Conversar con Fabrice Hadjadj (Nanterre, 1971) es entrar en una dinámica de pensamiento retadora. Considerado uno de los filósofos católicos señeros de nuestro tiempo, este francés, de origen judío, se convirtió tras una juventud completamente alejada del cristianismo y, en la actualidad, es una de las voces católicas más influyentes de nuestro tiempo.
Hadjadj recibe a Omnes poco antes de comenzar el Foro Omnes en el que se habló sobre el tema central de su último libro editado por Encuentro Lobos disfrazados de corderos, en el que, con una perspectiva disruptiva, aborda lo que supone en la Iglesia el pecado de los abusos – no a menores ni sólo de naturaleza sexual-, sino los abusos que han devenido de una “mística” concreta que daba soporte a este tipo de prácticas.
De hecho, Hadjadj se asoma a este tema desde la consciencia de ser, él mismo, un pecador y desde el convencimiento que ese abusador al que se desprecia, es también prójimo y destinatario de la salvación de Cristo. La única víctima completa, destaca Hadjadj, es Cristo, y la clave del cristianismo es que “no sólo se interesa por las víctimas, sino también por los pecadores”.
En “Lobos disfrazados de corderos”, plantea una pregunta cuanto menos controvertida y es la de cómo juzgar si todos tenemos la posibilidad de caer. ¿Hay un exceso de juicio, dentro de los propios católicos, y una escasez de misericordia?
–Tenemos tendencia en una cierta retórica cristiana a oponer juicio y misericordia, pero quiero recordar que el juicio es el acto propio de la inteligencia, y por tanto no puede abandonarse todo juicio en nombre de la misericordia.
Mi libro contiene un cierto número de juicios. Lo que está en juego no está en decir “¿Quién soy yo para juzgar?”, como hacen algunos y, por tanto, quitarse de encima esa responsabilidad.
Hay abusos que objetivamente deben ser denunciados. Obviamente yo no puedo juzgar sobre la condena de la persona que ha cometido esos abusos. Pero lo que es propiamente cristiano es el hecho de que la luz que me hace ver el mal, también se gira hacia mí, y me hace ver mi propio mal.
San Agustín en el libro décimo de las Confesiones distingue entre la veritas lucens y la veritas red arguens; es decir, la verdad que ilumina y la verdad que acusa. Y se ve como san Agustín se acusa a sí mismo y busca conocer su propio pecado. Por tanto, esos abusos son una ocasión para estar más atentos sobre nosotros mismos.
No significa renunciar al juicio, hay que juzgar objetivamente los hechos, pero cuando se trata de las personas, es mi responsabilidad la que está en primer lugar.
Usted afirma que quizás hemos perdido el “relato bíblico”, que prueba que Dios construye sobre cimientos de basura. ¿No le parece que la realidad de los abusos es demasiado mala como para que Dios pueda construir algo?
–No estoy aquí para dar recetas. El misterio cristiano siempre es dramático. Cuando un padre confía a sus hijos una misión, los hijos pueden abusar de esta confianza y de esta generosidad que reciben. El amor no es pues aquello que impide el drama. Si no amo a nadie, no soy vulnerable. Si no amo nada ni a nadie, puedo vivir con objetos muertos y no con personas libres que puedan traicionarme.
Muchas veces pensamos que “el amor es una solución”. Pero la Biblia pone de manifiesto que el amor es una aventura. Y esta historia de amor, que es la historia de Dios con los hombres, es la historia de la posibilidad de numerosas traiciones.
Intentar abolir la posibilidad de los abusos, es también abolir una historia de amor. Es lo que hace nuestra sociedad, por ejemplo, aboliendo el adulterio. Donde ya no hay adulterio, ya no hay matrimonio posible.El matrimonio es la condición del adulterio. Y aboliendo el matrimonio, también se abole el adulterio. Es por eso que no puedo dar una receta, es una historia dramática.
