Para mediados de los años 50, el sistema de Hollywood ya comenzaba a insinuar sus aires de transformación. A finales de la década anterior, una nueva legislación obligaba a los grandes estudios a desprenderse de sus salas de cine y democratizar el sistema de exhibición de películas. Varias pequeñas compañías como la American International Pictures, comandada por el productor y director Roger Corman, salieron al ruedo para competir por esas nuevas bocas de expendio y colocar películas pequeñas, algunas residuos de la terminología “clase B”, que llegarían a los ávidos espectadores. Pero también llegaba la televisión, los nuevos cines europeos, los cambios en la juventud en plena posguerra. Había interés en hacer un cine nuevo, en crear personajes más cercanos a la realidad, ofrecer nuevas historias, repensar los géneros cinematográficos y abrir caminos inexplorados. John Cassavetes, un actor y director de teatro, formado en la Academia de Artes de Nueva York, sería quien llevaría adelante ese proceso, y lo haría con una pequeña película financiada por sus amigos y futuros espectadores: Shadows.
Este mes se cumplieron 66 años del estreno de Shadows ante una audiencia elegida en la ciudad de Nueva York. La mayoría de los asistentes salieron desconcertados ante lo que acababan de ver. Un año después se estrenaba la segunda y definitiva versión, también en la ciudad de Nueva York. Pero esta vez la respuesta sería otra, revalidada en 1960 en el Festival de Venecia con dos premios.
La historia de Shadows es la de tres hermanos, uno de ellos de tez negra, dos de piel más clara, todos artistas que intentan encontrar su lugar entre el bullicio de Manhattan. Hugh (Hugh Hurd) es músico, pero debe presentar bailarinas en los clubes nocturnos porque su arte no parece conmover a los productores. Las charlas con su amigo y representante recorren los sinsabores de los artistas negros de la época. Lelia (Lelia Goldoni) tiene 20 años y es aspirante a escritora; deambula en los salones del underground, se entremezcla en la movida beatnik, el ruido de la ciudad, las conversaciones de la intelectualidad de la época sobre psicoanálisis y existencialismo. También busca el amor, el sexo, ser ella misma aún siendo otra, si su piel se lo permite. Y Benny (Ben Carruthers) no sabe bien lo que quiere, es un trompetista desempleado y persigue chicas en los hoteles junto a sus amigos, camina por la calle, busca una música que lo represente. Todo está por comenzar para ellos.
Ese fue el esqueleto de Shadows. Temas que luego perdurarían en la obra de Cassavetes: la inestabilidad familiar, los dilemas de los artistas, la búsqueda del amor, la construcción de la identidad. Pero entonces el director no sabía sobre la gramática del cine, ni siquiera estaba en su horizonte. Venía del teatro, del Variety Arts Workshop, un taller de improvisación teatral en Nueva York donde daba clases de actuación bajo un método novedoso, que priorizaba el trabajo colaborativo entre actores y director. Ya había formado una pareja con Gena Rowlands, su compinche en la aventura de hacer un arte distinto, y había aparecido en la pantalla grande como actor bajo las órdenes de Don Siegel en Crimen en las calles (1956), y en algunos especiales de televisión como Alfred Hitchcock presenta. La cámara era todavía una intrusa en los ensayos teatrales, y la idea de comandar un rodaje era una quimera. Pero todo llegaría, la gloria lo estaba esperando.
“Si el público quiere ver una película auténtica, con personas auténticas, puede contribuir con dinero para financiarla”, lanzaba al aire John Cassavetes durante la campaña de promoción de la película El hombre que venció al miedo (1957), de Martin Ritt, que lo tenía como uno de los protagonistas. Su interlocutor era el famoso conductor radial Jean Shepard y en unas pocas horas más de 2000 oyentes contribuyeron con no más de dos o tres dólares cada uno armando lo que sería la base del presupuesto de Shadows. Lo que hoy se conoce como crowdfunding no estaba en el horizonte de ningún artista de Hollywood, pero Cassavetes abrió esa puerta para siempre. Con el dinero que había ganado como actor, colaboraciones de sus amigos y del equipo de actores de su taller, junto con los aportes de los oyentes del programa Night People, de Jean ‘Shep’ Shepard, comenzó el rodaje de su ópera prima, una película de ínfimo presupuesto, cuyo guion nació de los ensayos, del ida y vuelta con los actores, del mundo que estaba ahí afuera, en la calle, en el día a día de esos personajes que cruzaban la línea entre la realidad y la ficción.
