Nadie sabe el resultado de las elecciones presidenciales del próximo martes. Cualquiera que pretenda hacerlo con algún grado de certeza es un charlatán. Pero ahora que Donald Trump es favorito para ganar según pronosticadores como Nate Silver y mercados de predicción como Polymarket, es hora de abordar seriamente la cuestión de qué pasaría si gana.
La reelección de Trump tendría enormes consecuencias en una amplia variedad de ámbitos. Probablemente debilitaría la OTAN y socavaría el apoyo occidental a Ucrania. Probablemente ofrecería exenciones fiscales a multimillonarios y empresas ricas. Probablemente instituiría el mayor programa de deportaciones masivas de la historia de Estados Unidos. Puede que intente despedir a decenas de miles de funcionarios y dé instrucciones al FBI para que persiga a sus adversarios.
También es seguro que habrá efectos de segundo orden. Por ejemplo, en 2020 sostuve que una victoria de Joe Biden debilitaría la influencia de las ideas woke. Esto ha demostrado ser correcto en general: el poder de esas ideas ha seguido expandiéndose en la administración y en muchas instituciones educativas; es, como Sam Kahn argumenta, prematuro declarar que hemos alcanzado el “pico woke”. Pero el espacio para las críticas de la corriente dominante a estas ideas se abrió durante el gobierno de Biden, y ahora están lejos de disfrutar de la hegemonía indiscutible que una vez tuvieron. A la inversa, parece probable que una victoria de Donald Trump llevaría, como en 2016, a gran parte de la corriente dominante a jurar lealtad a la versión más simplista de esas ideas.
Pero en este artículo quiero centrarme en un debate concreto en el que he participado activamente durante casi una década: ¿Qué probabilidades hay de que Trump inflija un daño duradero a las instituciones democráticas de Estados Unidos? ¿Y cómo deberían los años transcurridos desde que asumió el cargo modificar nuestra evaluación del peligro que representa?
La buena noticia: Las instituciones estadounidenses son comparativamente resistentes
Trump no es un fascista, sino más bien un populista autoritario: alguien que tacha a la élite gobernante de corrupta o interesada, y afirma ser el único que representa verdaderamente al pueblo. Es el rechazo de los populistas al pluralismo, no su arremetida contra una élite que, en muchos casos, tiene profundos defectos, lo que les pone en rumbo de colisión con las instituciones democráticas.
Los populistas, desde Hugo Chávez en Venezuela hasta Narendra Modi en la India y desde Recep Tayyip Erdoğan en Turquía hasta Jair Bolsonaro en Brasil, han socavado debidamente los controles de su poder político. Pero el impacto de estos asaltos a las instituciones democráticas ha variado mucho. En Hungría, por ejemplo, Viktor Orbán ha conseguido hacerse con instituciones fundamentales como la comisión electoral y prácticamente erradicar la existencia de medios de comunicación independientes. En la cercana Polonia, el partido Ley y Justicia (PiS) siguió muchos de los mismos pasos; poco después de que su partido obtuviera el poder en 2015, el líder del PiS, Jarosław Kaczyński, llegó a reunirse con Orbán para celebrar una jornada completa de consultas sobre cómo emular el modelo húngaro. Pero Ley y Justicia no logró consolidar su poder y fue derrotado en las urnas en las cruciales elecciones de otoño de 2023.
Todavía no hay suficientes casos de este tipo –ni se han realizado suficientes investigaciones académicas sobre los diferentes resultados de cada uno de ellos– para sacar conclusiones firmes sobre por qué algunos populistas causan daños duraderos mientras que la oposición es capaz de reafirmarse en otros. Pero parecen influir cuatro factores, y los cuatro tienen algo en común: sugieren que las instituciones democráticas deberían ser más resistentes en Estados Unidos que en muchos casos aparentemente comparables.
1. Longevidad de las instituciones democráticas
Según un famoso artículo de ciencia política de la década de 1990, una democracia se consolida cuando alcanza un PIB per cápita de al menos 14.000 dólares en términos actuales y ha cambiado de gobierno mediante elecciones libres y justas al menos dos veces. Esa teoría ya no se sostiene. Hungría, por ejemplo, cumplía esos criterios a mediados de la década de 2010, pero desde entonces ha experimentado un retroceso democrático tan grave que muchos observadores la clasifican ahora como un régimen autoritario competitivo.
Aunque era ingenuo pensar que estos factores garantizarían por sí solos la supervivencia de un sistema político, hay muchas razones empíricas para creer que hacen más probable la supervivencia de una democracia. La edad de una democracia parece importar. Sencillamente, es más fácil quebrantar una norma más reciente y aplicada con menos frecuencia que quebrantar una norma muy antigua y que ha estructurado una y otra vez la forma en que se desarrolla el proceso político en alguna localidad.
