Hace unos días, en los Estados Unidos, durante una ceremonia litúrgica en la que predicaba la obispa Mariann Edgar Budde, prelada episcopal estadounidense que sirve como Obispa de la Diócesis Episcopal de Washington, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, fue convidado a tener misericordia respecto a los migrantes y las comunidades LGTBIQ.
Muchas personas, incluido el primer mandatario, su vicepresidente y sus allegados, se sintieron ofendidos. Sin embargo, causa gran extrañeza que alguien que profesa el cristianismo se sienta ofendido por ser invitado a tener misericordia, cuando precisamente la misericordia, es decir, el amor al desvalido es una de las virtudes esenciales del cristianismo.
Asimismo, resulta paradójico que sea noticia internacional que se cuestione o se aprecie a una líder religiosa por hablar en un sermón sobre compasión.
Tales situaciones pueden generar varios interrogantes: ¿Por qué un cristiano tendría que sentirse ofendido por ser invitado a ser misericordioso? ¿Por qué un cristiano tendría que sentirse incómodo cuando se le pide que piense en quienes tienen miedo? ¿Acaso no es fundamental, en el sentido de ser cristiano, lo propuesto por el estilo de vida de Jesús en el Evangelio, quien dio de comer por misericordia, sanó por misericordia y se entregó por misericordia?
Por otra parte, también parece extraño que una líder religiosa se haya vuelto noticia por hacer su trabajo, es decir, por hablar de compasión. Entonces, ¿a qué tipo de líderes religiosos nos hemos acostumbrado para que se vuelva viral un sermón en el que la ministra hizo su trabajo: promover la compasión?
Ahora bien, se hace necesario que nos preguntemos, para quienes somos cristianos —que somos mayoría en este continente, independientemente de que sea cristianismo católico, protestante o alguna de sus derivaciones—, ¿qué sentido tiene ser cristiano? Tal vez, para reflexionar sobre esa pregunta, puede servirnos una reflexión del teólogo español José María Castillo. Él recuerda que, en los primeros siglos del cristianismo, la naciente iglesia se fortaleció con la práctica de la misericordia:
Entre los emperadores Marco Aurelio y Constantino (años 161-306) se vivió en el mundo occidental la crisis más grave de su historia. La gente advertía que todo su entorno se desmoronaba: el Imperio, las instituciones, la vida social, la economía y la religión. Y fue precisamente en ese tiempo cuando la Iglesia vivió su prodigiosa expansión. ¿Por qué? Porque los cristianos tomaron en serio el Evangelio. Y vieron, en las costumbres de Jesús, la solución para la crisis. La Iglesia ofrecía todo lo necesario para construir una especie de seguridad social: cuidaba a los huérfanos y viudas, atendía a los ancianos y discapacitados, a los que carecían de medios de vida… (Arístides, Justino, Dionisio de Corinto, Eusebio de Ces.; cf. A. Harnack).
Para finalizar, es esencial reflexionar sobre el papel que desempeñan hoy en día los líderes religiosos y las comunidades de fe en un mundo tan polarizado. Si el cristianismo, desde sus inicios, se consolidó en la práctica de la misericordia y la compasión, ¿por qué ahora parece inusual que se invite a vivir esos valores? Quizá sea el momento de regresar a las raíces de ese mensaje, de redescubrir lo fundamental del Evangelio como una guía para afrontar las crisis actuales, no desde el rechazo o la indiferencia, sino desde el amor y el servicio a los demás.