Es difícil contar a Jorge Lanata de un solo modo, sobre todo ahora, cuando lo que impera es únicamente el dolor por su partida. Pero en medio de todo este desconcierto -que aún sabiendo que esto pasaría golpea y shockea-, quisiera recordar a Lanata, no solo como el periodista más creativo de la historia, sino como un hombre tremendamente cautivante y magnético.
No fui su amigo, pero tuve la suerte y la oportunidad de encontrarme con él, durante largos ratos, a solas, en diferentes momentos. Un cúmulo de historias y situaciones que sellaron algún cariño y que derivaron en la posibilidad de acompañarlo estos últimos años como integrante del equipo de Lanata Sin Filtro, su última aventura, de éxito, en la querida Radio Mitre.
Esas historias ocurren en un estudio de TV marginal, ocurren en su casa mientras Martín Caparros asiente y toma mate, ocurren en países lejanos. Fui miembro de uno de los equipos con los que recorrió el mundo tratando de contar historias cuando se quedó sin lugar en los medios por sus denuncias y controversias. Una vez, en China, quedamos atrapados en una autopista, Lanata, el chofer que solo hablaba mandarín y yo. Cuatro horas en la autopista del sur, sin salida, sin cigarrillos. Matamos el tiempo hablando de periodistas, de internas de medios, de todo aquello que nos atravesaba: una pasión inclaudicable para el oficio de contar.
Lanata nos decía que nunca dejáramos de escribir. Que aunque creciéramos como comunicadores de otros universos, no abandonáramos nunca el oficio de teclear y contar historias. Que eso nos ordenaba la cabeza, nos hacía diferentes del resto. Nos pedía que fuéramos para adelante con lo que fuera. Era un gran consejero. Sabía decirte: “Hacé esto, en esto sos bueno, pero no hagas esto otro porque te va a ir como el orto. Vos servís para esto…” Y tenía razón. La pegaba. Tenía olfato para ver talento opacado. Sabía lustrarlo y hacerlo brillar. Los lanatistas, tantos colegas queridos, cada uno con su virtud a cuestas, con su capacidad específica que Jorge supo ver.
Admitía el disenso. Fue un periodista más de la pregunta que del punto de vista. Con Lanata había que preguntar. Había que preguntar con inteligencia. Nos interesaban las respuestas. Nuestro trabajo era preguntar. No opinar. Pero cuando se abría la posibilidad del debate, Lanata dejaba el agua correr. Admitía y celebraba el contrapunto y en su mesa no había una idea unívoca y dominante, sino un espíritu constructivo que ofrecía la posibilidad de cambiar y pensar distinto. Lanata se reía de los bravucones, le tomaba el pelo a los convencidos, Lanata nos ensenó a dudar, a valorizar la duda como un capital para invertir, finalmente, en la búsqueda de la verdad.
En los años ‘90, Lanata encarnaba la oposición al poder. Ser periodista era y sigue siendo, entre otras cosas, cuestionar al poder. Buscarle el pelo al huevo. Vinimos a este oficio persiguiendo el sueño de trabajar con él, con ese tipo que encarnaba de modo contundente ese axioma: ser periodista, cuestionar al poder. Los que lo logramos, vivimos esto como algo especial, tuvimos la suerte extra de ser iluminados por su fuego. Su llama no se apagará nunca: vive y vivirá en muchos de nosotros.
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