Estos días leía un artículo en El País sobre cómo los mejores estudiantes de este país, los que salen con matrícula de honor en selectividad, están decididos a estudiar Medicina, no tanto por ayudar a la humanidad, sino más bien por el prestigio que parece venir con la bata blanca. Es curioso, pero cada vez suena más a la típica historia de la suegra que presume en la fiesta del pueblo: “Mi yerno es médico”, con un toque de orgullo que no puede contener.
Y es que en España, ser médico no solo tiene un aura de héroe, sino que además asegura un sueldo digno, cosa que ya pocos oficios pueden prometer. Es como si se nos hubiera metido en la cabeza que la vida es una serie de episodios de Hospital Central, y si logras que te acepten en Medicina, ya tienes el guion resuelto. Porque, claro, lo del “deseo de ayuda a los demás” y la “vocación” suenan muy bien en el discurso de graduación, pero a la hora de la verdad, resulta que lo que muchos buscan es tener un trabajo que valga la pena presumir en LinkedIn y, de paso, asegurarse que a final de mes puedan pagar la hipoteca sin apuros.
En el artículo, el decano Millán de la Complutense se pregunta si no deberíamos examinar la verdadera motivación de estos futuros médicos antes de dejarlos entrar en las aulas. Y aquí viene lo divertido: ¿cómo podríamos evaluar algo tan profundo y difuso como la vocación? Porque, vamos a ser sinceros, ni los propios alumnos saben qué es lo que quieren en la vida. La presión social, los padres, las series de televisión, el entorno… todo eso pesa. Y luego están las cifras: 70.000 preinscripciones para 6.653 plazas. Es como si todos los estudiantes de España creyeran que tienen un lugar reservado en el olimpo de la medicina.
Los expertos también mencionan que estudiar Medicina se ha convertido en algo así como una “puerta única” al éxito. Porque resulta que hay profesiones menos glamorosas, pero igual de importantes, como la enfermería o la psicología, donde hace falta un ejército de buenos profesionales y que, curiosamente, no exigen un 12,4 para entrar. Pero claro, luego en las reuniones familiares nadie dice con el mismo orgullo “Mi hijo es psicólogo”.
Y aquí es donde está el meollo: la medicina ha sido idealizada al punto que la vocación queda en segundo plano. Según el psicólogo Juan de Vicente Abad, esta fiebre por Medicina está empezando a pasar factura a los jóvenes, que viven obsesionados con las notas y desarrollan una ansiedad que no desaparece ni siquiera al entrar en la carrera. El famoso “burnout” entre los estudiantes de Medicina es casi una epidemia. Así que, al final, ¿a quién le estamos haciendo un favor con esta obsesión? Quizás sería hora de preguntarnos si la educación no debería estar más centrada en enseñar a pensar y menos en formar médicos sin vocación. Al fin y al cabo, es posible que el auténtico milagro en la sanidad pública no sea curar a pacientes, sino a los propios médicos.