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Estudio bíblico – Título: La adoración que agrada a Dios – Juan 4:20-24

Autor: @escuela_biblica

La adoración que agrada a Dios – Juan 4:20-24

(Jn 4:20-24) “Le dijo la mujer: Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar. Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos. Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.”

Introducción

Durante su conversación con la samaritana, el Señor abordó el tema de la adoración con una amplitud y profundidad completamente nuevas. De esta manera contestó a las inquietudes de la mujer, dejándonos también a nosotros una información muy valiosa que necesitamos para poder ofrecer a Dios una adoración que sea de su agrado. Porque no debemos olvidar que adorar a Dios es un asunto muy serio que no podemos tomar a la ligera. Y el pasaje que vamos a estudiar nos advierte de la posibilidad de creer que estamos adorando a Dios, cuando en realidad lo que hacemos puede ser otra cosa muy distinta. Por ejemplo, el Señor descalificó la adoración de los samaritanos cuando le dijo a la mujer: “vosotros adoráis lo que no sabéis”. Por lo tanto, es importante que aprendamos por su Palabra cómo debemos hacerlo para no cometer errores similares.
A continuación haremos algunas aclaraciones sobre lo que es la adoración, cuáles son sus características a la luz de la Biblia, y consideraremos también la enseñanza que Jesús dio sobre el tema a la mujer samaritana.
1. ¿Qué es la adoración?
Adorar a Dios es la actividad más noble, elevada e importante que el ser humano puede realizar. Fuimos creados para eso, y cuando el hombre pecó rompiendo así su relación con Dios, él envió a su propio Hijo con el fin de redimirnos para que pudiéramos ser nuevamente verdaderos adoradores. Esto es lo que Jesús quería dar a entender a la mujer cuando le dijo: “el Padre tales adoradores busca que le adoren”. Tan importante es el tema, que la adoración será nuestra actividad principal durante toda la eternidad. Lo podemos comprobar con frecuencia en el libro de Apocalipsis, donde todos los seres celestiales adoran a Dios sin cesar.
(Ap 4:8-11) “Y los cuatro seres vivientes tenían cada uno seis alas, y alrededor y por dentro estaban llenos de ojos; y no cesaban día y noche de decir: Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir. Y siempre que aquellos seres vivientes dan gloria y honra y acción de gracias al que está sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro ancianos se postran delante del que está sentado en el trono, y adoran al que vive por los siglos de los siglos, y echan sus coronas delante del trono, diciendo: Señor, digno eres de recibir la gloria y la honra y el poder; porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas.”
Ahora bien, cuando nos preguntamos qué es la adoración, encontramos que, como es habitual en la Biblia, ésta no nos ofrece ninguna definición, sino que su forma de enseñarnos es mostrándonos numerosos ejemplos de personas que adoraban a Dios con el fin de que a través de ellos podamos aprender cómo debemos hacerlo nosotros.
Así pues, lo primero que observamos en las Escrituras es que un adorador es alguien que tiene una relación personal con Dios al que ama intensamente. Notemos por ejemplo cómo el rey David comenzaba el Salmo 18 expresando su amor a Dios: “Te amo, oh Jehová”, para inmediatamente después invocarle porque reconocía que “es digno de ser alabado” (Sal 18:1-3). Como no puede ser de otra manera, es nuestro amor a Dios lo que nos lleva a adorarle. Aunque, por supuesto, este amor es una pobre respuesta al gran amor que hemos recibido de él (1 Jn 4:10). Por lo tanto, si la adoración no surge como una respuesta genuina de nuestro amor a Dios, todo lo que hagamos no pasará de ser simples ritos religiosos fríos y secos, carentes de significado, y que de ninguna manera agradarán a Dios.
Ahora bien, todos sabemos que el verdadero amor a Dios implica entrega absoluta. El Señor nos enseñó que para amarle hay que hacerlo con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente (Mt 22:37). Así pues, la adoración genuina implica la entrega de todo lo que somos como una ofrenda de amor. Podemos encontrar una buena ilustración de esto en el sacrificio de los holocaustos que se realizaban en el Antiguo Testamento. La particularidad que tenía este tipo de ofrenda era que el animal se ofrecía completamente al Señor en olor grato, a diferencia de los otros sacrificios en los que se reservaban diferentes partes para los sacerdotes o el oferente (Lv 3:1-9). Así que, podríamos decir que la adoración es una “ofrenda del todo quemada”, donde el adorador no se queda nada para sí mismo, sino que se entrega sin reservas a Dios, consagrándole su vida entera a él. Parece que el apóstol Pablo tenía este tipo de sacrificio en mente cuando exhortaba a los cristianos en Roma:
(Ro 12:1) “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional.”
Y si meditamos un poco más en esto, rápidamente nos daremos cuenta de que la expresión plena de este tipo de devoción la encontramos en Cristo cuando entregó su vida al Padre en la Cruz:
(Ef 5:2) “Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante.”
Por lo tanto, adorar a Dios implica también sumisión y obediencia. No podemos adorarle sin haber rendido previamente nuestra voluntad ante él para servirle en todo cuanto nos manda. Ya hemos visto un buen ejemplo de esto en el pasaje de Apocalipsis antes citado, en el que en una escena celestial “los ancianos se postran delante del que está sentado en el trono, y adoran al que vive por los siglos de los siglos, y echan sus coronas delante del trono” (Ap 4:10). El hecho de colocar sus coronas a los pies del Señor es una forma de expresar su sumisión, reconocimiento y entrega absoluta.
La conclusión de todo esto es que no podemos reducir nuestra adoración a unas bonitas expresiones de nuestros labios, porque antes de que Dios escuche lo que decimos, primeramente mira nuestros corazones. Esta fue la razón por la que tanto Jesús como los profetas del Antiguo Testamento tuvieron que reprender reiteradamente al pueblo de Israel:
(Mr 7:6) “Respondiendo él, les dijo: Hipócritas bien profetizó de vosotros Isaías, como está escrito: Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí.”
Su problema consistía en que cuando ofrecían su adoración a Dios, lo que decían sus labios no se correspondía con la actitud interior de sus corazones. No había obediencia a su Palabra, lo que era una triste evidencia de su falta de amor por él (Jn 14:15).
Ahora bien, una vez que hemos señalado que la adoración surge de un corazón que ama y se entrega completamente a la voluntad de Dios, hay que decir también que le adoramos cuando nos dirigimos a él para expresarle la admiración que le profesamos. Esto lo podemos hacer principalmente por medio de la oración y también del canto.
(He 13:15) “Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesen su nombre.”
Por supuesto, esta admiración surge y crece en nosotros al considerar por medio de su Palabra cómo es él; su naturaleza, sus atributos, su carácter y también sus obras. Es entonces cuando nos rendimos a él mientras nos deleitamos en contemplar de forma reverente su gloria.
También es importante aclarar que la adoración va más allá de nuestras acciones de gracias por sus bendiciones recibidas. Debemos notar la diferencia entre adoración y acción de gracias. Porque mientras que en la acción de gracias el foco de nuestra atención está en las cosas que hemos recibido de Dios, en la adoración la atención se centra en lo que Dios mismo es.
Podemos pensar en una sencilla ilustración que nos puede ayudar a entenderlo mejor: Imaginemos unos novios que han quedado para verse. En un momento el chico saca un precioso anillo que le regala a su novia. Inmediatamente la muchacha mira el regalo fascinada mientras se lo pone en el dedo y le da las gracias a su novio. Pero según va pasando el tiempo, el anillo pasa a un segundo plano y toda la atención de la chica vuelve a estar puesta nuevamente en su amado, en quien no ve más que virtudes.
Y de la misma manera, nosotros también estamos maravillados de la gracia de Dios sobre nosotros y de sus muchas bendiciones, pero más importante que cualquiera de ellas, es Dios mismo, a quien admiramos y adoramos por quién es él. En este sentido el apóstol Pedro hizo un breve resumen de nuestra nueva posición en Cristo, pero no se detuvo ahí, sino que expresó que todo esto que hemos recibido por gracia nos debe llevar a “anunciar sus virtudes” en un espíritu de auténtica adoración.
(1 P 2:9) “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios para que anunciaseis las virtudes de aquel que os llamo de las tinieblas a su luz admirable.”
Tenemos que tener mucho cuidado con esto, porque con facilidad nos detenemos pensando en lo que ahora somos en Cristo y en cuántas bendiciones hemos recibido de él, y no llegamos a adorarle por lo que Dios mismo es. Si queremos ser verdaderos adoradores tenemos que dejar de pensar en nosotros mismos para concentrar toda nuestra atención en quién es Dios.
2. El papel de la música en la adoración
Ya hemos dicho que en la Biblia encontramos dos maneras principales de adorar a Dios: por medio de la oración y también con el canto. En el libro de los Salmos, que podríamos decir que servía de “himnario” para los creyentes del Antiguo Testamento, encontramos la letra de muchos cánticos de adoración. Por cierto, este es el libro más largo de la Biblia, lo que nos da una idea de la importancia que Dios da a la música.
Sin embargo, habiendo dicho esto, hay que decir también que es un error limitar la adoración exclusivamente al canto, porque también encontramos otras muchas ocasiones a lo largo de la revelación bíblica en las que diferentes personas adoraron a Dios por medio de sus oraciones.
Y por otro lado, no todas las canciones que cantamos son de adoración y alabanza a Dios. Y aunque en muchos círculos se asocia “la alabanza” con el periodo dedicado a la música, esto no es exacto. Hay himnos en los que el tema es la confesión, o la petición de protección, o la acción de gracias por algún don recibido… pero no la adoración. Así que, si buscamos adorar a Dios con nuestra música, será necesario elegir bien las canciones, prestando especial atención a su letra.
Además, la música, como todas las cosas buenas que Dios ha creado, se pueden usar de una forma inapropiada. Y no cabe duda de que el uso de la música en la adoración a Dios conlleva varios peligros de los que ninguno estamos libres. Reflexionemos sobre algunos de ellos:
En primer lugar, en algunas culturas es muy fácil dejarse llevar por el ritmo de la música sin pensar en nada de lo que dice su letra. En otros casos podemos tararear canciones cristianas “pegadizas” sin reflexionar en ningún momento en su contenido. Otras veces la música tiene ritmos tan “fuertes”, que es casi imposible entender su letra. En todos estos casos, no es posible tener una experiencia de intimidad con el Señor que nos lleve a una auténtica adoración. Debemos recordar la exhortación del salmista: “Cantad con inteligencia” (Sal 47:7). Porque cantar o escuchar música cristiana sin prestar atención a lo que se dice, no es algo que debamos identificar con la adoración.

