La inteligencia artificial (IA) se ha convertido en el nuevo mito de nuestro tiempo. El relato que domina en medios de comunicación y discursos políticos es que estamos ante una herramienta capaz de revolucionar la medicina, la ciencia, transformar la educación, reinventar la economía y abrir horizontes insospechados.
Pero detrás de esta narrativa triunfalista se esconde una realidad incómoda, que rara vez se menciona: millones de trabajadores anónimos, invisibles para el gran público, sostienen con su esfuerzo y sufrimiento la maquinaria de la IA. Son los llamados data workers, quienes alimentan con datos y correcciones los modelos que luego se presentan como inteligentes. Sin ellos, los algoritmos simplemente no funcionarían.
Según el Banco Mundial, se calcula que existen entre 150 y 430 millones de estos trabajadores en todo el mundo. La mayoría vive en países del Sur global, donde la precariedad convierte cualquier ingreso en una tabla de salvación. En Kenia, por ejemplo, jóvenes con estudios universitarios aceptan empleos que apenas alcanzan los dos dólares por hora. Su tarea consiste en etiquetar imágenes, corregir textos, responder preguntas absurdas o repetitivas y, sobre todo, entrenar los sistemas para que aprendan a distinguir lo aceptable de lo inaceptable.
Millones de trabajadores anónimos sostienen con su esfuerzo y sufrimiento la maquinaria de la IA
Y es aquí donde aparece la dimensión más oscura. Para que una IA sepa reconocer un discurso de odio, alguien tiene que leerlo y clasificarlo. Para que pueda filtrar pornografía, violencia extrema o material pedófilo, alguien tiene que visionarlo antes. Muchos trabajadores pasan jornadas enteras enfrentados a lo peor de la condición humana: asesinatos, violaciones, torturas, abusos. El muy recomendable documental francés Les sacrifiés de l’IA (Los sacrificados de la IA), de Henri Poulain, recoge testimonios de quienes, tras meses en esta labor, han quedado atrapados en cuadros de ansiedad, depresión o estrés postraumático. Algunos no consiguen recuperarse jamás.
La explotación se agrava con el aislamiento. Los contratos de confidencialidad impiden hablar del trabajo incluso con familiares. Las empresas subcontratadas que gestionan estas tareas —al servicio de gigantes tecnológicos que prefieren no mancharse las manos— rara vez ofrecen apoyo psicológico. La consigna es producir más, al menor coste posible. El resultado es una legión de trabajadores que pierden salud mental y dignidad a cambio de salarios ínfimos. Un esclavismo digital en pleno siglo XXI.
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La coartada de este sacrificio tiene nombre: largoplacismo. Esta corriente filosófica, muy popular entre magnates de Silicon Valley como Elon Musk o Sam Altman, sostiene que la prioridad moral no está en el presente, sino en el futuro lejano. Lo importante no es el sufrimiento actual, sino las vidas de personas todavía no nacidas que, supuestamente, podrán salvarse gracias a tecnologías como la IA. Según esta lógica, todo daño presente queda justificado si contribuye a un bien mayor en el mañana remoto. La fórmula es archiconocida: el fin justifica los medios.
El largoplacismo es una ideología perversa. Sirve para encubrir la explotación laboral, el coste ambiental y la concentración de poder en manos de unas pocas empresas. Opera como justificación para aceptar los daños actuales bajo la ilusión de un futuro ideal cuya llegada carece de toda garantía. Y mientras tanto, millones de personas soportan el peso de esa promesa.
La verdadera inteligencia no tiene nada que ver con algoritmos, sino en reconocer el valor de la dignidad humana
Porque, además del precio humano, la IA acarrea un precio ambiental colosal. Los centros de datos consumen cantidades ingentes de electricidad y agua, emiten toneladas de CO₂ y requieren minerales que no se encuentran en yacimientos que las concentren en gran abundancia sino en yacimientos muy dispersos, lo que dificulta su extracción tanto en términos económicos como energéticos. En plena crisis climática, esta huella ecológica debería ser un motivo de preocupación central. Sin embargo, también aquí la narrativa dominante minimiza el problema hasta extremos ridículos: no importa la contaminación presente si con ello aseguramos el más feliz de los futuros.
La pregunta que deberíamos plantearnos es simple: ¿qué estamos dispuestos a tolerar en nombre de la innovación? ¿Aceptaremos que el progreso tecnológico se construya sobre la explotación de millones de personas y sobre la degradación del planeta? ¿Permitiremos que la promesa de un futuro mejor sirva para encubrir injusticias presentes?
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El espejismo es evidente. La llamada inteligencia artificial no es más que el reflejo del trabajo humano que la sostiene. No hay magia detrás de un chatbot que conversa con soltura ni de un generador de imágenes que parece creativo. Hay miles de trabajadores que, con su tiempo y su salud, han enseñado a la máquina cómo responder. La inteligencia es humana; lo artificial es el disfraz.
Necesitamos desmontar este mito para poder afrontar el debate con honestidad. La verdadera inteligencia no tiene nada que ver con algoritmos, sino en reconocer el valor de la dignidad humana. Si queremos un futuro de verdad más justo y mejor, no bastará con aplaudir los avances de la IA. Habrá que exigir transparencia a las empresas, regulación a los gobiernos, protección a los trabajadores y una reflexión colectiva sobre los límites éticos de la innovación.
De lo contrario, lo que nos espera no es un utópico paraíso tecnológico, sino una distopía construida sobre el sufrimiento de los sacrificados de la inteligencia artificial.
Ramon López de Mántaras. Instituto de Investigación en Inteligencia Artificial (CSIC)



