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Inmigrantes y desplazados: no es cuestión de seguridad, es cuestión de fe

Autor: Religion Digital

Celebramos en esta semana que pasó, junio 20, el día mundial de los refugiados: personas que forzosamente han tenido que dejar sus hogares, emigrar dentro de su mismo país o fuera de él, y todo esto para huir de la violencia, del hambre, de la falta de oportunidades.

También no pocos cristianos piensan que rechazarlos soluciona un problema de seguridad y agitando banderas de religión y de patria no dudan de que lo necesario sea cerrarles puertas y fronteras. 

Es que la fe que profesamos, la confianza en Dios salvador y bueno, nació entre migrantes y desplazados, y era una fe, no para asegurarse sino para salir y ponerse en camino,

Mi padre, decía esa profesión, era un arameo errante que bajó a Egipto y residió allí como inmigrante…

Así pues que, esto que llamamos profesión de fe, no era al principio conceptos en la mente, ni formulación de la inteligencia, ni conclusión sin errores de un silogismo; era una historia de errantes, la narración de un sufrimiento, de los apuros de una huida, del encuentro con la muerte y, en todo eso junto, con el mismísimo Dios que los salvaba.

Es contradicción sin solución que ahora profesemos la fe y que ya no queramos oír la historia de los migrantes y desplazados; lo es, porque en el origen, profesar la fe era oír esa historia y relatarla.

Veo a los migrantes y desplazados, y yo creyente, y por serlo también hijo de un arameo errante, hijo de uno de ellos, siento que si no los veo me quedo sin fe; que si los veo y no veo su angustia es que no confío en Dios y que mi religión es puro cuento.

Celebramos en esta semana que pasó, junio 20, el día mundial de los refugiados: personas que forzosamente han tenido que dejar sus hogares, emigrar dentro de su mismo país o fuera de él, y todo esto para huir de la violencia, del hambre, de la falta de oportunidades.  A Colombia llegan muchas personas y por Colombia pasan muchas otras que van hacia los países del norte y entre nosotros hay miles de desplazados a causa del conflicto armado que no termina.  Los recibimos con miedo y abunda la desconfianza hacia ellos; se difunde fácilmente la noción de que son delincuentes y que vienen a hacernos daño; algunos alcaldes proponen medidas que los estigmatizan y condenan, y esto les gana votos y popularidad. 

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También no pocos cristianos piensan que rechazarlos soluciona un problema de seguridad y agitando banderas de religión y de patria no dudan de que lo necesario sea cerrarles puertas y fronteras. La verdad es que rechazarlos puede darnos falsa seguridad y más bien crearnos un problema de fe, la que no puede sobrevivir si no los acogemos y, más todavía, si no nos reconocemos en esos hombres, mujeres, jóvenes y niños que van por nuestras carreteras, que tocan a nuestras casas, que nos suplican con sus miradas. 

Es que la fe que profesamos, la confianza en Dios salvador y bueno, nació entre migrantes y desplazados, y era una fe, no para asegurarse sino para salir y ponerse en camino. Recordemos la antigua profesión de fe de Israel, cuando todavía el credo no se había vaciado en moldes griegos y romanos, en definiciones y leyes, y se formulaba, no enunciando dogmas sino contando la historia, en primera persona, de lo que pasaba a los más pobres y vulnerables, y concretamente a los migrantes y desplazados: 

“Mi padre, decía esa profesión, era un arameo errante que bajó a Egipto y residió allí como inmigrante siendo pocos aún, pero se hizo una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Nosotros clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz, vio nuestra miseria, nuestras penalidades y nuestra opresión, y el Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y tenso brazo en medio de gran terror, señales y prodigios” (Deuteronomio 26, 5-11).

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Así pues que, esto que llamamos profesión de fe, no era al principio conceptos en la mente, ni formulación de la inteligencia, ni conclusión sin errores de un silogismo; era una historia de errantes, la narración de un sufrimiento, de los apuros de una huida, del encuentro con la muerte y, en todo eso junto, con el mismísimo Dios que los salvaba. Esto que llamamos profesión de fe nació como experiencia de migración y desplazamiento, y era pura trashumancia, improvisadas tiendas, escapes impensados, y el Dios de esa profesión de fe, aunque de mano fuerte y tenso brazo, era también Dios sudando y con olor de pies cansados; nunca doctrinas quietas, infalibles y seguras. 

Esto que llamamos profesión de fe no se gestó en cantos de monjes como ángeles, ni en el fru fru de los trajes clericales, ni en incienso de aromas y crisma en los altares, ni en estatuas bellísimas de palo, ni en trance de oraciones exaltadas, ni en impolutas ideas de doctores, ni en la moral perfecta de los santos; se gestó sí en el maltrato, opresión, trabajos, tráfico de personas, intemperie y desierto, y nació del dolor que Dios sentía en la carne de hombres y mujeres.  Esto que llamamos profesión de fe no era al principio dogma, ni rito, ni ley, era vida no dada por supuesta, amenazada, vulnerable, asesinada y, así y todo, y a pesar de todo, vida confiada porque Dios en los desiertos, mientras huían y buscaban promesas de tierra y acogida, se hacía presente como nube en el calor y como candela en la noche oscura.

Imágen de El Espectador

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Es contradicción sin solución que ahora profesemos la fe y que ya no queramos oír la historia de los migrantes y desplazados; lo es, porque en el origen, profesar la fe era oír esa historia y relatarla; lo es porque Dios no es un dogma es un camino, más que respuesta es pregunta, porque su salvación no está en las ideas de comodones y sí en la realidad angosta de los sufridos.  Y fue que nuestra fe se volvió sedentaria, dejó de andar, se fue entiesando y de creyentes pasamos a fanáticos y el Dios de los desiertos resultó ídolo en el templo. 

Nuestra fe, si la profesamos como nuestros mayores de Israel, tiene que ver más con las historias de los 2,8 millones de venezolanos que andan en nuestro país que con buscarle definiciones precisas y ortodoxas a los dogmas.  De esos venezolanos, hasta abril de este 2024, y según el Instituto Nacional de Medicina Legal, 332 han muerto asesinados, 22 se han suicidado, 88 han perdido la vida en accidentes de tránsito, y 35 han fallecido naturalmente:  su suerte pone en cuestión el hecho de que este país en el que mueren sea de creyentes. 8,665,884 víctimas de desplazamiento forzado que contamos en Colombia tendrían que ser más decisivas a la religión que practicamos que miles de fieles embelesados en nuestras ceremonias.  Las historias de fe se oyen ahora más en el tapón del Darién, por donde anda el mismo Dios con sin número de desposeídos, que en clases de catecismo y en predicaciones del más allá y de los muchos misterios.

Veo a los migrantes y desplazados, y yo creyente, y por serlo también hijo de un arameo errante, hijo de uno de ellos, siento que si no los veo me quedo sin fe; que si los veo y no veo su angustia es que no confío en Dios y que mi religión es puro cuento.  Veo a los refugiados y veo en ellos a los salvadores de mi fe: los veo en las calles vendiendo dulces y rebuscándose la vida, haciendo malabares y cantando en los semáforos y extendiendo sus manos para tener una moneda a cambio de su arte; los veo desde arriba del balcón de mi casa, tocando el violín o algún instrumento, y gritarnos desde abajo que no tienen para comer y que todavía no han pagado el arriendo de la pieza; los veo ocupados en los oficios más simples y hacerlo con alegría y ganas de salir adelante con sus familias; los veo improvisar cambuches en las aceras y echarse a dormir, muchas veces sin nada en el estómago… Los veo, no es cuestión de seguridad, es cuestión de fe.

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