En segundo lugar, y es muy triste decirlo, parece que muchas veces los cristianos se fijan más en los cantantes que en Dios mismo. Parecen sentir por ellos una fascinación similar a la que los del mundo tienen por sus ídolos musicales. Pero el tiempo de adoración no es para exhibirnos a nosotros mismos, o los dones que Dios nos ha dado, sino para dirigir nuestras miradas hacia Dios. Siempre existe la tentación de convertir esos dones y talentos en el centro de la adoración, usurpando así el lugar que legítimamente sólo le corresponde al Señor. Los cantantes cristianos tienen una gran responsabilidad en este punto.

En tercer lugar, algunos cantantes cristianos, conocidos actualmente como “los grandes adoradores”, son responsables del tremendo empobrecimiento de mucha de la adoración que hoy se ofrece a Dios por medio de la música. Sólo hay que ver la pobreza de sus letras, que en muchos casos sólo consiste en unas sencillas frases que se repiten indefinidamente. Esta escasez de términos y conceptos en la adoración no tiene nada que ver con la riqueza que brota de las Sagradas Escrituras.

En cuarto lugar, también existe el peligro de pensar que Dios está más presente en nuestra adoración cuando contamos con buenos medios técnicos, bien sea de sonido, iluminación, coros, cantantes famosos… Pero eso no es cierto. De hecho, esto nos puede llevar fácilmente a la arrogancia. El profeta Isaías nos ha dejado un hermoso versículo que conviene recordar en relación a esto: “Así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Is 57:15). A Dios no le impresiona nuestra super organización, porque él es el Alto y Sublime, el que habita la eternidad. Y su presencia en nuestras vidas sólo está garantizada por un corazón quebrantado y humilde ante él.

En quinto lugar, en muchas ocasiones se han sustituido los himnos congragacionales que todos los creyentes podían cantar juntos, por otro tipo de canciones que sólo pueden ser cantadas por un interprete sobre un escenario. Esto priva a la iglesia de identificarse adecuadamente con la adoración, dejándola en manos de los “profesionales”, mientras que el resto de la congregación sólo puede dar palmas y aguantar de pie por largos periodos de tiempo sin poder hacer otra cosa.