El primer borrador fue el disparador. Una serie de escenas entre los tres hermanos en un set improvisado entre las paredes del Variety Arts Workshop, conversaciones sueltas, inconexas, filmadas con diferentes registros de luz, en una imagen granulada que ofrecía la cámara de 16 mm. Las primeras escenas registran una fiesta en un departamento, el de los hermanos, abarrotado de gente que deambula y conversa, se ríe mientras sus diálogos inaudibles se interrumpen y los cortes marcan la frontera difusa entre la inexperiencia y la experimentación. También instala el clima: la bohemia beat, la música de jazz, los coqueteos disimulados. Luego llegarán las escenas en las calles de Manhattan, robadas con cámara en mano, sin sonido directo, signadas por la urgencia y cierta vocación de atesorar una verdad con desesperación. Hugh se niega a presentar a unas bailarinas sin técnica en un club nocturno, exige respeto a su arte, discute los términos del contrato son su amigo y representante Rupert (Rupert Crosse), quien intenta negociar, conseguir un lugar donde cantar y ganar dinero. Cassavetes muestra la realidad de los músicos afroamericanos sin grandes discursos, a través de sus cuerpos en conflicto, de sus tensiones con lo que los rodea.
El hallazgo de Shadows se puede resumir en dos revoluciones. Por un lado, la estética, más cercana a la influencia del neorrealismo que al rigor del lenguaje clásico de Hollywood. Planos largos, diálogo inconexo, cambios de foco e iluminación, actuaciones improvisadas. Pero al mismo tiempo era diferente a lo que el público estaba acostumbrado a ver: era un relato crudo y directo, sin adornos, que abordaba temas tabú como la sexualidad femenina o las relaciones interraciales, que exploraba la noche y la contracara de la vida bohemia de los artistas. En la historia de Lelia, aparece Tony (Tony Ray, hijo del director Nicholas Ray), un joven blanco que la seduce con cierto ahínco, con quien corre por el parque despistando a otro pretendiente y con quien termina perdiendo la virginidad. Cassavetes acerca su cámara intrusa al rostro de Lelia, condensa allí sus sentimientos encontrados, su experiencia sexual frustrante pero su deseo persistente, sin romanticismo ni idealizaciones. Y luego Tony visita a la familia y deja entrever su desconcierto ante el color de piel de Hugh, una incomodidad que lo precipita a la vergüenza y la escapatoria. Nuevamente las palabras no son suficientes, la cámara muestra con verdad y sin eufemismos.
La segunda revolución fue a nivel de producción, abriendo la posibilidad de financiar proyectos de muy bajo presupuesto, con temas y personajes “menores” fuera de los intereses de los grandes estudios. En un escenario todavía caracterizado por una industria cerrada y vertical que se había sostenido durante treinta años de cine sonoro, Cassavetes intentó iniciar una verdadera corriente de independencia de los grandes presupuestos y condicionamientos de Hollywood. Algo nuevo aparecía en el cine, algo extraño e inacabado, una idea germinal de hacer cine fuera de las coordenadas de los géneros, de las exigencias de las estrellas. Personas comunes que viven sus vidas y sus amores, sus sinsabores profesionales, sus anhelos personales.
Shadows sintoniza con el registro de la ciudad de Nueva York que en el mismo 1959 aparecerá para definir a París en las primeras películas de la nouvelle vague como Los cuatrocientos golpes de François Truffaut o Sin aliento de Jean-Luc Godard. Lelia camina entre las marquesinas de Time Square que muestran a Brigitte Bardott y Alida Valli en Armas de mujer (1958), de Roger Vadim; también el póster de un exploit de Corman, El paraíso desnudo (1957) y el rostro de galán de Errol Flynn; finalmente se pierde bajo las luces de neón que anuncian Girls Inc, como una broma silenciosa. En la calle también deambula Benny con sus anteojos de sol, una especie de rebelde sin causa con la misma campera de cuero de James Dean pero sin su aura de estrella trágica, sino de niño todavía sin rumbo y con ansias de descubrimiento. Postales de una generación, de un tiempo atesorado, de una ciudad que ruge sus remordimientos.
