“El americanismo, no el globalismo, será nuestro credo”. Lo que Donald Trump proclamó en la Convención Republicana de julio de 2016 continuará marcando las elecciones del 5 noviembre y el nuevo ciclo político norteamericano. Mucha gente está convencida de que el juego consiste en unos verdaderos patriotas del pueblo enfrentándose a los intereses espúreos de unas élites internacionalistas y progres. Esta caricatura ha hecho fortuna en Estados Unidos y en los “partidos de la libertad” europeos de extrema derecha.
Todos los progresistas del mundo arrastran esta losa del “globalismo” desde las administraciones de Bill Clinton en los años noventa a las de Barack Obama y Joe Biden. La globalización fue un proyecto made in USA que iba a traer la paz y la prosperidad al mundo de la mano del comercio y las nuevas tecnologías. Pero no funcionó como algunos esperaban: trajo más intervencionismo militar —en Afganistán o Irak—, desigualdad, polarización y la crisis de nuestras democracias. El conjunto de valores que inspiraron el “globalismo progresista” no han cambiado: democracia liberal, derechos humanos, medioambiente, o cierta filosofía woke. Pero en la última década se ha ido reformando, obligado por la deslocalización, los fracasos en misiones militares, o la inseguridad, deteriorándose hasta convertirse en un credo algo confuso. En la última recta de la campaña, Kamala Harris ha girado a la derecha. Un repaso de algunas de sus propuestas nos muestra algunos límites y contradicciones de fondo. Está por ver si izquierdistas, independientes o abstencionistas pasarán factura a una candidata que ha comprado una parte del pack republicano por razones tácticas, renunciando a algunas de sus posiciones anteriores.
En el frente doméstico, del progresismo en estado puro apenas queda más que un núcleo moral: defensa del derecho al aborto —la sentencia Roe vs. Wade—; la defensa del colectivo LGTBI, y por encima de todo el antitrumpismo. Harris ha endurecido su posición allí precisamente donde fracasó: en la gestión migratoria con la frontera mexicana. Le ha dado la vuelta: la nueva ley bipartidista que promete haría más restrictivo el derecho al asilo. También ha dado marcha atrás al Green New Deal de los Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez, igual que la UE de Ursula von der Leyen. El mix consiste en apostar por las energías renovables mientras se reabre la puerta al petróleo y el gas, el fracking y la energía nuclear. Es más, en política industrial y comercio los demócratas han normalizado el proteccionismo. La Ley de Reducción de la Inflación y la Ley de Chips han activado decenas de miles de millones de dólares y la deslocalización de empresas europeas.
Si hablamos de impuestos para combatir la desigualdad, aún no se ven resultados de la iniciativa de Biden en el G-20 de tasar un 15% los beneficios de las grandes corporaciones, ni rastro de un gran tributo sobre los grandes patrimonios. La llamada Bideneconomía deja un regusto amargo: los demócratas pusieron en el programa Build Back Better más de tres billones de dólares, en infraestructuras, en empleos verdes, en ayudas a familias y población vulnerable. Se preocuparon por la gente. Pero no han sido capaces de construir las bases de un sólido contrato social, y de un crecimiento estable. El PIB de EE UU suma una cuarta parte del mundial, y casi dobla ya al de la UE. Sin embargo, la desigualdad está en máximos, con un índice de Gini del 41,3 (2022, Banco Mundial), diez puntos por encima de casi todos los socios europeos.
¿Y qué hay de la democracia y las libertades? Un 75% de los norteamericanos cree que se hallan en riesgo, según una encuesta de Associated Press-NORC del pasado mes de agosto. El problema para los progresistas es que —al igual que en Francia, Italia o España— no existe en absoluto un consenso sobre quién encarna esa amenaza. Depende de qué lado estés: si eres conservador o progresista, juez o sindicalista, empresario o desempleado. Ahora bien, no se puede ignorar que la polarización en Norteamérica es también el resultado de unas big tech desbocadas que rechazan someterse a reglas. Aquí lo nuevo está en Silicon Valley. Tecnólogos libertarios que hacen lobby del trumpismo, como Elon Musk (X, Tesla, SpaceX), e inversores como Peter Thiel o Ben Horowitz están desafiando a los magnates de la primera globalización de la década de los noventa, como Bill Gates, fundador de Microsoft y adalid de la lucha contra el cambio climático, o los derechos reproductivos. Mientras, otros, como Mark Zuckerberg, de Meta, se ponen de perfil. Posiblemente, esa guerra tendrá su réplica en Europa, y Bruselas tendrá que hacerle frente para tratar de salvar la democracia.
Para colmo, la política exterior “progresista” se ha deslegitimado por su calamitosa incoherencia y los dobles raseros respecto a Ucrania y Gaza. “Le nationalisme, c’est la guerre”, dijo una vez François Mitterrand. Ahora, el sospechoso de militarismo es el globalismo, que se muestra impotente para poner fin a esas guerras de acuerdo a un plan viable. El gasto militar de EE UU podría subir del 3% actual de Biden al 5%. Miembros de la OTAN como Alemania o Polonia ya han superado con creces el 2%. Proseguirá el flujo de armas y dinero para Kiev, o la ayuda humanitaria para Palestina. Pero este no es el mundo que dejó Roosevelt en 1945. Nuestro progresismo global de hoy no tiene ni idea de cómo ganar la paz. China y los emergentes empujan a un mundo nuevo y a soluciones diferentes del pasado.
Pero China es precisamente lo que está en el punto de mira de trumpistas y antitrumpistas en EE UU. Harris significa un continuismo de Biden para asegurar una supremacía tecnológica en inteligencia artificial o computación cuántica mediante un suave derisking. Ahora bien: ese frágil equilibrio podría desbordarse si estalla una crisis en Taiwán. En Europa, dos líderes socialistas que resisten en el gobierno —el canciller alemán, Olaf Scholz, y el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez— tienen claro que a Europa no le conviene una Guerra Fría entre Washington y Pekín. De ahí sus equilibrismos para tender puentes con los chinos y con el Sur Global, pero eso sí, navegando bajo un océano de contradicciones.
Así las cosas, con tantas renuncias y tacticismos, no pinta bien para un globalismo que se ha puesto a la defensiva. Incluso ganando las elecciones, Harris tendría que vérselas con un clima político tóxico y un Congreso en parte hostil, en la Cámara o en el Senado, con las gobernaciones de muchos Estados, y un Tribunal Supremo de mayoría conservadora. Una victoria de Trump supondría un empujón al borde del precipicio; pero una victoria de Harris sería solo un alivio momentáneo. El reto para los demócratas y los socialdemócratas europeos es superar el marco del America First que les roba su espacio natural. Para ello, después del 5 noviembre, es preciso corregir el rumbo de ese progresismo con aspiraciones globales, si pretende tener opciones frente a la ola nacionalpopulista. Visto desde Europa, Harris representa una última oportunidad para reinventar el globalismo en otra cosa mejor. Desde luego, hay razones para el escepticismo. Pero necesitamos a EE UU: una Unión Europea dividida, con Bruselas bajo asedio de la extrema derecha, no puede hacerlo sola. Estamos al final de algo y aún no sabemos cuán profundo es el fondo.