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Ensayo invitado
Por Jonathan Alter
Alter es colaborador de Opinión.
El historiador neerlandés Pieter Geyl dijo: “La historia es un debate sin fin”. No siempre. Muchos de los grandes temas históricos están firmemente resueltos. Nadie sugiere de manera seria que el allanamiento en el caso Watergate estuviera justificado, e incluso Marjorie Taylor Greene se retractó de su afirmación de que el atentado del 11-S fue un trabajo interno.
En un principio, el mismo consenso parecía aplicarse a lo ocurrido el 6 de enero de 2021. “Como todos los estadounidenses, estoy indignado por la violencia, la anarquía y el caos”, dijo Donald Trump al día siguiente de los disturbios que él mismo inspiró. Trump parecía haber tachado la línea en su declaración dirigida a los alborotadores: “Ustedes no me representan. No representan a nuestro movimiento”. Incluso en ese momento, no se atrevió a decir eso. Pero sí dijo que no representaban al país, y la culpabilidad de aquellos que saquearon el Capitolio no parecía tener gran margen de duda.
Por supuesto, Trump no tardó mucho en pasar de condenar a los alborotadores a celebrarlos. Y con su reciente victoria de noviembre, la narrativa de la amenaza más grave que ha habido para la república estadounidense desde la Guerra Civil de pronto está en juego.
Para Trump, la nueva lucha sobre el 6 de enero es una oportunidad de reescribir no solo el momento más irresponsable de su irresponsable vida, sino la propia historia estadounidense.
Para sus críticos, el 6 de enero se ha convertido en un aniversario insoportable; un recordatorio de cuánto músculo constitucional perdimos ese día y cuánto más podría desgastarse en los próximos cuatro años. En aquellos días, muchos nos consolábamos pensando que, a pesar de todo el trauma, al menos Trump se había ido para siempre. Ahora regresó, y su elección será certificada por segunda vez en la misma fecha en la misma cámara profanada por sus insurrectos.
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