No les vino de la nada a los pretorianos su aura de carros de combate humanos. Según explica el divulgador histórico e investigador Stephen Dando-Collins en ‘La maldición de los césares: la crónica fascinante de una época convulsa’, fue con el advenimiento del Imperio cuando «devino una fuerza especial policial integrada por efectivos de élite». Loados por las crónicas, estos combatientes «estaban mejor retribuidos que sus colegas legionarios, servían durante un período más breve (dieciséis años desde las postrimerías del reinado de Augusto)» y recibían una paga mayor al licenciarse: 20.000 sestercios en oposición a los 12.000 que percibían sus colegas legionarios.
Roger Collins suscribe las palabras de su colega en ‘La Europa de la Alta Edad Media’. Aunque sostiene que es difícil generalizar debido a que la presencia de la unidad se extendió durante siglos, los define como una «fuerza de élite» estacionada de forma habitual en Roma con el objetivo de defender al Emperador. Por lo general, al menos, pues a lo largo de las décadas demostraron que, «cuando su jefe tenía una personalidad débil o era poco capaz, podían controlar el régimen». Ejemplos los hay a pares. El 24 de enero del año 41 d. C., la unidad acabó con la vida de Julio César Augusto Germánico, más conocido como Calígula, debido a su locura.
Duro entrenamiento
Más allá de sus venturas y desventuras, está claro que ser un miembro de la guardia pretoriana no era sencillo. A pesar de la reforma de Severo, quien ordenó que «cualquier vacante en los pretorianos fuese cubierta con hombres de todas las legiones» debido a que conocían mucho mejor el oficio del soldado, el entrenamiento al que debían someterse reclutas y veteranos para convertirse en máquinas de matar era estricto. Por ello, no estaban exentos de prepararse para la contienda mediante ejercicios llevados a cabo con espadas de madera o, incluso, mediante una suerte de boxeo practicado en la época.
En la obra ‘Pretorianos, la élite del ejército romano’, Arturo Sánchez Sanz ahonda en el entrenamiento de esta unidad. Unos ejercicios que el autor compara con los que llevaban a cabo los espartanos: «Aunque con un planteamiento totalmente distinto, los propios pretorianos no quedaban a la zaga de tales hazañas. En combate siempre cumplieron sobradamente lo que se esperaba de ellos. Si eso era posible aun teniendo que actuar en campaña solo de forma esporádica, se debía tanto a una selección estricta de los aspirantes como al entrenamiento diario que realizaban».
Estos ejercicios se llevaban a cabo en un ‘campus’, un complejo formado por un templo, unas termas y unas letrinas en el que los pretorianos se preparaban para el combate. La zona, además, buscaba que los soldados estuviesen aislados y no gastaran su amplia soldada –mucho más generosa que la de los legionarios– en alcohol, comida y prostitutas. Allí, añade el autor español, «escuchaban a diario las voces de instructores que dirigían el entrenamiento» en todas las facetas posibles: de las militares, a las físicas. Decir que aquellos profesores eran claves para el ejército es quedarse corto; su importancia era tal que estaban, a su vez, supervisados por unos adiestradores superiores.
En el ‘campus’, cada profesor les entrenaba una faceta diferente. Según explica Raúl Méndez Argüín en el dossier ‘La Guardia Pretoriana en combate’, los más populares en los ‘armatura’. Estos ayudaban a los pretorianos a perfeccionar el arte de la esgrima. Su labor era tan importante que recibían formación de los ‘discens armaturarum’, unos maestros de maestros que se encargaban de que no erraran a la hora de explicar a sus alumnos los secretos de las espadas. En la práctica, los instructores no tenían piedad. Y va un ejemplo: no dudaban en quitar la mitad de la ración a los pupilos que no progresaran todo lo rápido que ellos querían.
Día a día
Con todo, Sanz es partidario de que, más allá de esta estructura, se conoce poco de la rutina diaria de los pretorianos. Por ello, supone que el entrenamiento podría ser parecido al de los legionarios. «Tenían que manejar las armas de combate, pues de ello dependerían sus vidas y, en parte, la victoria en la batalla», explica. A su vez, debían aprender a formar y marchar a nivel marcial. «Lograrlo requería práctica diaria hasta la extenuación. La marcha regular y el paso ligero se entrenaban en principio sin carga, hasta realizarlas con todo el equipo de combate en perfecta sincronización», completa. Aquello era básico, pues en plena brega debían mantenerse recios y en formación ante el empuje enemigo.
Para alcanzar tal destreza, los adiestradores organizaban en principio marchas diarias de 20 millas romanas (29.620 kilómetros) que los pretorianos debían realizar, como máximo, en cinco horas. Más tarde, aumentaban la distancia a 24 millas. Estos ejercicios eran habituales entre los reclutas que, a continuación, repetían el recorrido con su equipo completo a cuestas.
Tampoco estaban exentos los combatientes de entrenar el salto. Al fin y al cabo, debían estar preparados para poder sortear cualquier obstáculo colocado por el enemigo. Para ello utilizaban un potro que, en principio, superaban libres de trabas. «Después lo hacían con todo el equipo, de un salto, y portando el ‘gladius‘ y el ‘pilum’ en sus manos», añade el autor de la obra. Y, como sucede en la actualidad, repetían una y otra vez las respuestas que debían dar ante las señales básicas de sus superiores. El objetivo era sencillo: que las órdenes fueran cumplidas al instante y sin fallo.
Los ejercicios de fuerza no eran menos vitales para un soldado. Afirma el experto que debían aprender a ejecutar obras de ingeniería, levantar campamentos y cargar y utilizar sus armas durante continuos ataques. «Un brazo cansado tras asestar numerosos golpes o repelerlos podían rendirse antes de lo esperado», incide. La natación y la equitación también eran asignaturas básicas. Finalmente, y como es obvio, la práctica con armas era básica. Así pues, entrenaban para atacar las tres partes clave del cuerpo del enemigo: cabeza, torso y piernas.