Es una buena noticia para Estados Unidos. Sea o no la “democracia más antigua del mundo”, el país tiene una tradición inusualmente larga (aunque tampoco ininterrumpida) de dirimir en las urnas las disputas sobre quién debe ostentar el poder político. El asalto al Congreso el 6 de enero demuestra que esta norma no es suficiente para impedir que todo el mundo intente subvertir esa norma democrática clave; pero también es testimonio de que esta norma puede persistir incluso cuando se enfrenta a graves ataques.
Una de las cosas destacables del 6 de enero, de hecho, es el perro que no ladró. En muchas democracias, un político tan desesperado por mantenerse en el poder como Trump habría recurrido a líderes militares amigos para que le prestaran apoyo, por la fuerza de las armas y los tanques si fuera necesario. En Estados Unidos, con su larga tradición de oficiales militares que se toman muy en serio su juramento de defender la Constitución, esa opción simplemente no estaba sobre la mesa.
2.Grado de dependencia empresarial del gobierno
El otro factor importante destacado en aquel documento de los años 90 era el PIB. Hay muchas razones por las que la riqueza de un país puede ser importante para la estabilidad de sus instituciones democráticas. Es probable que los países más ricos cuenten con una ciudadanía más instruida, que probablemente tenga mayores expectativas respecto al gobierno y que invierta más recursos en garantizar que se cumplan dichas expectativas. Pero quizá la razón más importante sea que, en un país rico, las grandes empresas –incluidos los principales medios de comunicación– están mejor preparadas para resistir la presión del gobierno.
En los países pequeños y relativamente pobres, las empresas tienden a depender en gran medida del gobierno. Los gastos de la administración central constituyen a menudo una parte significativa de sus ingresos. Les resulta mucho más difícil eludir la regulación destinada a castigarlas. Esto es especialmente cierto en el caso de los medios de comunicación. En un país con una economía pequeña, los periódicos y las cadenas de televisión luchan por llegar a fin de mes, lo que les hace muy dependientes de las subvenciones públicas o de la publicidad procedente de fuentes estatales.
Las economías de escala también son un factor poderoso, especialmente en la era digital: una vez que se ha producido el contenido, distribuirlo a un abonado más es comparativamente poco costoso. (Por eso importan tanto el PIB per cápita como el tamaño absoluto de una economía).
Sin duda, el grado en que las empresas dependen del gobierno se ve influido por múltiples factores, incluidos los que no están relacionados con el tamaño o la riqueza; las empresas chinas, por ejemplo, dependen profundamente de la buena voluntad del PCCh a pesar de la escala del país. Y, sin embargo, una comparación entre Estados Unidos y un país como Hungría o Venezuela deja claro hasta qué punto el tamaño y la riqueza sí importan. Las mayores empresas de Estados Unidos dependen de los ingresos públicos en mucha menor medida que las empresas situadas en mercados más pequeños. Y medios como el New York Times tienen una base de suscriptores leales de muchos millones de personas, lo que les permite seguir operando incluso en un entorno político adverso.
3. Dispersión regional del poder
Las democracias difieren mucho en su grado de centralización. Muchos de los países en los que los populistas han logrado consolidar su poder tienen un grado de centralización inusualmente alto. En Hungría y Venezuela, por ejemplo, unas cuantas instituciones clave a nivel nacional lograron dar a los partidarios del gobierno una mayoría en la comisión electoral o el tribunal constitucional. Por sí solo esto les ayudaba a afianzar su poder.
Muchos de los países en los que los populistas no han logrado consolidar su poder, por el contrario, tienen instituciones profundamente descentralizadas. En Brasil, por ejemplo, el poder está muy disperso, y los gobernadores regionales están en condiciones de resistirse a las órdenes ilegales de las autoridades de Brasilia. Una dispersión similar del poder puede ayudar a explicar por qué Modi, a pesar de su gran popularidad, sus tres victorias electorales consecutivas y sus instintos poderosamente antiliberales, aún no ha podido hacerse con el control total del sistema político indio.
Esta es otra buena noticia para Estados Unidos. Los gobernadores tienen mucho poder en el país. Ni Gavin Newsom ni Gretchen Whitmer están, aunque gane Trump, por bailarle el agua. La dispersión regional del poder va todavía más allá: hay decenas de miles de jueces y sheriffs, de funcionarios electorales y miembros de consejos escolares sobre los que el presidente tiene muy poca influencia. Eso hace que sea fácil corromper o subvertir la democracia estadounidense de diversas formas preocupantes, pero difícil que una sola persona concentre el poder en sus propias manos.