En sexto lugar, a nadie se le escapa el hecho de que en el día de hoy la música cristiana se ha convertido para algunos cantantes en un importante negocio que no sólo les reporta grandes beneficios económicos, sino también fama y popularidad similares a las de los cantantes del mundo. Y con el fin de ampliar su mercado, no dudan en imitar los ritmos mundanos o de alternar canciones dedicadas al Señor con otras de carácter totalmente profano.
Ahora bien, habiendo considerado algunos de los peligros que puede haber cuando se utiliza la música en la adoración, debemos volver a enfatizar que su uso correcto no debe ser nunca despreciado. Por el contrario, aunque no necesitamos la música para adorar a Dios, sin embargo, la Biblia nos enseña que es un aspecto importante de nuestra relación con él. Como ya hemos dicho, todo el libro de los Salmos es un buen ejemplo de esto. Y en nuestro tiempo es muy importante que el Señor siga levantando a hermanos con dones que sean capaces de crear nuevas composiciones musicales que nos ayuden en nuestra alabanza a Dios por medio del canto.
3. Dios y la obra de la Cruz deben estar en el centro de nuestra adoración
Aunque esto es obvio, siempre debemos recordar que sólo podemos dirigir nuestra adoración a Dios. Es importante que tengamos cuidado con esto. No olvidemos que Dios es celoso y no comporte la adoración de su pueblo con nadie más.
(Is 42:8) “Yo Jehová; este es mi nombre; y a otro no daré mi gloria, ni mi alabanza a esculturas.”
(Ex 34:14) “Porque no te has de inclinar a ningún otro dios, pues Jehová, cuyo nombre es Celoso, Dios celoso es.”
Dios tiene que ser el centro de nuestra adoración, y todo lo demás debe quedar en un plano secundario. Es más, en último término, no necesitamos ninguna otra cosa para adorar a Dios.
Ahora bien, ¿por qué decimos esto que parece tan evidente? Bueno, porque siempre que queremos hacer algo para el Señor, el camino está lleno de tentaciones. Por ejemplo, como ya hemos señalado, es relativamente fácil que el líder de alabanza se convierta en el centro de la adoración, o que nuestra adoración esté enfocada más en el hombre que en Dios, gloriándonos de nuestra nueva posición ante Dios en lugar de mirar a Cristo y su obra en la cruz por medio de la cual hemos recibido todo lo que somos y tenemos.
En este punto es importante decir también que la cruz de Cristo debería tener un lugar central no sólo en nuestra vida y servicio, sino también en nuestra adoración. Sin la obra de la cruz, nosotros todavía estaríamos bajo la ira de Dios, expuestos al juicio y a la condenación. Es por la cruz que hemos encontrado la reconciliación con Dios y es allí donde podemos apreciar de forma totalmente nítida cómo es Dios. El apóstol Pablo expresó con claridad el lugar central que la cruz ocupaba en su ministerio y adoración:
(Ga 6:14) “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”
Así pues, la adoración debe estar centrada en Dios y en la obra suprema de Cristo en la cruz. Sin embargo, debemos decir aquí que lamentamos cómo la cruz ha ido desapareciendo de muchas de las canciones de adoración cristiana. Se habla mucho del triunfo de Cristo, de su exaltación en gloria, de su majestad… y aunque todo es completamente cierto y lo suscribimos sin reservas, nunca deberíamos olvidar que Jesús fue “coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte” (He 2:9). Los profetas del Antiguo Testamento anunciaron “los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos” (1 P 1:11). Y las huestes celestiales adoran al Cordero que fue inmolado (Ap 5:12). Toda adoración que no tome en cuenta la obra de la cruz siempre será pobre e incompleta.
Por otro lado, tampoco debemos olvidar que es imposible honrar al Padre sin honrar al Hijo.
(Jn 5:23) “Para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió.”
Nunca está de más hacer énfasis en esta gran verdad, máxime cuando hay grupos llamados cristianos que niegan la naturaleza divina del Hijo y que por lo tanto no le adoran como Dios. Pero como vemos, la Palabra nos enseña lo contrario: “que todos honren al Hijo como honran al Padre”. Encontramos numerosos ejemplos de esto en personas que durante el ministerio terrenal de Jesús le adoraron, lo que era especialmente significativo si tenemos en cuenta que la mayoría de ellos eran judíos monoteístas que de ninguna manera habrían hecho algo parecido con nadie que no fuera Dios. Veamos algunos ejemplos:
(Mt 2:11) Los magos venidos de oriente adoraron a Jesús cuando lo encontraron en Belén.

(Mt 14:33) Los discípulos le adoraron cuando subió a la barca después de haber calmado la tempestad.

(Mt 28:8) Las mujeres que habían ido a la tumba le adoraron después de su resurrección.

(Mt 28:17) También los once discípulos le adoraron cuando le vieron resucitado.

(Jn 9:38) Un ciego sanado por el Señor también le adoró.
Y por último, quizá debemos añadir una reflexión acerca de la adoración que la Iglesia Católica ofrece a la virgen María. En cuanto a esto, ya hemos dicho que Dios es celoso y no comparte su gloria con nadie más. Quien se atreva a hacerlo tendrá que darle cuentas por ello. Además, no encontramos ni un solo ejemplo en la Biblia en la que los cristianos dieran culto a María, ni que tampoco le atribuyeran ninguno de los títulos con los que el catolicismo pretende honrarle, dándole a veces más importancia a ella que al mismo Hijo de Dios.
4. La adoración no es una actividad opcional
Debemos decir también que este reconocimiento de la dignidad absoluta de Dios que hacemos por medio de la adoración no es una actividad optativa. Dios está buscando que su pueblo sea un pueblo de adoradores, que anuncian las virtudes de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable (1 P 2:9). Tan importante es el tema, que aparece una y otra vez a lo largo de toda la Biblia.
Todo comenzó en el huerto del Edén cuando el hombre decidió que iba a dejar de adorar a Dios.

Posteriormente Dios llamó a Abraham de Ur de los caldeos para formar a partir de él un pueblo que dejando los dioses paganos que había en su entorno, adoraran al único Dios verdadero. De esta manera, tanto Abraham, como su hijo Isaac o Jacob, se caracterizaron por ser hombres de tienda y altar, es decir, peregrinos y adoradores.