¿Cómo compadecerse – tomando la segunda parte de su libro- con alguien que ha cometido este delito dañando a los demás, a sí mismo y a la Iglesia?
–Yo no soy un pastor. Los abusos cometidos por sacerdotes tienen que gestionarlo los pastores. Es una tarea muy complicada, muy difícil, porque hay que tener en cuenta a las víctimas, pero no se puede caer en la religión victimaria. Porque el cristianismo no solo se interesa por las víctimas, sino también por los pecadores. Y un pastor tiene que preocuparse también de sus sacerdotes pecadores.
A veces veo en algunos obispos una gestión mediática que entra en la lógica victimaria, y un olvido de la cercanía con los sacerdotes y con los fieles. Porque, ¿qué hacemos con un sacerdote abusador? Evidentemente debe ser puesto a disposición de la justicia civil, pero si los hechos están prescritos, ¿qué vamos a hacer? ¿Lo encerramos en una comunidad religiosa? Ya es difícil la vida en las comunidades religiosas. No es su vocación acoger a los sacerdotes que han cometido abusos.
Hay una verdadera dificultad pastoral. Siempre habrá la posibilidad de abusos en la Iglesia. Lo único que he querido aportar es decir que la Biblia ya habla de estos abusos y estos abusos lo que confirman es la verdad de la revelación.
Por ejemplo, en el libro de los Jueces, en el Antiguo Testamento, vemos personas que reciben una misión para salvar al pueblo para apartar la idolatría. Y que a renglón seguido se enorgullecen de su poder y ellos mismos caen en la idolatría. Es también la historia de la caída del demonio. Se “emborracha” de la belleza que Dios les da. Estas historias también son nuestras historias, a otro nivel. Y por eso yo, lo que lo que quería llamar era a la vigilancia en mi propia vida.
Ser cristiano es preguntarme qué hago yo para ser el verdadero testigo de Cristo. Y no decirle al otro “se tú testigo de Cristo” y quedarnos tranquilos.
La segunda parte del libro habla de la diferencia del juicio de “tripa” y del corazón. La primera no tiene paciencia ni trascendencia mientras que el corazón llega al mal intrínseco. ¿Cuál prevalece hoy?
–Esa es una distinción de George Bernanos. Nuestra sociedad es lo que Bernanos llama la tripa. Es decir, la emotividad inmediata. Y lo que es muy interesante es que esta emotividad inmediata está muy ligada también al funcionamiento de las redes sociales. Aprieto en un botón y veo un drama…, y busco el botón para eliminar el drama. Estoy expuesto a horrores sobre los que no tengo ninguna incidencia y le pido a una máquina que resuelva el problema.
Hay lo que podemos llamar una cultura -aunque es más bien una anticultura-, que nos empuja permanentemente a la inmediatez. Todo el sistema informático está destinado a mejorar la instantaneidad de los resultados y, por lo tanto, a permanecer siempre en la superficie, en una especie de sobreexcitación. Y perdemos lo que es la paciencia del corazón, la profundidad del corazón, la capacidad de análisis del corazón.
Estamos en un mundo de falsa compasión, que empieza por una compasión muy emotiva pero que busca inmediatamente lo que llamamos soluciones finales. Es este paso inmediato de la compasión a la exterminación. Esto vale, por supuesto, para las cuestiones relacionadas con el aborto y la eutanasia; pero también vale para la cuestión de la guerra en Ucrania o la lo que está sucediendo en Israel.
Cuando uno descubre en las sociedades europeas la renovación del antisemitismo de manera inimaginable, es precisamente porque estamos encerrados en este mundo tecnocompasional donde vemos imágenes de la franja de Gaza destruida, de sufrimiento, y entonces nos preguntamos, “¿dónde está el botón para eliminar a los judíos?”. Y no entendemos la complejidad de la situación. Un mundo de tripas, de pulsiones, y la pulsión, es a la vez, la emotividad inmediata, pero también el dedo que apoya sobre el botón de exterminio.