4. Número de puntos de veto
Las democracias también varían en función del número de puntos de veto que pueden impedir la aprobación de una ley. En algunos países, solo hay un responsable de la toma de decisiones. En el Reino Unido, por ejemplo, el parlamento tiene una soberanía prácticamente indivisa, con una mayoría de diputados en la Cámara de los Comunes capaz de hacer valer su voluntad en gran medida. Estados Unidos se encuentra en el extremo opuesto. Para que una ley entre en vigor, debe obtener una mayoría simple en la Cámara de Representantes, contar con el apoyo de tres de cada cinco senadores, ser promulgada por el Presidente y no ser declarada inconstitucional por el Tribunal Supremo.
El número inusualmente alto de puntos de veto en Estados Unidos es un elemento ambivalente. En muchas ocasiones, hace difícil o imposible traducir las opiniones populares en políticas públicas.
La dificultad de aprobar leyes explica por qué algunas propuestas legislativas muy populares han fracasado persistentemente en su intento de entrar en los libros de leyes. Una parte interesante, aunque controvertida, de la literatura académica de la ciencia política sugiere incluso que los sistemas semipresidenciales con un elevado número de puntos de veto son especialmente propensos a la ruptura democrática: si los votantes se frustran lo suficiente ante la imposibilidad de conseguir algo por los mecanismos habituales, dice la teoría, acaban recurriendo a alguien que promete ir por libre, si eso es lo que hace falta.
Pero el elevado número de puntos de veto también garantiza que los presidentes se vean profundamente limitados en lo que pueden hacer. Es muy posible que Trump gane la presidencia y pierda el Senado o la Cámara de Representantes, lo que limitaría mucho su margen de maniobra. Si obtiene el Senado, es casi seguro que no alcanzará los 60 votos que necesita para gobernar. Hay una solución a la que podría recurrir: abolir el filibusterismo.
Pero para ello tendría que convencer a prácticamente todos los miembros de la delegación republicana de que apoyen el plan, algo que puede no resultar fácil dada la firmeza con la que incluso los miembros de base se han comprometido a proteger la norma.
(Thom Tillis, senador republicano por Carolina del Norte, por ejemplo, ha declarado recientemente que “el día que los republicanos voten a favor de eliminar el filibusterismo será el día en que renuncie al Senado de EE.UU.”). Y aunque Trump gane la trifecta –las dos cámaras y la presidencia–, logre abolir el filibustero y obtenga mayorías legislativas para una legislación verdaderamente antidemocrática, no está nada claro que el Tribunal Supremo –que ahora tiene una mayoría de jueces que son profundamente conservadores pero que han fallado repetidamente en contra de los intereses de Trump, incluso en asuntos de gran trascendencia relacionados con las elecciones de 2020– le siga la corriente.
Las malas noticias: Es probable que Trump ponga a prueba las instituciones de Estados Unidos mucho más severamente en un segundo mandato
Hay razones estructurales para pensar que, en comparación con la mayoría de los demás países, las instituciones de Estados Unidos son bastante resistentes a la toma de poder autocrática. Esa es la buena noticia. Pero sería un error concluir que van a resistir durante los próximos cuatro años solo porque lo hicieron cuando Trump ocupó el cargo por primera vez, especialmente porque es probable que Trump las ataque de una manera más capaz y concertada en su segundo mandato.
En 2016, Trump era un novato político que carecía de experiencia ejecutiva, no podía recurrir a un profundo banco de leales y parecía sorprendido de haber ganado las elecciones. Esta vez, tiene mucha más experiencia, ha creado un movimiento de leales que puede desplegar de inmediato y está deseando vengarse de quienes se le opusieron o le traicionaron. Es probable que la resistencia de las instituciones estadounidenses se ponga a prueba de forma mucho más severa durante un segundo mandato de Trump.
Cuatro diferencias entre 2016 y 2024 son especialmente importantes.
- Trump ha aprendido a manejar el poder
Cuando Trump fue elegido por primera vez, nunca había ocupado un cargo electo. Ni como congresista o senador, ni siquiera como concejal o perrero. Y aunque estaba acostumbrado a dar órdenes en su vida como hombre de negocios, no entendía que el ejercicio efectivo del poder político requiere habilidades bastante diferentes. Así lo reconoció Trump durante su reciente aparición en el podcast de Joe Rogan: “No tenía experiencia. Había estado 17 veces en Washington y nunca me había quedado a dormir… No conocía a nadie”.
Esto ahora ha cambiado. La segunda legislatura de Trump puede resultar tan caótica como la primera. Pero hay motivos para pensar que ha aprendido algunas de las lecciones básicas de la política burocrática y que será mucho más eficaz a la hora de impulsar su agenda, ya sea por medios legítimos o ilegítimos.
