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Estados Unidos: una política innecesaria y torpe

Autor: Aceprensa

En 1930, durante la presidencia de Herbert Hoover, el Congreso de los Estados Unidos debatió la llamada Smoot-Hawley Tariff Act, que establecía aranceles aduaneros del 40% al 60% para la importación de casi mil productos procedentes de distintos países. Solo habían transcurrido unos meses desde el crack bursátil del año anterior y tal medida, fuertemente proteccionista, había sido propuesta por los citados congresistas con el propósito ingenuo de evitar pretendidos males a la industria manufacturera del país.

Durante el período de debates en el Congreso, más de mil economistas americanos trataron de paralizar la tramitación de esa ley, mediante una carta que recogía serios argumentos profesionales contrarios a la propuesta de incrementar las tarifas aduaneras y que fue debidamente filtrada a los medios de comunicación. Pese a los argumentos de un documento bien razonado y suscrito por muchos profesionales de la economía, la absurda ley proteccionista resultó aprobada en el mes de junio y entró inmediatamente en vigor.

Como es de sobra conocido, esa política arancelaria de 1930, y otras medidas contrarias a la libertad de comercio, solo sirvieron para convertir en fuerte depresión económica (la más intensa de la historia) lo que hasta entonces había sido una crisis limitada al ámbito financiero. El comercio exterior estadounidense se redujo a la mitad y el PIB llegó a experimentar una contracción acumulada del 26%. El resto de los países adoptaron también políticas arancelarias de represalia, y la actividad económica global fue conducida al borde del colapso.

Tan lamentable episodio histórico recobra ahora plena actualidad. De ello se han encargado dos economistas importantes: Phil Gramm (exsenador por Texas) y Larry Summers (exsecretario del Tesoro). Aunque el primero pertenece al partido republicano y el segundo está vinculado al demócrata, ambos economistas traen a la memoria el grave error arancelario cometido en los años treinta, como introducción a una nueva carta publicada conjuntamente por ellos en The Wall Street Journal y también abierta a cuantos colegas deseen adherirse con plena libertad. Esta vez, la carta va dirigida a subrayar las funestas consecuencias en que puede desembocar la política de proteccionismo arancelario, iniciada en tono radical e histriónico por Donald Trump y su equipo de gobierno.

Es de suponer que esta nueva carta de 2025 suscite, por parte de los mejores economistas del país, una adhesión tan masiva como obtuvo su precedente de hace noventa y cinco años, y es de desear que obtenga mejores resultados que entonces. Como en aquella ocasión, los argumentos que en el documento se exponen tienen el rigor y la fuerza de un pensamiento académico bien elaborado, frente a la superficialidad del populismo político al uso, tan simplista como perjudicial. Conviene, pues, subrayar algunos puntos del contenido de esta nueva carta.

La mayoría de los comentarios de prensa explican cómo la adopción de tarifas aduaneras eleva la tasa de inflación en el propio país que las crea, lo cual resulta perfectamente intuitivo y fácil de entender, incluso para los ciudadanos no especializados en economía. Las tarifas elevan el precio de los productos importados.

Pero Gramm y Summers van mucho más allá, y en su carta ponen de relieve efectos distorsionantes que los aranceles proteccionistas provocan en el sistema productivo del propio país de origen. En efecto, las tarifas aduaneras mantienen artificialmente vivas a aquellas industrias nacionales que, por ser anticuadas o ineficientes, han resultado poco competitivas a nivel global. Al abrigo de esa protección, empresas no rentables, cuya ineficiencia había reclamado la aplicación de aranceles, atraen ahora recursos productivos valiosos (personas, capitales, tecnología y talento creativo) que anteriormente se aplicaban a otros sectores plenamente competitivos frente al exterior, y que resultan, así, perjudicados.

De hecho, los aranceles proteccionistas no solo premian a las actividades económicas menos competitivas, sino que también penalizan a las más eficientes. Se estimula, con ello, una reasignación de recursos (siempre escasos) que distorsiona los mercados, encarece los factores productivos, disminuye el output final y empobrece al país. Nótese que todo esto ocurre aunque los restantes países no eleven sus aranceles como represalia. Si lo hacen, los efectos negativos se multiplican, en perjuicio de todos.

¿Cómo justifica Donald Trump su propensión al establecimiento de aranceles proteccionistas? Su principal argumento es que las tarifas aduaneras servirán para revertir el proceso de “desindustrialización” que, según su criterio, la economía norteamericana viene padeciendo desde el comienzo de la globalización, bajo gobiernos sucesivos de ambos partidos. En opinión de Trump, tal proceso desindustrializador ha desembocado en un fuerte déficit comercial frente al resto del mundo, lo que –insiste– supone una “hemorragia” creciente en la vitalidad económica del país.

Con datos sólidos en su mano, Gramm y Summers prueban, por el contrario, que la producción industrial en los Estados Unidos está hoy en sus máximos históricos, de forma que, en términos reales (es decir, descontada la inflación), las empresas que integran el macrosector industrial del país producen hoy más del doble que en 1975, último año en el que se obtuvo un superávit comercial frente al exterior. Ni el país se desindustrializa ni su output industrial, acrecentado, tiene nada que ver con el déficit externo.