En el libro de Éxodo vemos que Dios envió a Moisés para liberar a Israel de la esclavitud de Egipto y que de esta manera pudieran adorarle. En este sentido es interesante notar la lucha que Faraón sostuvo con Moisés con el propósito de impedir que el pueblo fuera adorar a Dios. Primero se negó a ello con total rotundidad, pero después de que las diversas plagas fueron haciendo mella en él, fue cediendo, pero siempre poniendo condiciones: en principio obligándoles a ofrecer sus sacrificios a Dios dentro de la tierra de Egipto (Ex 8:25-27), luego dejando que sólo fueran los varones del pueblo (Ex 10:8-11), más tarde impidiéndoles que llevaran animales para el sacrificio (Ex 10:24-26), hasta que finalmente, como no podía ser de otra manera, Dios ganó el pulso a Faraón y éste les dejó salir sin condiciones para que adoraran a su Dios fuera de Egipto con todo lo que eran y tenían.

En su viaje por el desierto Dios les dio la Ley junto con diversas instrucciones acerca de cómo debían adorarle. Además les mandó construir un tabernáculo donde Dios manifestaba su gloria en medio de su pueblo.

Más adelante, vemos a lo largo de todos los libros históricos y proféticos del Antiguo Testamento el énfasis y la importancia que la adoración tenía en la vida del pueblo de Israel. En relación a esto, el rey David jugó un papel muy importante, porque tuvo en su corazón edificar una casa permanente a Dios donde su pueblo pudiera adorarle. Y aunque él no pudo materializar el proyecto, dejó todo preparado para que su hijo Salomón lo llevara a cabo. Este ejemplo fue seguido también por algunos de los reyes que les sucedieron en el trono, pero en contraste con esto, debemos subrayar el pecado de Jeroboam, el rey que hizo pecar a Israel al levantar dos lugares de adoración idolátrica, lo que sirvió para que el pueblo abandonara el culto a Jehová. Muchos fueron los profetas que denunciaron su pecado y que hicieron un llamamiento a la nación para que se volvieran a la adoración al único Dios verdadero. Desgraciadamente no tuvieron éxito, y por su insistencia en seguir a los dioses paganos, la nación fue llevada en cautiverio; Israel a Asiria y Judá a Babilonia.

El Señor Jesucristo continuó en la misma línea que los profetas del Antiguo Testamento, denunciando en el mismo templo la falsa adoración que Dios estaba recibiendo. Él llegó a decir que los religiosos de su tiempo habían convertido la casa de Dios en una cueva de ladrones (Mt 21:13), lo que le acarreó el odio homicida de los líderes religiosos de Israel.

Los apóstoles que predicaron el evangelio en medio de culturas paganas, tuvieron como objetivo reconciliar a los hombres con el único Dios verdadero, a fin de que se volvieran adoradores suyos. Pablo exhortaba a los idólatras de Listra de esta manera: “Os anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo cielo y la tierra, y todo lo que en ellos hay” (Hch 14:15). Y en otro lugar, el mismo apóstol denunció a los paganos en Roma porque “habiendo conocido a Dios no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias”, sino que “cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador” (Ro 1:21-25). Y esta actitud del hombre siempre atrae sobre él la ira de Dios.

En el libro de Apocalipsis vemos que la actividad constante en el cielo es la adoración. De hecho, este libro nos enseña que el acto que determina nuestro destino final es la adoración: ¿Adoraremos a Dios o a la bestia y a su imagen? Todos adoramos algo, aunque no nos demos cuenta de ello. Si no adoramos a Dios, adoraremos a algo o alguien más. Y en Apocalipsis vemos que el final de nuestra historia se decide por la cuestión de a quién adoramos.
Queda claro a lo largo de toda la revelación bíblica, que el propósito por el que hemos sido creados y redimidos es para que seamos adoradores de Dios. Y como decíamos, esta no es una actividad opcional, sino que como hacía el rey David, debemos exhortarnos continuamente a nosotros mismos para adorarle:
(Sal 103:1-2) “Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre. Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios.”
5. Adoración pública y privada
Muchos cristianos asumen que determinadas reuniones de la iglesia guardan una relación especial con la adoración, y sin duda, esto es totalmente correcto. Pero cabe la posibilidad de caer en la equivocación de pensar que sólo en esas reuniones podemos adorar a Dios. Pensar así sería un grave error, porque Dios espera que en cada momento de nuestras vidas le adoremos. Por eso, junto con nuestro tiempo de oración diario debemos dedicar tiempo también a la adoración.
En realidad, los cultos que dedicamos en la iglesia para alabar a Dios son un reflejo de lo que diariamente hacemos en la intimidad con el Señor. Si no pasamos tiempo cada día adorando a Dios, nuestros cultos serán fríos. Y no se puede hacer responsable de esto exclusivamente al pastor o al líder de alabanza. Cada creyente debe ir preparado para adorar a Dios. Recordemos la ordenanza en el Antiguo Testamento que prohibía que ningún israelita se presentase delante del Señor con las manos vacías (Ex 23:15) (Ex 34:20). El tipo de ofrendas podían variar; había becerros, ovejas, cabras o incluso palominos. Una persona podía traer desde un animal tan grande como un becerro, hasta uno tan pequeño como un palomino, pero de ninguna manera podía ir con las manos vacías. Y ahora en nuestro tiempo, no podemos llegar a la iglesia para ver que han preparado los líderes, descargando sobre ellos toda nuestra responsabilidad de adorar a Dios. Cada uno de nosotros debemos implicarnos en ello, y para esto es imprescindible llegar preparados desde nuestros hogares, habiendo pasado tiempo cada día de la semana en la presencia del Señor.
6. Adoración y servicio
A veces la adoración puede parecer algo muy teórico y abstracto, pero de ninguna manera podemos entenderlo así. El Señor Jesús nos enseñó que adoración y servicio tienen que ir íntimamente ligadas.
(Mt 4:10) “Entonces Jesús le dijo: Vete, Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás.”
La adoración que no involucra nuestro servicio a Dios no es verdadera. Hacerlo bien implica la entrega a Dios de nuestras energías, tiempo, trabajo, lealtad, amor, todo cuanto somos y tenemos.
Y también implica el servicio a nuestros semejantes.
(He 13:16) “Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios.”
(Fil 4:18) “Pero todo lo he recibido, y tengo abundancia; estoy lleno, habiendo recibido de Epafrodito lo que enviasteis; olor fragante, sacrificio acepto, agradable a Dios.”
Estos dos pasajes emplean los sacrificios del Antiguo Testamento para ilustrar que la ayuda mutua entre los creyentes debe formar parte de la adoración que Dios desea recibir. Por lo tanto, la adoración es algo muy práctico.
7. A Dios no le agrada cualquier tipo de “adoración”
Los profetas de la antigüedad advirtieron al pueblo de Israel que mucha de la adoración que ofrecían a Dios, él la aborrecía. Veamos los fuertes términos en los que Dios expresó esto:
(Is 1:12-14) “¿Quién demanda esto de vuestras manos, cuando venís a presentaros delante de mí para hollar mis atrios? No me traigáis más vana ofrenda; el incienso me es abominación; luna nueva y día de reposo, el convocar asambleas, no lo puedo sufrir; son iniquidad vuestras fiestas solemnes. Vuestras lunas nuevas y vuestras fiestas solemnes las tiene aborrecidas mi alma; me son gravosas; cansado estoy de soportarlas.”
(Am 5:21-24) “Aborrecí, abominé vuestras solemnidades, y no me complaceré en vuestras asambleas. Y si me ofreciereis vuestros holocaustos y vuestras ofrendas, no los recibiré, ni miraré a las ofrendas de paz de vuestros animales engordados. Quita de mí la multitud de tus cantares, pues no escucharé las salmodias de tus instrumentos. Pero corra el juicio como las aguas, y la justicia como impetuoso arroyo.”
La idea de que “todo vale” en la adoración no sólo es falsa, sino que además es sumamente peligrosa.
8. Adorar incorrectamente puede ser peligroso
Debemos tener presente que el verdadero adorador siempre se acerca a Dios consciente de su propia indignidad. Recordemos las palabras del profeta Isaías cuando vio al Señor en su trono alto y sublime:
(Is 6:5) “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos.”
O las de Job:
(Job 42:5-6) “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza.”
O las del apóstol Pedro:
(Lc 5:8) “Viendo esto Simón Pedro, cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador.”
Nosotros también debemos recuperar este santo temor y reverencia ante el Señor, no olvidando que Dios es fuego consumidor (He 12:28-28). Tomemos buena nota del caso Nadab y Abiú, los hijos del sumo sacerdote Aarón, los cuales ofrecieron fuego extraño que Dios no les había pedido y fueron consumidos por él dentro del mismo tabernáculo (Lv 10:2).
9. Beneficios de la adoración
No adoramos a Dios para ser bendecidos, pero indudablemente lo somos en la medida en que lo hacemos. No cabe duda de que a través de la adoración encontramos gozo, bendición, satisfacción y propósito para nuestras vidas.
Además, la adoración nos transforma y nos prepara para la vida eterna. Porque ya sabemos que ésta será nuestra ocupación primordial en el cielo, cuando nos unamos al coro de millones de seres que ya le están adorando. Así que, la adoración nos acerca más a lo que seremos eternamente.
Y también, en la medida que vamos creciendo en nuestra adoración a Dios, nuestra visión de quién es él se irá ampliando y ensanchando, llegando a conocerle mucho mejor y de forma más personal.

