Los acantilados de La Palma son la mejor prueba de que el trail no ha inventado nada. Los aborígenes, con los pies curtidos, ya corrían por aquellos senderos técnicos con el mismo premio que los corredores ataviados con zapatillas de fantasía: el honor entre mar y montañas, tan intrínsecas a la isla como la lucha canaria. No hay mejor motivo para un recorrido que la historia: 29 kilómetros de aúpa para dar el pistoletazo al calendario de las Merrell Skyrunner World Series, el circuito más vetusto del trail. Un desnivel salvaje, 2.061 metros de desnivel positivo y 2.252 negativos en este sentido: de Barlovento a Garafía. Así, escondidos entre las nubes y las olas, 232 corredores devolvieron por un día el latido a una zona en la que, a falta de vecinos, aún quedan las leyendas.
El norte de La Palma fue durante siglos una de las zonas más influyentes del archipiélago: de allí salía la madera para los palacetes de Tenerife. Pero llegó el éxodo y las carreteras llevaron a los vecinos hacia Santa Cruz, la capital. Dejando a un margen los extremos —Garafía y Barlovento— quedan unos 600 vecinos entre todos los caseríos, que conservan sus techos de madera, queso de cabra —tiene allí su único reducto en la isla— o el pimiento para el mojo picón. El camino que conectaba esos puntos fue una de las primeras vías de comunicación, ya desde tiempos prehispánicos, pues allí vivían dos cantones aborígenes. Lo utilizaban para bajar al mar a pescar, llevar al ganado a pastar y comerciar entre los cantones: el pescado de Franceses por la madera de El Tablado.
La ruta corrió peligro cuando los barrios empezaron a despoblarse, pero el Cabildo de La Palma arregló los senderos a mitad del siglo XX. Este fue el primero, del que ahora forma parte de un GR que da la vuelta a la isla, pues la montaña es uno de sus reclamos turísticos. Los dos extremos han mantenido el millar de habitantes, pero la inmersión hacia el interior lleva al silencio: un cementerio de escuelas, campos de fútbol, supermercados y bares abandonados. En El Mudo, un lugar que sobrecoge por sus molinos y porque llega en el tercio final: no vive nadie y llegó a tener más de 600 familias. “Lo que intentamos con la carrera es hacer ver a los habitantes que siguen allí que les damos luz y que los pocos negocios que hay hagan ese día su agosto. Y que los turistas suban a pasear por sus senderos”, subraya el organizador, Jairo Ponce de León. En total, dos bares y un restaurante. El acceso por carretera a algunos núcleos no es difícil; en otros, desaparece antes de llegar y el asfalto, ya marrón, es solo camino.
A la hora de diseñar la carrera: el recorrido venía dado. Pero había que convencer a dos pueblos. “Todos prefieren una meta a una salida. Son de los municipios más pobres de toda Canarias, así que cuando nos reunimos les dijimos que la hacíamos un año para aquí, otro para allá y todos contentos”. Sin saberlo, crearon dos carreras totalmente distintas. La de 2025, con salida en Barlovento, tiene las bajadas más técnicas y el sol en las subidas; el formato contrario, el de 2024, tiene las peores subidas y el sol en las bajadas, menos técnicas. En un terreno así, el desnivel negativo puede minar más las fuerzas que el positivo. Y lo cierto es que la primera bajada —larga y técnica, con el gasto de hacerla con las piernas frescas— deja factura hasta meta. Y el perfil en sierra no da respiro.
Ese sube y baja brinda una batalla preciosa entre los dos grandes perfiles: los más rápidos en terrenos favorables y los más técnicos. Una pugna paradigmática del circuito en sí mismo, cimentado en sus orígenes por el montañero y que ahora suma a mucho corredor que baja de 30 minutos en un 10.000. Escaladores y bajadores que se van pasando según el terreno. Un horizonte despejado que muestra la dureza sin paliativos: en la bajada de Franceses a El Tablado ya se ve la siguiente subida íntegra, un deleite visual y una certeza de dolor. La de Don Pedro, la más larga —unos 600 metros de desnivel positivo en tres kilómetros— es la que duele, la que separa el grano de la paja.
Lo que ganó ahí Luca del Pero le permitió resistir la remontada de Roberto Delorenzi —ganador en 2024 de Acantilados y de la general del circuito—, al que cazó en el ecuador y le terminó ganando casi al sprint, unos 300 metros de dolorosa ascensión final para subir desde el último barranco al pueblo. Hizo 2h30m08s, un nuevo récord, y ganó por 9s. Lorenzo Beltrami fue tercero a 3m18s. Miguel Benítez, alguien con 2h14 en una maratón de asfalto, le tuvo a tiro: fue cuarto, el primero de siete españoles en el top-10. La femenina fue para Marta Martínez, que viajó a La Palma sin saber que tendría un día propio de Asturias, su casa. Tercera el año pasado en Zegama, paró el crono en 3h02m06s, cinco minutos menos que la rumana Denisa Dragomir, a la que adelantó en Don Pedro. Oihana Kortazar cerró el podio en una cerrada lucha con Lide Urretarazu, ganadora en 2024, y Naiara Irigoyen: tres corredoras en 30 segundos.
La guinda la puso la lluvia; con ella, esa piedra pulida durante siglos se convierte en una pista de patinaje. Una atmósfera idónea para la leyenda con la que se calienta la salida, la del naufragio de una embarcación inglesa con un tesoro a bordo. Debieron llevarse todo el oro, pues un marinero local obsesionado se pasó la vida buscando sin encontrar ni una pepita. Antes de morir, obligó a sus generaciones terminar la tarea. Pero las ramas genealógicas se agotan y hoy son los corredores los únicos que pueden seguir buscando.