Gustavo fue un hombre de Iglesia. Su vida y obra se inscriben en el contexto del testimonio martirial de tantos cristianos, teólogos y pastores asesinados a causa de su defensa de la vida de los indefensos. Entre ellos cabe mencionar a Mons. Oscar Romero y Enrique Angelelli. Pero hay muchos más
Gustavo y Francisco son latinoamericanos. Ambos compartieron, en diferentes momentos, el proceso de recepción del Vaticano II, y, sobre todo, la difícil realidad latinoamericana, uno desde el Perú, otro desde Buenos Aires. Los dos son maestros y profetas suscitados por el Espíritu
En primer lugar agradezco profundamente la invitación que me hicieron los organizadores de este evento. No es fácil hacer memoria del amigo y del maestro que fue Gustavo Gutiérrez. Sobre todo cuando los recuerdos vienen con intensidad y nos sobrecogen por el modo con que su testimonio y sus enseñanzas han marcado nuestras vidas y nuestro quehacer teológico.
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Amigo y maestro
Conocí a Gustavo en 1992, cuando estaba recién llegada a Lima, en un curso de Teología organizado por la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Eran tiempos difíciles. El país se encontraba padeciendo una terrible guerra interna iniciada por el Partido Comunista-SL, que días antes mediante un comando había asesinado a balazos y dinamitado el cuerpo de la dirigente social María Elena Moyano. Anoto, como entre paréntesis, que hoy el Perú sigue doliendo mucho, como tantos países de América Latina, arrasados por la pobreza extrema, la violencia asesina y la corrupción.
Aquel año y en esas circunstancias conocí a Gustavo, el amigo y maestro de tantas personas y comunidades. Y a partir de entonces pude frecuentarlo en reuniones nacionales de agentes pastorales que se organizaban regularmente en el Instituto Bartolomé de las Casas, o cuando por algún motivo subía al Cusco. Cuando preparaba mi doctorado en teología conversamos muchas veces sobre los textos que le enviaba y que él leía y comentaba detalladamente. Así aprendí, no sólo de su erudición (que era mucha), sino de su manera cálida, sencilla e inspiradora de hablar de Dios y de los pobres. Hablaba con afecto, sabiduría y agudeza. Nunca perdía el sentido del humor.
Gustavo decía que el quehacer teológico se realiza en dos actos: el primero consiste en vivir en silencio ante Dios, en acoger su voluntad y en comprometerse con los hermanos. El segundo, la teología, viene después. Era exactamente el modo como procedía y esto se le notaba mucho. Era verdaderamente un amigo del “Amigo de la vida” (Sabiduría 11, 26) (Gutiérrez, 1990, pág. 53), sin dobleces. Por eso era maestro. Porque su existencia fue testimonio del amor a la Verdad que nos hace libres.
Una vez dijo que su libro Teología de la liberación. Perspectivas, “es una carta de amor a Dios, a la Iglesia y al pueblo…” Y que “el amor continúa vivo, pero se profundiza y varía la forma de expresarlo” (Gutiérrez, 1990, pág. 53). A propósito de este amor, vale la pena mencionar lo que una amiga común nos recordaba en estos días. Gustavo deseaba que en su lápida se escribiera una frase de George Bernanos que dice así: “Cuando yo muera, decidle al dulce reino de la tierra que le he amado mucho más de lo que nunca me atreví a confesar.”
Protagonista de la Teología de la Liberación
A “Gustavo Gutiérrez le viene mejor el título de “Protagonista de la Teología de la Liberación”. Es cierto que muchos lo reconocen como el “padre de esta teología”. Sin embargo, más allá de que su libro Teología de la Liberación. Perspectivas, haya dado el nombre a esta corriente de pensamiento teológico nacida en América Latina, la obra del teólogo peruano se comprende mejor si se la sitúa en el concierto de un nuevo modo de hablar de Dios en este continente, de “opresión y despojo que es América latina” y de la experiencia “compartida en el esfuerzo por la abolición de… la situación de injusticia y por la construcción de una sociedad distinta, más libre y más humana” (Gutiérrez, 1990, pág. 14). Experiencia de cristianos de base, de personas que no comparten la misma fe y de teólogos/as insertos en esta realidades marcadas por la muerte temprana e injusta.
Su reflexión se alimenta de las fuentes del cristianismo para dar razón de la esperanza y también acoge intuiciones de pensadores en los que misteriosamente se manifiesta el Espíritu de Dios. Uno de ellos es el novelista y antropólogo José María Arguedas. Una breve pero profunda amistad ligó a estos pensadores peruanos. Gustavo dijo que Arguedas era “precursor de la teología de la liberación” (Gutiérrez, 2014, pág. 91). Y como prueba de esta convicción, tomó de su novela Todas la sangres un largo párrafo que colocó como epígrafe al comienzo Teología de la liberación.