El rodaje se extendió hasta entrado el año 1958 y en noviembre de ese año el director realizó un montaje provisorio y lo exhibió en el Paris Theatre de Nueva York ante un grupo de colegas y amigos. La recepción fue despiadada. “Fue recibida con ojos mayoritariamente hostiles”, declaró tiempo después. El único que la defendió y la declaró una obra maestra fue el crítico Jonas Mekas, hombre clave del New American Cinema de los próximos años. Paradójicamente, cuando un año después Cassavetes presentó la versión definitiva, Mekas escribía un encendido artículo en el Village Voice diciendo que era una concesión comercial y que nada quedaba de lo que él había elogiado. El futuro director de Una mujer bajo influencia (1974) no se amilanó en su defensa y declaró que esa segunda versión era la única, muy superior a lo que había sido la primera, y para nada en sintonía con las convenciones de Hollywood. Cuando Ray Carney, estudioso de la obra del director y autor de Cassavetes por Cassavetes, recuperó aquel primer metraje y logró su exhibición en el Festival de Rotterdam, en 2004, Gena Rowlands señaló que no era en absoluto lo que su marido quería que se viera, que la Shadows que conocemos es la única que debería verse.
“La película que acaba de ver es una improvisación” rezaban los créditos finales de Shadows. Pero Cassavetes descubrió entonces los límites de la improvisación y en su segunda versión decidió filmar escenas que contaban con una estructura narrativa más pulida, ofreció más cuerpo a la trama de ficción, descubrió que podía preservar su verdad sin traicionarse. Y por ello su segunda versión era más humana y menos intelectual, cercana a lo que pasaba a sus personajes como eco de lo que le pasaba a su audiencia. Siempre quiso sintonizar con el sentir de las personas, acompañarlas en sus dolores y frustraciones, explorar sus desequilibrios, sus alegrías y tristezas, sus euforias y rebeliones. En la vocación de capturar el ambiente, apareció la música como dominante, el free jazz, la cita a Charlie ‘Bird’ Parker y la necesidad de elegir una banda sonora que complete ese fresco. Ya Miles Davis había improvisado una melodía en el debut del francés Louis Malle con Ascensor para el cadalso (1957) y luego Art Blakey definiría el tono de Las relaciones peligrosas (1959), de Roger Vadim.
Cassavetes convenció a Charles Mingus de sumarse a la aventura de lo incierto, aunque irónicamente el músico afecto a la improvisación insistió en realizar los arreglos escritos. Los retrasos de Mingus reducirían su colaboración instrumental a unos minutos de bajo solista, y la mayor parte de los acordes los interpretaría el saxofonista Shafi Hadi. Mingus nunca completó los arreglos para la película, pero sus bocetos se ampliaron a clásicos del jazz como “Nostalgia in Times Square”, “Diane” y “Strollin”.
Al terminar la producción de la película, Cassavetes debió afrontar una serie de deudas por 40.000 dólares. Fue entonces cuando aceptó interpretar al pianista y detective Johnny Stacato en la serie homónima que le daría un éxito y quizás uno de los pocos personajes heroicos de su filmografía como actor, opuesto a los chicos rebeldes que había interpretado en Crimen en las calles y El hombre que venció al miedo, y a los siniestros que vendrían en Doce del patíbulo (1967), de Robert Aldrich y El bebé de Rosamary (1968), de Roman Polanski. Desde entonces se estableció esa regla: actuar para poder financiar sus proyectos como director. Algo que había ensayado Orson Welles en una industria más rígida, menos concesiva. Pero Cassavetes había contribuido a cambiar las reglas: Shadows lo había conseguido. “La película que más amo”, la definió; tal vez porque fue la primera. La del riesgo y la incertidumbre, también la de la inesperada celebración en Venecia, la del reconocimiento en el estreno en Estados Unidos alojada en un circuito marginal para películas extranjeras, y la que dejó más enseñanzas. De allí salió parte del cine under con Shirley Clarke y los hermanos Mekas, también el Nuevo Hollywood con Martin Scorsese, Brian De Palma y William Friedkin como herederos. Luego Jim Jarmusch, el cine indie de Soderbergh, Sundance y los hermanos Duplass. Pequeños hijos de un maestro inolvidable.
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