Un segundo argumento aducido por Trump para el proteccionismo de la industria americana es que la pretendida desindustrialización viene generando paro laboral. En su opinión, ello se demuestra por la menor proporción de trabajadores ocupados en el sector industrial durante los últimos años. El proteccionismo arancelario a la industria norteamericana se vería así justificado como “ayuda al trabajo.”

Ciertamente, el sector industrial (incluyendo manufacturas y construcción) empleaba cerca de 24 millones de trabajadores a principios de este siglo, mientras veinticinco años después ocupa a cuatro millones de personas menos. Pero esa reducción de empleo, junto con el aumento de producción, solo indica que la productividad de la industria ha aumentado de forma intensa en el período considerado, estimulada por una gran aportación de avances tecnológicos, en los que los Estados Unidos ocupan una posición de liderazgo.

El fenómeno es muy similar al ocurrido en otros sectores económicos. Piénsese, por ejemplo, en la evolución histórica de la agricultura en los países desarrollados. En ellos, el avance tecnológico impulsó un crecimiento espectacular de la producción, mientras la mano de obra empleada en el campo se reducía desde el 40% de la población activa (vigente hace siglo y medio) hasta el 2% registrado en la actualidad. La caída del empleo en un sector no necesariamente significa un declive de éste. Puede, por el contrario, asociarse a un fuerte avance de la productividad. Tal parece ser el caso de la industria norteamericana, que –eso sí– se concentra ahora en productos de mayor valor añadido.

También durante la Administración Biden se utilizó el falso argumento de “protección al trabajo” para imponer nuevos aranceles a la importación de acero y aluminio, con el resultado de que muy pocos nuevos empleos fueron creados en las empresas domésticas de esos dos productos y muchos más fueron destruidos en empresas usuarias de los mismos. Los economistas signatarios de la actual carta antiproteccionista calculan que, en los Estados Unidos, por cada puesto de trabajo creado en la producción de acero y aluminio existen 36 trabajadores empleados en industrias que utilizan ambos metales. Esas industrias resultaron, pues, penalizadas por la subida de precios de aquellas materias primas “protegidas” y redujeron su empleo en cuantía superior a la supuestamente creada al amparo de la ley arancelaria.

En lo profundo de los falsos argumentos (parciales y contradictorios) esgrimidos por quienes consideran que las tarifas aduaneras son una base para “make America great again” (MAGA), subsiste una absoluta falta de comprensión sobre el significado de la balanza de pagos, las causas que pueden motivar su déficit, y la relación de todo ello con el crecimiento económico.

Como puro cálculo aritmético, podemos entender que el saldo de toda balanza de pagos es mero reflejo de las diferencias entre ahorro e inversión registradas en el interior de país, y generadas tanto en el sector público como en el privado. Cuando el gasto en inversión supera al ahorro total interno, se produce aritméticamente un déficit de balanza de pagos, que debe, a su vez, financiarse con recurso a fondos exteriores. Puede así entenderse que el déficit externo de los Estados Unidos no se debe a ningún “abuso de los restantes países” (Trump dixit), sino al bajo ahorro de gobierno, familias y empresas norteamericanas, incapaces de cubrir su alto nivel inversor. Ello equivale a decir que el déficit externo norteamericano se debe a un excesivo gasto interno, tanto de consumo (bajo ahorro) como de inversión. La reacción lógica no consistiría en penalizar transacciones con el exterior ni en distorsionar mercados, sino en aplicar políticas internas (monetaria y fiscal) para llevar a cabo el necesario ajuste.

Pero también pueden verse las cosas desde una perspectiva más optimista. En efecto, el mismo cálculo aritmético que hemos hecho antes nos permite considerar que la relación de causalidad entre gasto interno excesivo y déficit frente al exterior puede ir en sentido inverso: la gran aportación de fondos externos a la economía norteamericana es la que permite que en el interior del país pueda gastarse mucho en consumo y en inversión. Desde este punto de vista, el déficit exterior se debe a la fuerte entrada de ahorro extranjero, y la cuestión es por qué tanto capital foráneo se dirige precisamente hacia los Estados Unidos, con preferencia a otros destinos. Sin duda, ese capital encuentra en territorio norteamericano la acogida, la rentabilidad y la seguridad que busca, a un nivel que ninguna otra economía proporciona. Bajo esta perspectiva, el déficit exterior reflejaría un marco económico muy favorable al crecimiento y no un problema inmediato. Menos aún, cuando se tiene la moneda de reserva mundial (el dólar) y cuando la pretendida “solución” se invoca como excusa para distorsionar los mercados.

Es el Consejo de Asesores quien de verdad tiene un serio problema: lograr que el presidente de la República entienda de una vez los rudimentos de la lógica económica.

Juan José Toribio
Profesor Emérito de IESE Business School
Ex Director Ejecutivo del Fondo Monetario Internacional

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