El texto arguediano, presenta al verdadero Dios que se manifiesta, como lo expresó el mismo Gustavo “desde el reverso de la historia, de este mundo ‘ninguneado’ que Arguedas se empeñó en mostrarnos en toda su humanidad, sufrimientos y penas.” (Gutiérrez, 2014, pág. 93). Fue también Arguedas quien planteó una gran pregunta en su novela El zorro de arriba, el zorro de abajo, clave para comprender el sentido de la teología de la liberación, tanto ayer como hoy. En ésta, su obra póstuma, en la parte titulada “¿Último diario?”, escribe “¿Es mucho menos lo que sabemos que la gran esperanza que sentimos, Gustavo?” (Arguedas, 2011, pág. 343).
La obra de Gustavo es una contribución no menor, forjada en los empeños de recepción del Concilio Vaticano II en América Latina, a través de las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano, de las reuniones y asambleas eclesiales en las que participó y en las instancias de reflexión convocadas por el CELAM. No pueden quedar afuera los encuentros y diálogos con otros teólogos latinoamericanos durante los tiempos en que esta nueva teología era puesta en cuestión.
Gustavo fue un hombre de Iglesia. Su vida y obra se inscriben en el contexto del testimonio martirial de tantos cristianos, teólogos y pastores asesinados a causa de su defensa de la vida de los indefensos. Entre ellos cabe mencionar a Mons. Oscar Romero y Enrique Angelelli. Pero hay muchos más.
No se le pidió dar la vida cruentamente como a ellos, pero la ofreció gota a gota en las incomprensiones y persecuciones que sufrió. No vaciló en salir al encuentro de quienes lo cuestionaron, como lo hizo en su tiempo Bartolomé de las Casas. Siempre lo hizo con honestidad. Sabía que la unidad de la Iglesia no es “un hecho adquirido una vez por todas, sino de algo que está siempre en proceso, algo que se conquista con valentía y libertad de espíritu, a precio, a veces, de dolorosos desgarramientos” (Gutiérrez, 1990, pág. 180). Vale la pena escuchar la valoración que el mismo Gustavo realiza de estos períodos difíciles para la teología latinoamericana:
“En estos últimos años tuvo lugar un importante debate sobre teología de la liberación en el contexto de la Iglesia Católica. Si a nivel personal -y por causas más bien pasajeras- pudo haber momentos dolorosos, lo importante es que se ha tratado en verdad de una rica experiencia espiritual; ha sido además la ocasión de renovar, en profundidad, nuestra fidelidad a la Iglesia en la que creemos y esperamos comunitariamente en el Señor, así como para reiterar nuestra solidaridad con los pobres, privilegiados del Reino” (Gutiérrez, 1990, págs. 18-19).
Los organizadores de este homenaje preguntan si sin Gustavo Gutiérrez habría Francisco. Me parece que Francisco es un regalo del Espíritu a la Iglesia y que no podemos establecer un orden de causalidad entre el teólogo peruano y el actual pontífice. Sí podemos decir que el actual Papa recoge los planteamientos principales de la teología de la liberación, planteamientos que vienen de más lejos, de las aspiraciones y esperanzas de los pueblos, de Juan XXIII y del Concilio Vaticano II, que como dijo el mismo Gustavo, es aún una tarea abierta. Esto puede aplicarse tanto al discernimiento de los signos de los tiempos, a la opción por los pobres, a la sinodalidad en la Iglesia.
La sinodalidad de la Iglesia arraiga en el sensus fidei, recuperado por el Concilio. En consonancia con el Espíritu que lo otorga a todos los fieles (y también más allá de los límites visibles de la Iglesia), la teología de la liberación discurre desde allí y en este suelo se alimenta. Dice Gustavo:
“En todo creyente, más aún, en toda comunidad cristiana, hay… un esbozo de teología, de esfuerzo de inteligencia de la fe. Algo así como una pre-comprensión de una fe hecha vida, gesto, actitud concreta. Es sobre esta base, y sólo gracias a ella, que puede levantarse el edificio de la teología, en el sentido preciso y técnico del término. No es únicamente un punto de partida. Es el suelo en el que la reflexión teológica hunde tenaz y permanentemente sus raíces y extrae su vigor” (Gutiérrez, 1990, pág. 57).
Gustavo y Francisco son latinoamericanos. Ambos compartieron, en diferentes momentos, el proceso de recepción del Vaticano II, y, sobre todo, la difícil realidad latinoamericana, uno desde el Perú, otro desde Buenos Aires. Los dos son maestros y profetas suscitados por el Espíritu. Gustavo principalmente con el ministerio de los teólogos, Francisco con el ministerio de pastor universal. La fuerza del Espíritu, que conduce a la Iglesia hacia la plenitud del Reino se ha manifestado en estos dos grandes hombres de la Iglesia.
Quisiera terminar este breve homenaje a Gustavo Gutiérrez con las palabras de la teóloga María Clara Lucchetti Bingemer
El teólogo es testigo público de la revelación de Dios y de la fe de su pueblo. Su biografía, su existencia, su estilo de vivir la fe y la caridad que la pone en práctica garantizan la credibilidad de su teología. La configuración concreta de su existencia, a partir del acontecimiento de Dios en su vida y de su narrativa, se manifiesta como historia de salvación, una “exégesis” concreta de la fe” (Bingemer, 2019, pág. 68).