“Se dirá que esto suena complicado o difícil. Quizá, también, misterioso. No lo es si tenemos en cuenta dos hechos o dos fenómenos sociopolíticos que han surgido de forma llamativa o flagrante en los últimos tiempos”
“La economía que se convierte en religión, en el método, modales, palabras y expresiones adoptadas. La política que, a su vez, se reviste de religión para presentarse como convincente y conquistadora, celestial y beatificadora”
“Se olvida, sin embargo, que la economía tiene fundamentos político-religiosos y que los conceptos de la economía moderna son también conceptos teológicos secularizados”
“La asamblea convocada se convierte en un campo de batalla identitario: el profeta propone, invocando a Dios -God Bless America, es el eslogan repetido sin cesar y con la mano en el corazón- el retorno de una América más grande que antes destruyendo a los demonizados ‘ellos’ que la amenazan (los inmigrantes, los otros «mercados», las otras mercancías, chinos, europeos, latinoamericanos, canadienses)”
“Se olvida, sin embargo, que la economía tiene fundamentos político-religiosos y que los conceptos de la economía moderna son también conceptos teológicos secularizados”
“La asamblea convocada se convierte en un campo de batalla identitario: el profeta propone, invocando a Dios -God Bless America, es el eslogan repetido sin cesar y con la mano en el corazón- el retorno de una América más grande que antes destruyendo a los demonizados ‘ellos’ que la amenazan (los inmigrantes, los otros «mercados», las otras mercancías, chinos, europeos, latinoamericanos, canadienses)”
Cuando se estudia historia a finales del siglo XVI, se recuerda invariablemente la expresión latina, parecida al derecho, «cuius regio, eius religio» -de quién es la región, de él es la religión-. Es decir: los súbditos tienen la misma confesión religiosa que su príncipe.
‘Informe RD’ con análisis y el Documento Final del Sínodo
Admito que la yuxtaposición que estoy haciendo es un poco prepotente: si lo pensamos bien, no parece que estemos muy lejos de la obligación de aquellos tiempos. No en la forma, desde luego; sino en el fondo. Y para peor: porque esa religión no tiene fronteras, se entiende que lo abarca todo o que es imparablemente omnipresente; los príncipes o déspotas son múltiples y diferentes, cambian, no siempre son identificables, logran imponerse en todas partes y de todas las maneras.
Se dirá que todo esto suena complicado o difícil. Quizá, también, misterioso. No lo es si tenemos en cuenta dos hechos o dos fenómenos sociopolíticos que han surgido de forma llamativa o flagrante en los últimos tiempos. Estos son:
– la economía que se convierte en religión, en el método, modales, palabras y expresiones adoptadas;
– la política que, a su vez, se reviste de religión para presentarse como convincente y conquistadora, celestial y beatificadora. También exhibe las Sagradas Escrituras (la Biblia) como prueba del reparto divino y formula sus promesas como actos de fe en su liturgia electoral.
A menudo los profanos y los iniciados (economistas, políticos) suponen que la economía, ciencia de la racionalidad, encuentra su mejor expresión en las matemáticas. Para los primeros, es simple aritmética, contabilidad, observación directa, estadística. Para los segundos, es la utilización de métodos matemáticos y estadísticos para elaborar esquemas, modelos, demostrar o verificar la validez de sus propias hipótesis.
Se olvida, sin embargo, que la economía tiene fundamentos político-religiosos y que los conceptos de la economía moderna son también conceptos teológicos secularizados.
Como primera demostración, ya podemos encontrar huellas de ello en el vocabulario de la Antigüedad. Capital, por ejemplo, deriva de caput, que designaba la cabeza del buey, ofrecida como sacrificio a la divinidad para mantener la cohesión simbólica de la sociedad. En la Edad Media, el concepto de «beneficio» siguió siendo canónico durante mucho tiempo y se convirtió en el fundamento de la banca y de la ganancia.
Sin embargo, la cuestión teológico-política ha sido objeto de numerosos estudios y controversias, especialmente tras la afirmación de Carl Schmitt (1888-1985, jurista y politólogo alemán) de que «todos los conceptos significativos del Estado moderno son conceptos teológicos secularizados». Si esto es así, uno se preguntaba, ¿podemos entonces hablar también de «teologías económicas»?
Llegados a este punto, podríamos preguntarnos para ejemplificar: ¿dónde o cuándo la economía se convierte en teología o la economía en religión? Podríamos limitarnos a un ejemplo, el más significativo, que impregna todos los acontecimientos económicos y políticos actuales.
Uno de los padres de la economía moderna, el británico Adam Smith, era ante todo un teólogo, que enseñaba teología en Glasgow. Consigue explicar por qué el mercado, pilar de la economía y por tanto de la sociedad, acaba siempre autorregulándose y equilibrándose gracias a una «mano invisible», claramente asimilable a una intervención de la divina providencia. El mercado se erige así en fundamento antropológico del hombre porque lo distingue de las demás criaturas. «Nunca se ha visto a un perro –escribe Adam Smith- cambiar deliberadamente un hueso con otro perro».