“El Padre tales adoradores busca que le adoren”

Después de estas consideraciones preliminares sobre lo que es la adoración, comenzamos ahora a considerar lo que el Señor Jesucristo le enseñó a la mujer samaritana acerca del tema. En primer lugar tenemos que detenernos en la sorprendente afirmación que el Señor hizo: “El Padre tales adoradores busca que le adoren”.
Es probable que muchas personas piensen que Cristo llevó a cabo la obra de la cruz con el fin de librarnos de la condenación eterna en el infierno, y sin duda este es uno de los beneficios que recibimos todos aquellos que creemos en él, pero sin duda no es la meta final de nuestra salvación. En nuestro pasaje el Señor le explicó a la mujer samaritana que lo que Dios estaba buscando en último término eran auténticos adoradores. Este era el objetivo final de su misión. Para entenderlo correctamente tenemos que remontarnos al comienzo de la historia del hombre, cuando haciendo uso de la libertad que Dios le había dado, decidió creer a la serpiente que le incitaba a comer del árbol prohibido con la falsa promesa de que serían como Dios (Gn 3:5). Al hacerlo, el hombre y la mujer dejaron de tener a Dios como el centro de sus vidas, usurpando ellos mismos esta posición. En su nueva condición, dejaron de rendir su adoración a Dios, alejándose así de la razón por la que habían sido creados. Esta actitud trajo graves consecuencias para toda la raza, la más evidente fue la muerte, pero también dejó al hombre sin una verdadera razón para vivir, algo que desde entonces produce una constante sensación de vacío en el hombre. Ahora bien, la obra de Cristo en la cruz tiene el propósito de restaurar la relación del hombre con Dios, no sólo perdonando sus pecados, sino también volviendo a colocar a Dios en el centro de su vida, creando una correcta relación donde el hombre nuevamente vuelva a adorarle como el único Dios verdadero. Así pues, tenemos que deducir que el propósito de la conversación que Jesús tuvo con la samaritana tenía como finalidad llevarle a ser una verdadera adoradora de Dios. Y por supuesto, esta debe ser también nuestra meta cuando predicamos el evangelio a las personas inconversas.
Este es el propósito por el que el hombre fue creado, y no puede haber nada más noble y que llene su vida de una forma tan plena como adorar a Dios. Sin embargo, el pecado ha trastornado gravemente nuestros sentidos, de tal manera que incluso después de convertirnos seguimos experimentando dentro de nosotros mismos la tensión que nos produce muchas veces el querer seguir siendo el centro de nuestras propias vidas. Esto se refleja incluso hasta en la forma en la que oramos, donde manifestamos que en la mayoría de las ocasiones nuestras preocupaciones y anhelos giran en torno a nosotros mismos. Acudimos a Dios cargados con inmensas listas de peticiones que en la mayoría de los casos tienen como fin librarnos de enfermedades, angustias y problemas. Queremos recibir sus bendiciones y que nos prospere en todo lo que hacemos. Y aunque todas estas cosas pueden ser legítimas, cuando el Señor nos enseñaba a orar, puso en primer lugar la gloria de Dios. En (Mt 6:9-15) podemos notar que antes de que el Señor dijera que debemos pedir por el pan nuestro de cada día, o por el perdón de nuestros pecados, o el ser librados de tentación, primero nos enseñó a buscar la gloria del Padre y el cumplimiento de su voluntad:
(Mt 6:9-10) “Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra.”
Con esto que decimos queremos mostrar que la adoración no es algo que surge de forma natural del corazón humano, ni siquiera del creyente. De hecho, mucho de lo que llamamos adoración no es más que una expresión de lo contentos que estamos con la nueva condición que ahora tenemos como creyentes. Pero nos cuesta mucho colocarnos a un lado para centrar toda nuestra atención en Dios y en su gloria. Para hacerlo es imprescindible la obra regeneradora y santificadora del Espíritu Santo en nuestras vidas, de otra manera nunca llegaremos a ser los adoradores que el Padre espera que seamos.
De todo lo anterior se deduce que los adoradores que Dios está buscando son aquellos que han entrado en una nueva relación con él por medio de la fe en su Hijo. Estos son los adoradores que el Padre está buscando. Porque mientras que no arreglemos nuestra relación con Dios por medio de la conversión y seamos regenerados por su Espíritu Santo, nuestro corazón seguirá estando en rebeldía, buscando una y otra vez el volver a ser el centro de toda la atención. Y en esa condición es imposible adorar a Dios.