2.Trump cuenta ahora con un profundo banquillo de fieles
Es difícil recordar hasta qué punto Trump carecía de tropas políticas cuando ganó el cargo por primera vez. Por eso es útil recordar que su equipo de transición estaba dirigido por Chris Christie. Su gabinete original estaba compuesto por miembros ortodoxos de la comunidad empresarial como Steven Mnuchin como secretario del Tesoro, Wilbur Ross como secretario de Comercio y Rex Tillerson como secretario de Estado. Jim Mattis fue secretario de Defensa y Reince Priebus, jefe de gabinete. Los nombramientos políticos de Trump consistían en su mayoría en conservadores de carrera cuya visión política no estaba particularmente alineada con la suya, incluidos muchos que habían servido previamente en la administración de George W Bush.
No es probable que nada de eso se repita. En la última década, el ala MAGA del Partido Republicano ha invertido en la formación de sus tropas. Organizaciones como la Heritage Foundation se han alineado con Trump y han formado a personal que está listo para saltar en paracaídas a puestos clave como cargos políticos. Organizaciones como el Instituto Claremont intentan dotar al movimiento de cierta coherencia intelectual. Esta vez no habrá Mattis ni Priebus en la administración, solo verdaderos creyentes.
3.Trump ha tomado el control del Partido Republicano
Para muchos cargos republicanos, la victoria de Trump en las primarias de 2016 fue una conquista hostil. No podían soportar al hombre que había usurpado su estandarte. Incluso entre los que se negaron a criticarle públicamente, muchos esperaban en privado que perdiera las elecciones y permitiera al partido volver a sus raíces ideológicas. Muchos de esos escépticos incluso ocuparon puestos formales de liderazgo: durante los dos años en los que los republicanos técnicamente ostentaron el tripartito, el presidente de la Cámara de Representantes era Paul Ryan.
Ese Partido Republicano ya no existe. Desde 2016, los republicanos en el Congreso han experimentado una rotación inusualmente alta. Especialmente en la Cámara de Representantes, una gran parte de la delegación está formada ahora por candidatos que ganaron sus primarias alineándose explícitamente con Trump. Y aunque un número comparativamente mayor de senadores es anterior a Trump o sigue teniendo recelos privados hacia él, muchos de sus antiguos críticos –como Lindsey Graham– se han transformado en acólitos inquebrantables.
4. Trump busca venganza
Al igual que otros populistas que creen que ellos y solo ellos representan realmente al pueblo, Trump siempre se ha mostrado impaciente ante los límites de su poder. Pero cuando fue elegido por primera vez, no se dio cuenta de hasta qué punto la Constitución restringe su poder. Y como Trump tardó un tiempo en descubrir exactamente dónde estaban los límites a su poder, también tardó un tiempo en empezar a atacar esos límites de forma concertada
Esta vez, Trump estará decidido a superar los límites tradicionales a su poder desde el primer día. Sus aliados, por ejemplo, han planteado repetidamente la posibilidad de reclasificar los puestos de decenas de miles de empleados federales para permitir a Trump despedir a aquellos sospechosos de ser desleales ideológicamente. También ha dejado claro en repetidas ocasiones que perseguiría a sus enemigos políticos. Como dijo recientemente en un notable aviso de “Cese y Desista” publicado en X, “CUANDO GANE, esas personas que HICIERON TRAMPAS serán procesadas con todo el peso de la Ley, lo que incluirá largas penas de prisión para que esta Depravación de la Justicia no vuelva a ocurrir. No podemos permitir que nuestro país se convierta en una nación del Tercer Mundo, ¡Y NO LO HAREMOS! Por favor, tened en cuenta que esta exposición legal se extiende a Abogados, Operativos Políticos, Donantes, Votantes Ilegales y Funcionarios Electorales Corruptos”. (Para un buen sumario de las formas específicas en que Trump probablemente pondrá a prueba la Constitución, se puede consultar este excelente resumen de Damon Linker).
Un experimento natural
En 2017, Francis Fukuyama señaló que el primer mandato de Trump sería una especie de experimento natural: por fin determinaría el ganador en la lucha entre los que creen y los que no creen que las instituciones sólidas pueden proporcionar un baluarte fiable contra los demagogos peligrosos.
Ese primer experimento ofreció algunas conclusiones preliminares, conclusiones que deberían hacernos ser cautelosamente optimistas sobre el hecho de que los defensores de la democracia conservan poderosas herramientas para protegerse contra el poder autoritario.
Pero sería peligrosamente prematuro suponer que la Constitución es inviolable; cuando se ponga a prueba de manera más severa durante un segundo mandato de Trump, podría resultar menos resistente de lo que parece.
Las instituciones democráticas de Estados Unidos son un objeto aparentemente inamovible. Si Trump gana, las pondrá a prueba una fuerza aparentemente imparable. ¿Qué ocurre cuando una fuerza imparable se encuentra con un objeto inamovible? Dependiendo de cómo vayan las cosas el próximo martes, podríamos estar a punto de averiguarlo.
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en el Substack del autor.