Una de las verdades fundamentales del catolicismo es la salvación de los hombres obrada por Jesucristo en cumplimiento de las promesas mesiánicas anunciadas en el Antiguo Testamento. A tal punto Dios amó al mundo, que esta obra salvífica Jesucristo la realizó con la efusión de su preciosísima Sangre. Éste es el motivo por el que la denominamos Redención. De esta manera, puede hablarse del carácter soteriológico de la vida de Jesucristo.
Dios, in illo tempore, creó al hombre y, a la vez, lo elevó a la vida sobrenatural. Una elevación, por cierto, enteramente gratuita, sin ningún tipo de merecimiento por nuestra parte. El hombre pecó originalmente, perdió la gracia y otros dones y, en lo que interesa a nuestra reflexión en esta columna, fue expulsado del Paraíso Terrenal. No obstante, Dios le prometió la salvación futura. Basta leer el Génesis adentrarse en estas verdades.
Efectivamente, estas promesas mesiánicas antes mencionadas recibieron su cumplimiento. Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica: “Jesús quiere decir en hebreo: «Dios salva». En el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión (cf. Lc 1, 31). Ya que «¿quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?» (Mc 2, 7), es Él quien, en Jesús, su Hijo eterno hecho hombre «salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). En Jesús, Dios recapitula así toda la historia de la salvación en favor de los hombres” (n. 430).
También advierte el mismo texto magisterial, a propósito del nombre Cristo, traducción griega del término hebreo Mesías, que numerosos judíos “e incluso ciertos paganos que compartían su esperanza reconocieron en Jesús los rasgos fundamentales del mesiánico «hijo de David» prometido por Dios a Israel (cf. Mt 2, 2; 9, 27; 12, 23; 15, 22; 20, 30; 21, 9, 15). Jesús aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho (cf. Jn 4, 25-26; 11, 27), pero no sin reservas porque una parte de sus contemporáneos lo comprendían según una concepción demasiado humana (cf. Mt 22, 41-46), esencialmente política (cf. Jn 6, 15; Lc 24, 21)” (n. 439).
La prevención de Jesús respecto a una mala intelección de su condición de Mesías se justifica dado que la salvación obrada por Él es eminentemente sobrenatural y trascendente. Sin perder de vista que se realiza en el tiempo, se trata de una acción salvífica que apunta a la Vida Eterna.
Conviene tener en cuenta lo dicho dado que, a modo de sustitutos, el espíritu inmanentista característico de la Modernidad ofrece otros tantos mesianismos, pero no sobrenaturales sino naturalistas.
En este sentido, es habitual afirmar que el marxismo abriga, en su núcleo, una concepción pseudo-mesiánica. Sin embargo, no debe olvidarse otra modalidad contemporánea de este pseudo-mesianismo: el mesianismo liberal.
In nuce, la cara más profunda de este mesianismo liberal es la religiosa en la medida en que la misma recusa todo tipo de vínculo o alianza entre el mundo sobrenatural –propio de la gracia divina– y el mundo natural –el de la naturaleza humana creada por Dios pero sin la posibilidad de recibir una perfección superior a la naturaleza o sobrenatural–. Otras caras del mesianismo liberal son la política y la económica, acompañadas, como es lógico, de las respectivas “justificaciones ideológicas”.
En este sentido, la faz política del liberalismo postula la democracia como la panacea de los regímenes de gobierno. Cabe advertir, no debe olvidarse, que no se trata de un régimen conforme al derecho natural y cristiano sino de una democracia desligada de todo tipo de regulación religiosa y moral.
Como supo advertir San Juan Pablo II en la carta encíclica Centesimus Annus del 1 de mayo de 1991: “Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (n. 46).
Además, el mesianismo liberal tiene una cara económica. Aquí aparece el capitalismo. En sentido estricto habría que decir que se trata del capitalismo animado por el liberalismo –podría darse el caso de una capitalismo de otro cuño–. A propósito, también San Juan Pablo II reprueba ese tipo de capitalismo como “un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso” (n. 42).
Naturalismo, democracia y capitalismo. Tres pilares de este mesianismo liberal que, en tanto mesianismo, promete aquello que, precisamente, no puede dar: el restablecimiento del Paraíso Terrenal. Tanto el mesianismo liberal –como el marxista, por supuesto–, contestan equivocadamente a la pregunta fundamental que da sentido a la historia humana: Cristo ¿vuelve o no vuelve? El problema de ambos pseudomesianismos es que sostienen que Cristo no vuelve. Es decir, son ejemplos de un mismo espíritu de inmanencia.
El catolicismo, en este sentido, es ejemplarmente realista. Dado que cree en la Vida Eterna, sabe de la transitoriedad de este mundo. Transitoriedad de este mundo que no excluye afirmar el valor propio de las cosas terrenas. Sucede que ellas –“este mundo”– cobran todo su sentido orientadas al Cielo. El catolicismo no propone sustitutos del Paraíso Terrenal sino que enseña que Cristo debe reinar en el orden social y, por lo tanto, también en la vida política, en la económica, y un largo etcétera.