La mujer, vestida como para conquistar ella sola el Polo Norte y con rasgos indígenas inuit, sonríe y dice dos cosas al recién llegado con aspecto de extranjero y pinta de perdido en el aeropuerto de Nuuk, la capital de Groenlandia. La primera, que a partir de ese momento, por la calle, camine como los pingüinos, despacito y sin separar mucho los pies del suelo, a fin de evitar resbalones por el hielo. La segunda, que todo el mundo en la ciudad, de 20.000 habitantes, habla de la misma cosa: de la recientísima visita a Nuuk del hijo del presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump Junior. No siempre ocurren cosas así en este rincón remoto, bellísimo y congelado del planeta.
El hijo y asesor de Trump pasó en la ciudad unas cuantas horas del martes: aterrizó en el Air Force Trump, se hizo fotos por la calle con los vecinos que se le acercaban, regaló gorras rojas de Make America Great Again a discreción, visitó la estatua del fundador de Nuuk —el misionero noruego Hans Egede, llegado en 1977— y comió en un restaurante céntrico especializado en carnaza a la parrilla. Insistió en que hacía turismo y no política, pero su visita se produjo el mismo día en que su padre, en una rueda de prensa en Mar-a-Lago, insistía en que EE UU debía tomar el control de Groenlandia y que para ello no descartaba ni las acciones económicas ni las militares. Trump ya había advertido de eso, mediante un mensaje en redes sociales, poco antes de Navidad: “Por la seguridad nacional y la libertad de todo el mundo, EE UU considera que la propiedad y el control de Groenlandia son una necesidad absoluta”.
El biólogo groenlandés Abbasy Lyberth, de 53 años, oyó en las noticias este mensaje en casa de sus padres, en la localidad de Qaqortoq, a los que había ido a visitar, precisamente por Navidad. Para ir de Nuuk a esta localidad del sur de 3.000 habitantes, a 450 kilómetros, tuvo que coger, él y su familia, dos avionetas. Tardó dos días. No hay carreteras que unan ciudades y pueblos en Groenlandia, donde los viajes entre localidades hay que hacerlos en avioneta o en barco. “Es más caro ir al pueblo en el que nací desde Nuuk que ir a Copenhague [capital de Dinamarca]”, comenta.
A Abbasy, la advertencia de Trump le impresionó y le preocupó a la vez: “Pensé que algo va a pasar en Groenlandia. Es verdad que en 2019 ya dijo Trump que quería comprar la isla, pero ahora está más preparado para hacer lo que dice. Y tiene más poder. Se viene algo. Me da miedo qué”. El biólogo, que ahora asesora al Gobierno sobre pájaros y aves endémicos en la isla, es reservado, serio y habla despacio, pensándose mucho lo que va a decir. Entre frase y frase, intercala largos periodos de silencio. En esto coincide con otras personas inuit que salen en este reportaje. Da la impresión de que es un rasgo de carácter groenlandés, el no hablar a la ligera, el saber que lo que se dice tiene un peso y unas consecuencias. Que nada es gratis y que en caso de duda es mejor guardarse cosas para uno mismo.
Todo en Groenlandia es un poco así: difícil de descifrar. El paisaje azul y helado sobrecoge. Las cifras desconciertan: la isla es una roca descomunal casi entera de hielo del tamaño de cuatro veces España, y en ella viven 57.000 personas, la mitad de los habitantes de la provincia de Soria. Es un territorio autónomo perteneciente al Reino de Dinamarca, pero Nuuk está más cerca de Washington que de Copenhague. En días de invierno como el de hoy, la temperatura puede hundirse a los 19 grados bajo cero. Amanece a las once y media de la mañana y oscurece a las cuatro de la tarde. Impresiona ver a un empleado abrir un centro comercial céntrico en medio de una noche cerrada.
Doris Jacobsen es parlamentaria groelandesa del partido Siumut, socialdemócrata. Fue diputada en el Congreso danés y varias veces ministra (de Cultura, Educación, Investigación y Salud, entre otras cosas) en distintos gobiernos groenlandeses. Tras pensarse la pregunta, responde: “Groenlandia no está en venta. Pero estamos abiertos a cooperar con las naciones que se acerquen a nosotros. Nosotros no queremos ser americanos, pero tampoco daneses”. Esto es: las afirmaciones de Trump, sus advertencias y hasta sus amenazas, han servido para avivar la cuestión de la independencia.
Los habitantes de Groenlandia de repente se ven objeto del deseo del hombre más poderoso del mundo y miran la manera de aprovecharlo sin destruirse en el intento, sin arder. Un periodista que prefiere no dar su nombre explica que el repentino interés hacia su país, que la presencia de reporteros extranjeros —no es raro verlos en las calles heladas de Nuuk— o que el hecho de que Groenlandia esté en los titulares de la prensa internacional le desconcierta y le estresa. Como el biólogo Abbasy, recibió las declaraciones de Trump con sorpresa y algo de prevención. Con cierta alarma. “Cuando dijo en 2019 que quería comprar la isla era divertido, como una broma, pero ahora ya no parece una broma, ahora Trump está más fuerte y parece más convencido”.
El partido de Jacobsen gobierna en Groenlandia en coalición con el ganador de las pasadas elecciones de 2021, el Inuit Ataqatigiit, también de ideología socialdemócrata aunque con tendencia más ecologista. Las dos formaciones están a favor de la independencia. La diferencia entre ellas radica en la velocidad. Siumut cree que hay que acelerarla. “Podemos ser independientes en diez años”, calcula Jacobsen. Inuit Ataqatigiit prefiere ir más lentamente, más paso a paso.