“La hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre”

La mujer había preguntado sobre la adoración verdadera, y el Señor le estaba dando las claves para saber cuáles eran sus características fundamentales. Ahora es interesante notar que aunque el lugar designado por Dios para que su pueblo le adorara era Jerusalén, sin embargo, Jesús le anuncia un cambio que abriría los horizontes para una adoración universal. Estaba llegando “la hora” para este cambio. Como veremos a lo largo de todo el evangelio de Juan, “la hora” se refiere a la culminación de la obra de Cristo en la cruz y su posterior glorificación. Y fue el rechazo de los mismos judíos, quienes lo llevaron a la cruz, lo que abrió las puertas para esta nueva adoración universal, sin diferencias entre judíos y gentiles. Y uno de los aspectos más importante de esta nueva adoración es que ya no sería en un lugar concreto. A partir de ese momento todos los lugares sagrados han dejado de tener importancia. En este sentido es importante no olvidar que fue en el mismo momento en el que Jesús entregaba su vida en la cruz, que el velo del templo fue rasgado milagrosamente de arriba a abajo (Mr 15:38). De esta manera Dios estaba diciendo que se habían terminado las limitaciones para entrar a la presencia de Dios, quedando el camino abierto para que todas las personas pudieran entrar, y no sólo el sumo sacerdote judío una vez al año (He 9:6-8).
A partir de ahí Dios no está ligado a edificios, sino a su pueblo, que forma un templo santo en el Señor:
(Ef 2:19-22) “Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu.”
Dios no sustituyó el templo en Jerusalén por otro templo o iglesia en otra parte del mundo. Ahora los verdaderos adoradores no se reúnen en un punto geográfico concreto, o en un edificio, sino en torno a una persona: el Señor Jesucristo.
(Mt 18:20) “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.”

La verdadera adoración es moral

Es significativo que antes de que Jesús le describiera a la mujer samaritana la clase de adoradores que el Padre buscaba, le mandó que llamara a su marido (Jn 4:16-18). Esto puso al descubierto la vida inmoral que la mujer estaba viviendo. Y fue necesario hacerlo así, porque antes que de pudiera ofrecer un tipo de adoración que agrada a Dios, su pecado debía ser expuesto, confesado y perdonado.
Con esto coincide el salmista.
(Sal 24:3-4) “¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo? El limpio de manos y puro de corazón; el que no ha elevado su alma a cosas vanas, ni jurado con engaño.”
Vez tras vez los autores bíblicos insisten en que la adoración sin moralidad es totalmente desagradable a Dios:
(Pr 15:8) “El sacrificio de los impíos es abominación a Jehová”
(1 S 15:22) “¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros”
(Am 5:21,24) “Aborrecí, abominé vuestras solemnidades, y no me complaceré en vuestras asambleas? Pero corra el juicio como las aguas, y la justicia como impetuoso arroyo”
(Is 1:11-17) “¿Para qué me sirve, dice Jehová, la multitud de vuestros sacrificios? Hastiado estoy de holocaustos de carneros y de sebo de animales gordos; no quiero sangre de bueyes, ni de ovejas, ni de machos cabríos. ¿Quién demanda esto de vuestras manos, cuando venís a presentaros delante de mí para hollar mis atrios? No me traigáis más vana ofrenda; el incienso me es abominación; luna nueva y día de reposo, el convocar asambleas, no lo puedo sufrir; son iniquidad vuestras fiestas solemnes. Vuestras lunas nuevas y vuestras fiestas solemnes las tiene aborrecidas mi alma; me son gravosas; cansado estoy de soportarlas. Cuando extendáis vuestras manos yo esconderé de vosotros mis ojos; asimismo cuando multipliquéis la oración, yo no oiré; llenas están de sangre vuestras manos. Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad de hacer lo malo; aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado, haced justicia al huérfano, amparad a la viuda.”
Y esto mismo es lo que Jesús denunció tantas veces en el comportamiento de los fariseos. Asistían a la sinagoga y al templo, escudriñaban las Escrituras, ayunaban, oraban y daban diezmos. Su vestimenta, su manera de hablar y de comportarse eran exageradamente religiosa. Sin embargo, sus corazones estaban llenos de pecado, de codicia y de orgullo. Jesús los describió como los que “devoran las casas de las viudas y por pretexto hacen largas oraciones” (Mr 12:40). Su corazón no se correspondía con su religiosidad externa, por lo que el Señor los denunció con mucha seriedad:
(Mt 23:27) “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia.”
Todos nosotros debemos examinarnos bien antes de adorar a Dios. Porque nuestra adoración no será agradable si por ejemplo estamos haciendo negocios de una forma deshonesta, si estamos manteniendo una relación inmoral o abrigando resentimiento y venganza contra alguien que nos ha hecho daño.
Esto tiene que ver con la misma naturaleza de Dios. Veamos lo que que dijo el apóstol Juan:
(1 Jn 1:5-6) “… Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él. Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad.”
(1 Jn 2:4,9) “? El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él? El que dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está todavía en tinieblas.”
Dios contrasta nuestras profesiones verbales con la realidad moral de lo que vivimos. Y para que la adoración sea agradable a Dios debe haber una unión indisoluble entre ellas.
De hecho, cuando el pecado está presente en nuestras vidas nos resulta imposible adorarle de forma genuina. El rey David experimentó esto cuando pecó con Betsabé, la mujer de Urías heteo (2 S 11). Y aunque él ocultó el pecado y actuó como si no hubiera pasado nada, sin embargo, su comunión con el Señor se vio afectada inmediatamente y se dio cuenta de que no podía adorar a Dios. El mismo David escribió un Salmo en el que relata su angustia:
(Sal 32:3-4) “Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano.”
Pero todo cambió cuando David confesó su pecado. A partir de ahí la comunión con Dios fue restaurada y nuevamente brotaron la adoración y la alabanza.
(Sal 32:5,11) “Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado… Alegraos en Jehová y gozaos, justos; y cantad con júbilo todos vosotros los rectos de corazón.”

“Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu”

Como hemos visto, el Señor le explicó a la mujer que la adoración aceptable a Dios no dependía del lugar en el que se ofrece, sino del estado del corazón del que lo rinde. Ahora vamos a ver también que la verdadera adoración se basa sobre dos hechos primordiales: debe ser “en espíritu y en verdad”.
¿Qué significa esto de adorar a Dios “en espíritu”?
En primer lugar, con estas palabras Jesús nos estaba enseñando que la naturaleza de nuestra adoración debe estar de acuerdo con la naturaleza del Dios a quien adoramos, y “Dios es Espíritu”. Esto quiere decir que no tiene partes corporales ni limitaciones materiales. Esta es una de las razones por las que Dios prohibió siempre en su palabra que los hombres hicieran ninguna representación de él. El profeta Isaías lo expresó de la siguiente manera:
(Is 40:18) “¿A qué, pues, haréis semejante a Dios, o qué imagen le compondréis?”
Si leemos toda la porción de este capítulo, nos daremos cuenta que Dios estaba indignado con su pueblo porque hacían representaciones de él que intentaban embellecer de todas las formas posibles. Pero esto, además de ser absurdo, era algo que Dios mismo había prohibido en la ley:
(Ex 20:4-5) “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen”
Por lo tanto, en nuestra adoración a Dios no debemos usar imágenes porque no se corresponden con su naturaleza espiritual, ni tampoco le agradan.
En segundo lugar, la adoración “en espíritu” tiene que ver con el nuevo nacimiento o la conversión, que como recordaremos debía ser por el Espíritu (Jn 3:5-8). De esta manera llegamos a ser “hijos de Dios” (Jn 1:12) y así adquirimos el derecho de tratar a Dios como nuestro Padre. Este es un detalle importante. Notemos que no dice que “Dios busca adoradores”, sino que el “Padre busca adoradores”. Para la verdadera adoración tiene que haber una relación íntima con Dios, debe ser nuestro Padre, y esto sólo es posible por la conversión.
En tercer lugar, se trata de una adoración en la que el espíritu tiene un papel primordial. Esto quiere decir que lo más importante es que la adoración surja del corazón. Eso es lo que Dios mira principalmente cuando escucha nuestras oraciones. No se fija tanto en el lugar donde lo hacemos, ni tampoco en la postura corporal que adoptamos al hacerlo. Los samaritanos discutían sobre el lugar correcto para adorar, y los fariseos se gloriaban en sus ritos exteriores. En nuestros días algunos cristianos parecen creer que la adoración está íntimamente ligada con el movimiento de nuestro cuerpo y por eso elaboran elegantes coreografías. Otros aplauden con las manos, se balancean y gritan constantemente sus aleluyas. En contraste los hay que prefieren adorar de rodillas, sentados o de pie. Frente a todo esto debemos volver a repetir que la verdadera adoración es “en espíritu”. Nuestros movimientos corporales no pueden añadir nada a la adoración. Aunque siempre tendremos que tener cuidado para que nuestra actitud al adorar sea compatible con la seriedad y reverencia que nuestro Dios merece (He 12:28-29). Porque no sería digno de él que adoptáramos bailes sensuales al estilo del mundo para adorar a nuestro Dios. Y de la misma manera, tampoco sería apropiado un grado de seriedad extremo, que pareciera que el adorador se encuentra asistiendo a un funeral. En cualquier caso, insistimos en que Dios escudriña nuestros corazones antes de escuchar lo que nuestros labios dicen (Is 29:13). Y también sabemos que es posible doblar la rodilla físicamente sin doblegar nuestro corazón y voluntad ante sus mandamientos. Ninguno estamos libres de poner el énfasis en los aspectos externos de la adoración, y en este sentido debemos recordar las frecuentes advertencias del Señor Jesucristo sobre los peligros de una religión externa. Por esta misma razón, no debemos hacer depender nuestra adoración de nada externo. Y quizá en este punto podamos preguntarnos, por ejemplo, qué ocurriría en muchas iglesias si eliminasen la música de los cultos de adoración.
En cuarto lugar, la adoración verdadera es la respuesta de nuestro espíritu al Espíritu de Dios. Esto significa que es el Espíritu Santo el que nos permite y nos insta a adorar. Veamos cómo lo expresaba Pablo:
(Ef 2:18) “Porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre.”
(Ro 8:15) “Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba Padre!”
(Ro 8:26) “Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles.”
En realidad, necesitamos que el Espíritu Santo venza la resistencia que hay en cada uno de nosotros para adorar a Dios. Porque todos sabemos que la naturaleza humana es egocéntrica, mientras que la adoración está centrada en Dios. Es por eso que necesitamos que el Espíritu Santo nos pueda elevar de nosotros mismos, pueda cambiarnos y enfocar nuestra devoción en Dios.

“Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en verdad”

Por otro lado, debemos adorar al Padre “en verdad”. Esto nos recuerda que Dios es racional y que la verdadera adoración debe involucrar nuestra mente.
Esto implica en primer lugar que si no pensamos lo que hacemos cuando adoramos, Dios no recibe nuestra adoración. Cantar bellos himnos, orar de forma mecánica y repetitiva sin pensar en lo que decimos, esto no le agrada a Dios. Como Jesús dijo, esto no es más que “vanas repeticiones” y “palabrería” (Mt 6:7). ¿Qué sentido puede tener incluso que expresemos hermosos términos bíblicos en frases gastadas de las que hemos olvidado su verdadero significado?
En la verdadera adoración debe estar involucrada nuestra mente. Sin lugar a dudas, estos conceptos son extraños en gran parte del cristianismo moderno, donde lo que importa en la adoración son los sentimientos y el estado de ánimo. Pero el Señor repitió varias veces que nuestro amor por él debe incluir también nuestra mente:
(Mt 22:37) “Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente.”
Debemos cuidarnos de cualquier forma de adoración emocional que no utiliza cabalmente el intelecto. Es cierto que en ocasiones parece que una adoración así está en un nivel superior, pero eso es falso. Nuestra mente debe tomar parte activa en nuestra adoración. Es necesario que prestemos atención y entendamos lo que cantamos y oramos.
(1 Co 14:15-16) “¿Qué, pues? Oraré con el espíritu, pero oraré también con el entendimiento; cantaré con el espíritu, pero cantaré también con el entendimiento. Porque si bendices sólo con el espíritu, el que ocupa lugar de simple oyente, ¿cómo dirá el Amén a tu acción de gracias? pues no sabe lo que has dicho…”
Dios insiste en que nuestros cultos de adoración tienen que ser comprensibles para todos. Por esta razón el apóstol Pablo escribiendo a los Corintios dedicó un capítulo entero para poner orden en el culto público (1 Co 14), y su finalidad era que las personas pudieran entender lo que se decía. Con esta finalidad impidió que todos hablaran a la vez (1 Co 14:31), también prohibió hablar en lenguas en la iglesia si no había intérprete, porque de otra manera las personas no entenderían lo que se decía (1 Co 14:28). El jaleo, el griterío incomprensible, el bullicio no tiene nada que ver con la verdadera adoración, más bien, puede dar la justa impresión de que estamos locos (1 Co 14:23).
Tampoco podemos convertir la adoración en una repetición ciega de frases como si se tratara de un mantra que los budistas repiten una y otra vez sin pensar en lo que dicen, o como el rosario que los católicos rezan a toda velocidad sin reflexionar sobre lo que dicen, únicamente concentrados en llevar bien sus cuentas.
En segundo lugar, no existe tal cosa como una adoración verdadera basada en la ignorancia. Jesús mismo tuvo que decir a la mujer samaritana que “vosotros adoráis lo que no sabéis”, lo que descalificaba su adoración. Y de la misma manera, el apóstol Pablo predicó el evangelio a los atenienses para que dejaran de adorar “al Dios no conocido” (Hch 17:23). Es imposible adorar a un Dios a quien no se conoce.
Por esta razón, Dios se ha revelado para que sus criaturas le conozcan y puedan adorarlo tal como él es. Porque si ignoramos su Palabra, lo más probable es que estemos adorando a un dios que es producto de nuestra propia imaginación y además lo estaremos haciendo de una forma que le desagrada. Así pues, la verdadera adoración debe estar arraiga en su Palabra revelada. Debemos conocer a Dios antes de poder adorarle correctamente.
La lectura y exposición de las Escrituras deben ocupar un lugar muy importante en nuestros cultos de adoración. De esta manera conoceremos a Dios y podremos adorarle correctamente. Además, el considerar en la Biblia cómo los santos de la antigüedad adoraban a Dios, también servirá para enriquecer nuestra propia adoración. Dios no puede ser adorado por un pueblo que no conoce su Palabra. En este sentido, podemos considerar el terrible daño que la Iglesia Católica hizo por siglos cuando prohibió al pueblo llano tener y leer la Biblia en su propia lengua. Pero el mismo daño nos hacemos a nosotros mismos, si teniendo ahora la libertad de disponer de la Palabra, no la leemos ni la estudiamos.
En tercer lugar, los verdaderos adoradores se ajustan a lo enseñado por Dios en toda su Palabra. Este era el gran problema de los samaritanos, que sólo admitían los cinco primeros libros de la Biblia, rechazando el resto. Pero como el Señor mismo enseñó, tan grave era quitar de la Palabra como añadir, y esto era lo que hacían por su parte los judíos. Ellos habían añadido sus propias tradiciones, al punto de que no dejaban ver la Palabra, y por esta razón Jesús les dijo que “en vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres” (Mt 15:9). Nada importaba que su adoración estuviera dirigida al Dios verdadero si no tenían en cuenta lo que él había dicho.
La historia bíblica nos ha dejado abundantes testimonios del hecho de que cuando el hombre no basa su adoración en la Palabra, fácilmente su adoración se vuelve supersticiosa, absurda y en muchos casos cruel.
Por lo tanto, la verdadera adoración debe consistir en la respuesta espontánea del hombre a algún concepto, a alguna percepción de carácter de Dios que aprendemos por su Palabra y que enciende nuestro corazón.
Y esto debe ser así también cuando nuestra alabanza la expresamos a través de la música. El apóstol Pablo exhortó sobre esto a los colosenses:
(Col 3:16) “La palabra de Cristo more en abundancia en vosotros, enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría, cantando con gracia en vuestros corazones al Señor con salmos e himnos y cánticos espirituales.”
Notemos que para poder enseñar, exhortar o cantar al Señor, primeramente debemos estar llenos de la Palabra de Dios.
No obstante, el conocimiento de la Palabra, no garantiza por sí mismo que vaya a haber una verdadera adoración. Siempre es posible tener muchísimo conocimiento acerca de la Biblia y nunca arrodillarse ante Dios en adoración. Pero tampoco el extremo opuesto es mejor, es decir, el de aquellos que que tienen mucho “celo de Dios, pero no conforme a ciencia” (Ro 10:2). Debemos cuidarnos de no caer en ninguno de los dos extremos.

Preguntas

1. ¿Cómo definiría la adoración? ¿Cuáles son las características de la verdadera adoración? Explíquelas brevemente.
2. Busque tres ejemplos en el Antiguo Testamento de oraciones en las que su tema central sea la adoración. Analícelas brevemente resaltando las razones por las que Dios era adorado. Busque también algunos ejemplos en los Evangelios en los que el Señor Jesús fue adorado. Explique las razones por las que lo hicieron.
3. En la lección se ha subrayado la importancia que el tema de la adoración ha tenido a lo largo de toda la historia de la revelación bíblica. Haga un resumen de esto, buscando las citas bíblicas apropiadas, analizando su desarrollo e importancia desde Génesis hasta Apocalipsis.
4. Explique brevemente qué quiere decir que la adoración que agrada a Dios debe ser “en espíritu y verdad”.
5. Dé algunas de las razones por las que usted adora a Dios.

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