
Hermand de El Cerro junto a la Catedral. / Manuel Gómez
Los intentos por purificar a las hermandades nunca cesan. El último se llama Vía Sacra. Bajo el artificio de «mejorar el tránsito de las cofradías por el interior de la catedral», el clero se ha marcado como objetivos potenciar el significado de hacer estación de penitencia a la catedral ―como si esto no estuviera claro hasta ahora―; significar la catedral como espacio de recogimiento y oración; dignificar tránsito de las cofradías por la seo ―¿es qué, acaso, hasta ahora, no era digno?―; y mejorar el acceso a los baños. Todo para terminar diciendo que se refuerza el rezo dentro de la catedral durante el tránsito de las hermandades, se permite todo tipo de música dentro del templo ―a excepción de las bandas― y el folleto que se reparte en las casas de hermandad está ilustrado con nazarenos de ruán. Toda una declaración de intenciones.
Desde los orígenes de las hermandades, a mediados de la Larga Reforma (siglos XIV-XVIII), la Iglesia ha utilizado a las cofradías para eclesializar prácticas religiosas que se ubicaban en los márgenes del catolicismo. Era necesario, en palabras de Weber, rutinizar un carisma que había salido de los sermones de San Vicente Ferrer y que ofrecía, imitatio Christi, la glorificación. No nacieron las hermandades como resultado de una religiosidad específica. Al contrario, lo que conocemos como religiosidad popular es un comportamiento híbrido entre las prácticas religiosas en la vida cotidiana y la religión institucional de la Iglesia. Con la fundación de las hermandades nació la distinción entre la buena religión y la religiosidad desviada. Frente a la racionalidad protestante, el catolicismo toleró la sensualidad de las prácticas inculturadas, es decir, la expresión de la fe religada a las prácticas culturales de cada lugar. El objetivo era, sobre todo, retener a los fieles católicos frente a la seducción reformista.
A lo largo de la historia ha habido sonados ejemplos donde las hermandades han sido utilizadas para controlar la religiosidad de las personas en la vida cotidiana. El Sínodo de 1604, la Pragmática del 20 de febrero de 1777, dada por el absolutista ilustrado Carlos III, las disposiciones del cardenal Ilundáin ―prohibiendo mujeres y saetas― o las más recientes cartas pastorales invitando a la purificación de las cofradías son ejemplos que evidencian cómo la religiosidad emocional sustentada sobre los excesos ha sido aplastada lentamente con el paso del tiempo.
La conocida como ‘cofradía de negro’ ―ruán o muerte, dice PenitenteDSevilla― fue un invento de finales del siglo XVIII para contentar el nuevo gusto ilustrado, el cual, curiosamente, coincidía con la buena religión. No por casualidad, por ejemplo, el rito de la humillación entre los pasos de la Primitiva Hermandad de los Nazarenos se realizará por última vez en 1779. ¡Qué fiesta debió ser aquello! Justo en este momento histórico ubica la historiadora Rocío Plaza los orígenes modernos de la Semana Santa.
Hoy, de nuevo como ayer, las hermandades reciben palos en el lomo porque hay clérigos que se creen con la misión de purificar a los malos cristianos. Las bandas de música, malas. Las ‘cofradías de negro’, buenas. Algunos no comprenden que la Iglesia ya ha cambiado y que las expresiones de inculturación de la fe son más bienvenidas que nunca. Como lo que ha hecho el papa Francisco permitiendo la introducción de elementos culturales amazónicos en la eucaristía. ¡Viva la Semana Santa libre!