Y, por tanto, los individuos deben obedecer la ley del mercado como deben obedecer a Dios en la medida en que es una emanación directa de Él. En otras palabras: no hay alternativa, no hay posibilidad de subvertir el orden posible. El estatuto social heredado de la Edad Media con la jerarquía natural de los tres órdenes -los que luchan, los que trabajan, los que rezan- da paso a una sociedad (una economía) en la que las desigualdades se justifican por el orden natural del mercado porque, en última instancia, son rentables para todos y hay que confiar en los caminos impenetrables de la Providencia divina.
Incluso una imagen muy cargada de significado en la Edad Media, Jesús expulsando a los mercaderes del Templo, pierde su significado. Adam Smith explica que «los propietarios (los mercaderes) sin quererlo ni saberlo, sirven al bienestar general y proporcionan los medios para la multiplicación de la especie».
Ese concepto de mercado resuelve también dos problemas que la filosofía política de la época de Adam Smith no resolvía: la paz entre las naciones y la obligación social. El comercio, gracias a la «mano divina», es una actividad de suma positiva, en la que todos ganan, tanto porque conduce al equilibrio entre las potencias, entre las naciones, como porque permite el encuentro de los intereses individuales y colectivos, sin necesidad de que intervenga un «déspota», (porque es inconcebible que alguien ocupe el lugar de la Naturaleza para corregir los designios de la Providencia), sólo mediante un contrato en el que las partes se obligan mutuamente, quedando libres.
De este modo, la «mano invisible» resuelve también cualquier posible contradicción entre la ética y lo económico porque la Providencia llevará a cabo la transmutación del mal en bien, sin que la propia humanidad lo sepa. De hecho, Adam Smith era categórico: «la administración del gran sistema del universo y el cuidado del bienestar universal de todos los seres racionales y sensibles es asunto de Dios y no del hombre».
Hoy parece casi increíble o inimaginable cómo toda esta «doctrina teológica» o esta concepción fundamentalmente «religiosa» ha florecido, alimenta y rige toda nuestra economía o la política económica que la guía.
La «teología económica» de Adam Smith ha sido secularizada por el economista y sociólogo austriaco, naturalizado británico, Friedrich von Hayek (1899-1992), Premio Nobel de Economía (1974), considerado con razón el padre del neoliberalismo, la doctrina, la política y la práctica que dominan la economía desde hace cincuenta años y la impregnan todavía hoy.
Hay quien ha escrito que el mercado puede considerarse entonces ‘un profeta anónimo según la teoría de la eficacia financiera; conoce y revela a todos el ‘verdadero modelo’ de la economía; será verdadero porque, si todos le siguen, se realizará, del mismo modo que la palabra del profeta es verdadera porque todos los que la oyen creen que Dios habla con su boca’. Y desde entonces, el mercadoya no tiene límites geográficos ni temporales» y se propone y sostiene, religiosamente, como «el mediador infinito de la multitud de intereses que, sólo gracias a él, se armonizan.
Hay quienes han intentado demostrar que hemos pasado de la «sociedad abierta» a la «sociedad opaca» que está «regida por la teología dogmática del mercado… una sociedad que encuentra su fundamento en el cierre al y del pensamiento, en la mortificación de todo lo que es conocimiento así como en la anulación de aquellas condiciones, éticas y educativas, que permiten la formación de individuos autónomos dotados de sentido crítico.
Esto sucede con la globalización del mercado, que hoy en día se considera más perjudicial que útil o sólo útil para algunos, hasta el punto de que se está volviendo a la fragmentación del mercado y al proteccionismo (véanse las políticas del nuevo presidente Donald Trump y otros).
En una economía de libre mercado, la solución no es el Estado, ni incluso el gobierno. Esos son hasta un mal necesario. La sociedad no existe: No hay alternativa al libre mercado, al liberalismo. Como dijo alguien en su momento, nadie se acordaría del buen samaritano si sólo tuviera buenas intenciones y no tuviera, también, dinero.
«La riqueza, aunque la acumulen unos pocos, acabará llegando a todos», Ese es un principio dogmático que adoptan los gobiernos grandes y pequeños, a menudo también en forma de exenciones fiscales a los ricos, para justificar la positividad del capitalismo, la aleatoriedad de la injusticia distributiva o los desequilibrios de renta, y por tanto también la pobreza, que no es una condición sino sólo una expectativa económica… de la mano invisible o providencial.
Otra desviación de lo religioso se ha producido, políticamente, con la elección del presidente estadounidense Donald Trump. Estados Unidos de América ya no se conforma con el intrusivo «In God We Trust» -En Dios confiamos-, lema adoptado en 1956 y escrito en los billetes. De hecho, ha pasado a ser «In Trump We Trust» -En Trump confiamos-. Como si fuera -según se le oyó en una entrevista televisiva- el «nuevo profeta» o «la reencarnación de Jesús».
La lógica de los vasos comunicantes ha obrado el milagro llevando el sentimiento religioso del estado eclesiástico (del griego ‘ecclesia‘, asamblea, derivado del verbo ‘ekkaleo‘, convocación) al campo político.
La asamblea convocada se convierte en un campo de batalla identitario: el profeta propone, invocando a Dios -God Bless America, es el eslogan repetido sin cesar y con la mano en el corazón- el retorno de una América más grande que antes destruyendo a los demonizados «ellos» que la amenazan (los inmigrantes, los otros «mercados», las otras mercancías, chinos, europeos, latinoamericanos, canadienses).
Estamos a las puertas de los nuevos cielos y la nueva tierra, es decir, el bing bang de la nueva creación.