El biólogo Abbasy, como el resto de los ciudadanos de Groenlandia —como la propia Jacobsen— es consciente de los peligros que esconde este paso. En la actualidad, la mitad aproximadamente del PIB de Groenlandia se sustenta por la contribución anual del Gobierno danés, que aporta más de 600 millones de euros al año al presupuesto de la isla. Es cierto que la economía de Groenlandia crece a un ritmo superior al del resto de Europa y el paro se sitúa en cerca del 3%. Pero estos datos son un poco engañosos, ya que el 35% de los empleos tiene relación con la función pública.
La otra gran fuente de ingresos de los groenlandeses es la pesca, la actividad legendaria, junto con la caza, de los inuit: gambas, camarones y fletán son facturados en grandes cantidades hacia Estados Unidos o China, sus principales compradores. Pero también bacalao y hasta ballenas. El marido de la diputada Jacobsen, sin ir más lejos, es cazador de ballenas, entre otras especies: así es este país. La sanidad es gratuita y universal, aunque para muchos tratamientos, hay que acudir a los hospitales de Copenhague: casi cinco horas de viaje de avión para ciertas operaciones. Así también es este país. La educación es gratuita y desde hace pocos años, Nuuk ya cuenta con universidad, que enseña en groenlandés, la lengua autóctona y declarada la única oficial de la isla, emparentada con las otras lenguas inuit que se hablan en Alaska o en Canadá.
La independencia, pues, puede costar cara. Y por eso, el biólogo Abbasy comenta, tras pensárselo mucho, que él es partidario de ella, pero añade que siempre y cuando no pierdan derechos. “¿Qué va a pasar con mi plan de pensiones, que está en un banco danés, por ejemplo?”, se pregunta. Por eso un taxista de Nuuk afirma que el pueblo groenlandés debe de ser independiente, pero no ahora. Por eso, el periodista que no quiere dar su nombre asegura que aún no están preparados.
El profesor de la universidad de Groenlandia, especializado en economía y recursos naturales, Javier Arnaut, mexicano, pero residente en esta ciudad desde hace más de seis años, aporta un elemento que lo puede revolucionar todo en la economía y en la sociedad de Groenlandia: el rico subsuelo de la isla, fácilmente investigable por la casi ausencia de árboles, que esconde no solo gas y petróleo, cobre o hierro, oro y rubíes, sino esos materiales y minerales raros que desde hace más de una década son los más buscados por los prospectores del futuro: el neodimio, por ejemplo, necesario para la construcción de imanes para los motores de los coches eléctricos y las turbinas de los aerogeneradores eólicos.
Al sur de la isla, cerca de Narsaq, una localidad en la que viven no más de 3.000 personas la mayoría dedicadas a la pesca, descansa uno de los yacimientos de neodimio más grandes del mundo, capaz de competir con los de China, el gran productor de este elemento. Solo el valor de esta mina, según calcula Arnaut, equivaldría al 25% de toda la ayuda que aporta Dinamarca para el sostén económico de la isla. A pesar de esto, en 2021, el Inuit Ataqatigiit ganó las elecciones porque, precisamente, se opuso a este proyecto por sus posibles efectos ecológicos. “No solo por eso”, explica Arnaut, “también porque los inuit no tienen tradición minera, porque habría que contratar trabajadores de fuera, que habría que alojarlos, y no hay viviendas para ellos, y posiblemente se contaminaría la pesca”.
Alguno ha querido ver en esa decisión un gesto esquizofrénico: se busca la independencia, pero se renuncia a una fuente ingente de recursos. Arnaut no lo ve así: “Ese hambre capitalista no existe aquí, por lo menos hasta ahora. No es propio de la cultura inuit, que no se mueve por el beneficio a corto plazo. Y yo no sé si es bueno o malo, pero es así”. Por cierto: las acciones de ETM, la empresa australiana que detenta los derechos de esa mina, que aún litiga con el Gobierno groenlandés para ponerla en funcionamiento, se han disparado desde que Trump ha vuelto a poner sus ojos en Groenlandia.
¿Es eso lo que quiere Trump? ¿Minas? ¿Es simplemente un capítulo más de la política imperialista que parece que quiere llevar a cabo cuando sea elegido, con aspiraciones también confesas en Panamá y Canadá? Jakob Kirkegaard, del instituto Brueghel, considera que el interés último de Trump en Groenlandia no está del todo claro: “El interés de Trump por Groenlandia primeramente le viene por su afición por los mapas. Vio que Groenlandia es grande y que está a medio camino entre EE UU y Rusia. Y quiere Groenlandia, o algo relacionado con ella. Pero no creo que sea muy racional. No le importa el hecho de que Dinamarca sea un aliado de EE UU con un tratado de por medio. Y no entiende que si pone aranceles económicos a Dinamarca se enfrenta a la contrapartida europea.”
Arnaut, por su parte, recuerda que el deshielo producido por el cambio climático ha abierto nuevas rutas comerciales —y va a abrir más en los próximos años— a través del Ártico y que EE UU busca tener acceso desde su lado, que es el que ocupa Groenlandia. Y añade que la actual base que EE UU tiene en Groenlandia al norte, dispone, entre otros operativos, de un sistema de detección de misiles. Y que una de las posibles aspiraciones de Trump podría ser la de instalar más bases parecidas para poseer mejores y más ajustados detectores de misiles provenientes de Rusia o de China. “Tal y como está el mundo, puede pasar cualquier cosa”, añade. La isla más grande del mundo, pues, tal vez a su pesar, se ha vuelto de golpe geoestratégicamente vital y crucial desde el punto de vista logístico. La remota roca helada de pronto se ha colocado en varias de las encrucijadas del mundo y sus 57.000 habitantes no acaban de verlo claro.