hermenéutica de los textos sagrados por la lectura literalista”, señala Tamayo, que acaba de publicar Cristianismo radical (Trotta).
Lobos al acecho
“El próximo Papa se va a encontrar una Iglesia en la que los lobos que denunciaba ya Benedicto XVI siguen acechando. Y se va a encontrar con una internacional integrista mucho más consolidada y pujante en el mundo de lo que estaba antes, e intentando, a la manera de Putin en Rusia, controlar a la Iglesia en sus mensajes, en sus praxis, en sus temas. Como también está sucediendo claramente en el caso de Estados Unidos y en toda la ultraderecha europea”, señala por su parte el sociólogo Fernando Vidal.
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Otro reto que ve ineludible este profesor de la Pontificia Universidad Comillas es el de apuntalar las bases de la reforma que ha dejado abierta Francisco y que, en palabras del cardenal Kasper, “necesita de otros dos o tres pontificados en la misma línea que el de Francisco”.
“Nada de este gran proyecto de transformación eclesial y de la eclesiología, que es la sinodalidad, va a permanecer si no tiene unas bases teológicas profundas”, señala sobre la gran apuesta de los últimos cuatro años de Francisco, que abrió a través de dos asambleas extraordinarias del Sínodo de los obispos, que por primera vez admitió la participación de los laicos y permitió que tuvieran también voto. Fue un hecho histórico. Nunca antes se había visto, por ejemplo, a una mujer hablando en un sínodo en igualdad de condiciones con el cardenal que podía estar sentado a su lado.
“Y luego –añade Vidal– hay un tercer reto, que será de largo recorrido y de fondo, y que es profundizar en la revinculación, porque nos encontramos en un mundo que ha sufrido la gran desvinculación y ha afectado al tejido católico”. Pero antes, lo primero, es desactivar en la medida de lo posible la polarización eclesial, que se empieza a vivir también en la propia comunidad de los fieles.
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“La virulencia con la que se han producido el ataque y las ofensas a Francisco es algo inaudito en los últimos doscientos años y se produce porque el integrismo se había sentido dueño de la Iglesia“, aunque matiza el sociólogo que esta polarización es, en realidad, “unipolar”. “No es que haya una bipolarización en la Iglesia, sino que hay un sentir del Pueblo de Dios bastante centrado y muy razonable que llega a ese 80% de la población, que en Estados Unidos no ha bajado nunca del 69% el apoyo al Papa y ha subido por encima del 80%; que en el mundo solo ha tenido un 7% de personas en contra y casi hasta el 90% de apoyo, pero que, ciertamente, tiene una fuerza institucional y propagandística muy fuerte”.
El desafío de la sinodalidad
En este sentido, estima el sociólogo que la sinodalidad en la Iglesia puede ayudar a rebajar esa tensión, aunque llegar a ella –se está viendo– resulta una tarea ardua. De hecho, en ambas asambleas sinodales dedicadas a ella en 2023 y 2024, hubo muchos más frenos que avances, aunque partiendo de cero lo avanzado parece más. “La sinodalidad llama a los creyentes a una comunión mucho más viva y mucho más perfecta, que sea capaz de combinar la unión con la libertad y la diversidad. Pero claro, sucede que el mundo más integrista piensa que Dios está con ellos. Es bastante impresionante la pintada que hicieron algunos grupos en el muro aledaño a la Conferencia Episcopal, en Madrid, en protesta por toda la resignificación del Valle de Cuelgamuros, donde ponía ‘Dios está con nosotros’. Ese es un lema que utilizaron los propios nazis: ‘Dios está con nosotros’. Frente a eso está esa sinodalidad de una Iglesia para ‘todos, todos, todos’ de la que habló Francisco”.
Para el profesor de Comillas, esta sinodalidad choca de frente con esa concepción integrista. “Es su mayor mayor reto, porque supone entender una Iglesia mucho más comunional, más inclusiva, más participativa; menos, por lo tanto, institucionalista, menos verticalista, menos confiada al poder y más confiada al espíritu. Y esta revolución de la eclesialidad es un desafío en el que, sencillamente, puedan convivir todos. Seamos de sensibilidades más liberales, más progresistas, más comunitaristas, más conservadoras, etcétera”.
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Efectivamente, todo un reto para lograr avanzar en el proceso abierto por Francisco para conciliar ambas sensibilidades, las de reformistas y tradicionalistas. O –que es lo que desean muchos– que el péndulo haga que se vuelvan a abrir más las páginas del Código de Derecho Canónico que las del Evangelio. “Pablo de Tarso dice que conviene que haya disensiones para que resplandezca la verdad. Pero en la primera Carta a los Corintios dice que las disensiones no pueden desembocar en discriminaciones contra los pobres. Y eso es lo que sucede con las polarizaciones extremas: que las personas más vulnerables, los sectores empobrecidos y los pueblos oprimidos dejan de ser la opción fundamental y se convierten en los grandes olvidados de la historia”, advierte finalmente Juan José Tamayo.