Gene Hackman murió a los 95 años borrando del mapa a dos de sus tres hijos. No hay metáfora aquí. No es que les haya dejado poco. Es que no les ha dejado nada. El documento, fechado con cierta controversia -hay quien dice que fue alterado tras la muerte de su esposa, Betsy Arakawa, a comienzos de este año-, ha revelado que el único beneficiario directo de la fortuna del actor es un hijo, al parecer fruto de esa segunda vida que compartió con Betsy. Los otros dos, nacidos del primer matrimonio de Hackman con Fay Maltese, han quedado fuera. Ni bienes, ni propiedades, ni recuerdos.
Y ahí es donde empieza el ruido. Porque cuando el silencio tiene nombre y apellidos -y va firmado por un abogado-, los ecos se multiplican. Se habla de tensiones antiguas, de una familia dividida en capítulos que nunca se releyeron. De un hijo que ha contratado ya a su propio letrado para impugnar el testamento. De la posibilidad de que la herencia de Hackman se haya modificado en sus últimos días, cuando él ya no tenía fuerza para gritar “corten” en la película de su vida.
Mientras tanto, en los papeles figura que todo pasa a manos del hijo pequeño y, eventualmente, al círculo más íntimo del actor. Eso sí, lo poco que ha trascendido parece escrito por un guionista con mala leche: hay quien apunta que la viuda, Betsy, dejó antes de morir la gestión en manos del hijo que ahora recibe todo. Y que el movimiento fue tan quirúrgico como letal. No hubo disputa. Solo exclusión.
En Estados Unidos, donde las herencias son parte del relato nacional -como los coches grandes y las películas de Clint Eastwood-, el caso ha despertado más morbo que pena. Porque Hackman no solo fue un actor mayúsculo, fue también el símbolo de un tipo de hombre que parecía tener la verdad colgada de la boca. En sus películas no se explicaba, se imponía. Y ahora que su legado se descompone en disputas legales y afectos perdidos, uno se pregunta si ese mismo carácter no acabó por romper todo a su alrededor.
El cine tiene esa magia de congelar a los mitos en la edad perfecta. Hackman será siempre Popeye Doyle, o Little Bill Daggett, o el tipo que mandaba en la CIA con un gesto de ceja. Pero fuera de plano, la historia ha sido otra. Un padre ausente para algunos, protector para otros, y ahora una figura que ha decidido poner el punto final con un trazo que no admite tachones.
Quizá no haya más declaraciones. Quizá nunca sepamos por qué borró a dos de sus hijos de su testamento. Quizá él ya lo explicó a su manera, como lo hizo siempre: sin decir nada, pero dejándolo todo claro.
