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Estados Unidos empieza a tratar a Europa como siempre ha tratado al resto del planeta

Autor: Jorge Volpi

¿Por qué a nosotros? Esta es la incómoda pregunta que se formulan dirigentes y parlamentarios, empresarios y políticos, intelectuales, consultores y ciudadanos de a pie en casi todas las capitales de Europa. ¿Por qué a justo a nosotros? El azoro, que se aproxima a los celos del amante despechado, no se borra un instante de los rostros de Macron o Merz, Starmer o Von der Leyen, Tusk o Sánchez —por no hablar, por supuesto, de Zelenski—, como si ninguno de ellos acertara a comprender que Donald Trump los trate… como Estados Unidos ha tratado, a lo largo de dos siglos, al resto del planeta.

En buena parte de la imaginación europea, América continúa siendo la amable potencia que salvó al Viejo Continente de sí mismo tras dos guerras y, por si fuera poco, financió su reconstrucción y el desarrollo de sus admirables estados de bienestar, al tiempo que se aprestaba gallardamente a defenderlo de la amenaza soviética. Solo aquí su clase política continúa exhibiendo una simpatía y una admiración sin paliativos —salvo en Francia, donde el desdén y la envidia se exacerban— hacia una nación que aún consideran, más que como su principal aliado, como el guardián de su supervivencia.

Imposible no detectar un trasnochado eurocentrismo en estos reproches —¿de veras me lo haces a ?—, como si las vertientes más cínicas del imperialismo estadounidense se reservasen solo a las infelices naciones del sur global, pero nunca, nunca, a la cuna de la civilización. Empeñada en olvidarse de su pasado colonial, Europa insiste en subrayar su relación especial para ser considerada de modo diferente, como si en la geopolítica hubiese lugar para las alianzas eternas —¿cuántas no se firmaron en el pasado?— o la ayuda desinteresada. Cada vez que un analista se lamenta aquí de que Trump está acabando con una era de consensos y cooperación internacional se refiere a esa suerte de complicidad que preservaba a Europa Occidental, primero, y a la Unión Europea, después, de la realpolitik que Estados Unidos siempre ha ejercido en cualquier otro lugar.

Los latinoamericanos tenemos, por desgracia, una visión menos sesgada —y tal vez más lúcida— de la naturaleza de Estados Unidos: su modo de actuar, desprovisto de la menor empatía o generosidad, posee una larga historia de abusos y violencias que solo encuentra en Trump a su más reciente encarnación. Pese a la zafiedad de su estilo —o a las ficciones criminales en las que sustenta sus acciones, como la criminalización de los migrantes o la idea de que el desbalance comercial equivale a una afrenta—, el actual ocupante de la Casa Blanca no es una anomalía, sino el eslabón más reciente en una tradición que privilegia el uso de la fuerza a favor del propio interés.

México fue, a mediados del siglo XIX, la primera víctima del expansionismo estadounidense: la forma en que Washington alentó la secesión de Texas, primero, y desató una guerra injusta, después, anticipa paso a paso lo hecho por Putin en Ucrania. La joven república mexicana debió aceptar la pérdida de Texas y luego la de la mitad de su territorio, más o menos lo que ahora se le exige a Zelenski. Si ya la Doctrina Monroe establecía sibilinamente la idea de que América era para los americanos, a fin de eliminar cualquier injerencia europea, a partir de la guerra contra España de 1898 quedó claro que Estados Unidos estaba dispuesto a imitar —y superar— las prácticas coloniales europeas con el objetivo de forjar su nuevo imperio global.

Poco después, Theodor Roosevelt se valió del lema Speak soflty and carry a big stick para modelar la política exterior que Estados Unidos ejercería desde entonces. Bastaba con amenazar al otro con un gran garrote —con una fuerza militar creíble— para obtener las concesiones que se esperaban de él. El “corolario Roosevelt” a la Doctrina Monroe dictaba que, si a juicio de Estados Unidos un país atentaba contra los intereses de sus nacionales o de sus empresas, su gobierno no dudaría en reaccionar de la manera más dura y expedita. Como resulta fácil advertir, si hoy se sustituye la amenaza del poder militar por los aranceles, la estrategia es idéntica.

A lo largo del siglo XX, Estados Unidos intervino, a veces con una acción directa, en otra financiando grupos subversivos o golpes de Estado, en casi todas las naciones latinoamericanas: en Colombia, para propiciar la independencia de Panamá y apoderarse del Canal (1903), Haití (1905), México (1914), República Dominicana (1916 y 1965), Honduras (1919 y 1924), Nicaragua (1926 y 1985), Guatemala (1954), Ecuador (1961), Cuba (1961), Perú (1962), Brasil (1964), Chile (1970), Bolivia (1971), Uruguay (1973), Argentina (1976) y Granada (1983). A ello habría que añadir, por supuesto, sus aventuras en Asia, en particular la guerra de Vietnam (1955-1975), la primera guerra de Irak (1991) y las invasiones de Afganistán (2001-2021) e Irak (2003-2011). Y, cuando Washington no intervino por la fuerza, impuso por doquier condiciones económicas casi siempre desventajosas para sus socios.

La humillación sufrida por Zelenski a manos de Trump y Vance resume mejor que ningún otro episodio la manera como Estados Unidos ha decidido zanjar su alianza con Europa para llegar a una entente con Rusia que le permita enfrentarse a China, a quien considera su único rival —político, económico y, acaso lo más relevante, tecnológico— auténtico. Como si fuera otra nación latinoamericana del siglo XX, primero quiso aprovecharse de la dependencia ucraniana para apoderarse de sus recursos naturales y luego ha usado como pretexto su falta de gratitud a fin de imponerle una paz que se acerca a la capitulación. En 1906, el comité del premio Nobel de la Paz premió a Theodor Roosevelt por su mediación en la guerra ruso-japonesa: otro paralelismo que Trump querría actualizar.

Extraviada en sus glorias pretéritas y sus agudos dilemas internos, la Unión Europea no consigue darse cuenta de que encarna justo aquello que Trump y los suyos más detestan: sus estados de bienestar y su parlamentarismo, su apuesta por los derechos humanos y su combate al calentamiento global, su multiculturalismo, su protección a la diversidad y a las minorías. El desdén exhibido por Vance —para él, todas las naciones que la integran son random— o el rapapolvo de Musk hacia sus líderes expresan un cambio de paradigma que no hará sino profundizarse. A estas alturas, convendría que Europa dejase de llorar el abandono estadounidense para asumir que a partir de ahora está sola: si aspira no solo a sobrevivir, sino a defender los valores que hasta ahora la definen, tiene que dar un drástico giro no solo a sus políticas de defensa, sino al conjunto de su imaginación.

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