Uno de los discursos más relevantes y emotivos que pronunció Barack Obama durante su presidencia tuvo como escenario el puente Edmund Pettus en Selma, Alabama, coincidiendo con la conmemoración del cincuentenario de la marcha antirracista celebrada el 7 de octubre de 1965. La extrema violencia con la que la policía del Estado reprimió la marcha hizo que el presidente Johnson se viera forzado a intervenir, colocando al Gobierno federal del lado de los líderes negros que encabezaban la lucha por los derechos civiles. Ante el público congregado en la cabecera del puente donde en aquella fecha tuvieron lugar los incidentes, Obama afirmó solemnemente que Estados Unidos era, como nación, un work in progress.
Esta idea de Estados Unidos como proceso, como incesante búsqueda de instrumentos jurídicos, políticos y sociales que, en nombre de la igualdad, mantuviese la comunidad política indefinidamente abierta a la incorporación de nuevos miembros, pudo parecer un banal recurso retórico en boca del primer afroamericano que alcanzaba la Casa Blanca. En realidad, con esa escueta expresión Obama estaba transmitiendo un mensaje de excepcional alcance: América como proceso significaba, en boca de Obama, reafirmar la tradición a la vez filosófica y política que no sólo inspiró la redacción de la Constitución, sino que, alcanzada la Independencia, fue capaz de ir asumiendo como propios los ideales que obligaban a ampliar el significado de la expresión We, the people. Como bien explica Robert Dahl, para los constituyentes americanos la expresión We, the people solo integraba en origen a los blancos alfabetizados y propietarios de tierras y de esclavos. Ellos eran los únicos miembros de la comunidad política y, por tanto, sólo ellos estaban legitimados para desempeñar cargos y acceder a las instituciones. Pasado el periodo constituyente, sostiene Dahl, la historia constitucional de Estados Unidos coincide punto por punto con la de la ampliación del significado de la expresión We, the people, de manera que su primer sentido fue cediendo ante sentidos progresivamente más amplios, y que poco a poco fueron incluyendo a los desheredados, los analfabetos, las mujeres, los negros y, en un proceso que se concebía como sin término, a los diversos individuos y grupos humanos llegados o por llegar a una tierra que se consideró de promisión.
Al definir Estados Unidos como work in progress, Obama prolongaba, sin nombrarla, esa tradición que, arrancando de Thomas Jefferson, se prolongó a través de la obra y las actitudes políticas de escritores y filósofos como Walt Whitman, John Dewey o, en años más recientes, Richard Rorty. Fue este último quien hallaría una de las fórmulas más certeras para resumir la pregunta radical tras el concepto de ciudadanía que se corresponde con la idea de nación americana en tanto que work in progress: la ciudadanía, escribió Rorty, no es una respuesta a la pregunta de qué somos, sino a la de quiénes somos. Preguntarnos qué somos, proseguía, exige definiciones cerradas, vinculadas, entre otros elementos posibles, al lugar de nacimiento de los individuos, a sus rasgos raciales, a sus peculiaridades lingüísticas o, incluso, a su adhesión a alguno de los mitos sobre los orígenes elaborados por la religión o la historiografía. Quiénes somos, por el contrario, obliga a levantar acta de la existencia de una totalidad de individuos y definir, acto seguido, los criterios por los que, de todos ellos, sólo algunos se constituirán como un “nosotros”. Es en la naturaleza ética de esos criterios, y en su respeto del principio de igualdad, donde se juega la viabilidad de la democracia, además, por supuesto, de en el trato que ese “nosotros” reserve a los excluidos. La guerra civil americana puede ser interpretada, desde el punto de vista que sugiere Rorty, como el trágico momento de la historia de Estados Unidos en el que los partidarios de construir la ciudadanía a partir de una u otra pregunta, la pregunta de qué somos o la de quiénes somos, se enfrentaron con las armas en la mano.
La victoria de la Unión frente a los confederados y la consiguiente supervivencia de la Constitución en los términos en los que fue redactada propiciarían la excepcional originalidad política y filosófica de la respuesta americana a los problemas derivados de la adopción del principio de igualdad. Como observó con agudeza François Furet en El pasado de una ilusión, el principio de igualdad, a diferencia del principio estamental, genera sociedades inestables porque la igualdad no es ni puede ser nunca completa, lo que alimenta la insatisfacción y en última instancia el conflicto. A este respecto, la Revolución Francesa de 1789 y la Revolución Rusa de 1917 están unidas por un mismo hilo invisible, que es el principio de igualdad, y separadas por una frontera, igualmente invisible, que es la necesidad de fijar con precisión el punto más allá del cual el principio de igualdad no debe regir, a riesgo de precipitarse en la tiranía. Para los regímenes liberales inspirados por la Revolución Francesa, la igualdad es igualdad ante la ley o, a lo sumo, igualdad de oportunidades, garantizadas por las políticas sociales del Estado. Para los sistemas que se declaran herederos de la Revolución Rusa, la igualdad exige, por el contrario, que el Estado establezca idénticas condiciones materiales para todos y cada uno de los individuos, desde la vivienda, el transporte o el vestido hasta los estudios, el acceso a bienes de consumo o el número de hijos. Los golpes, asonadas y revoluciones que ha atravesado Europa desde el siglo XIX buscaban, según Furet, recolocar el límite en la aplicación del principio de igualdad, con la particularidad de que cada avance o cada retroceso exigía la derogación de la Constitución vigente y su sustitución por otra nueva. La historia de España basta como ejemplo de esta fatalidad cíclica: el derecho de los ciudadanos a profesar cualquier religión en igualdad de condiciones que la católica, o a no profesar ninguna, hizo de España uno de los países europeos con mayor número de Constituciones.
En contraste con el imparable ritornello del constitucionalismo europeo, la originalidad de la respuesta americana tras la guerra civil radicó en que, como señalaba Robert Dahl, las controversias acerca de dónde fijar el límite en la aplicación del principio de igualdad no comprometieron a partir de entonces la vigencia de la Constitución, sino que se transformaron en un debate de alcance político acerca del significado de la expresión We, the people. El work in progress al que se refirió Obama en Selma aludía exactamente a ese debate, a esa incesante ampliación del significado del “nosotros”, integrado en la Constitución como una suerte de revolución democrática dentro de ella, no contra ella, según sucedía en Europa. Una revolución democrática que presuponía, y a la vez consolidaba, una idea de nación americana que ahora, tras los resultados electorales del pasado 5 de noviembre, se ha transformado en otra diferente. El work in progress ha llegado a su fin, ha venido a decir el presidente electo, y es hora de parar y de arreglar lo que según él y sus peculiares asesores no funciona. La América y la nación americana que se desprende de este discurso de apariencia banal y a golpe de redes sociales no son desde luego las de Jefferson y Obama, ni tampoco las de Whitman, Dewey o Rorty. Son, por el contrario, una América y una nación americana en las que, para recuperar no se sabe qué antigua grandeza, ha sonado la hora de que el “nosotros” al que fue dando generosa cabida la expresión We, the people comience a desandar camino, cualquiera que sea el coste para los más débiles, convertidos en chivos expiatorios. Porque ahora sí, que lo sepan todos de parte del nuevo presidente americano: el puente de Selma está cerrado.