El próximo martes, Estados Unidos celebra unos comicios presidenciales decisivos a los que los dos candidatos, la demócrata Kamala Harris y el republicano Donald Trump llegan muy igualados en las encuestas. El resultado —incluso una negativa del magnate y sus correligionarios a aceptarlo si pierde— puede tener una influencia clave en el rumbo de la política mundial.
Dada su imprevisibilidad, la vuelta de Trump a la Casa Blanca supone una incógnita en el rumbo que imprima a la política exterior estadounidense, pero parece evidente su sesgo aislacionista y nacionalista, opina Jesús A. Núñez Villaverde, codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH). Para Pablo Ximénez de Sandoval, periodista de este diario y corresponsal en EE UU entre 2014 y 2020, una presidencia de Harris continuaría muchas de las políticas de Joe Biden, aunque, a corto plazo, probablemente lo más transformador que aportaría sería su poder simbólico.
Trump, el mesianismo nacionalista
Jesús A. Núñez Villaverde
Cuando trata de presentar su mejor perfil internacional, Donald Trump insiste en que durante su primer mandato no ordenó ninguna nueva intervención militar, un factor al que suele sumar su supuesta amistad personal con los principales mandatarios mundiales, lo que terminaría por convertirlo en un líder fiable y capaz de garantizar el orden y la seguridad planetarias. Como decía la canción, sorpresas te da la vida, por lo que no cabe descartar que su hipotético regreso a la Casa Blanca se traduzca en un periodo de paz y bonanza generalizadas. En todo caso, la exigencia de los desafíos, el magro balance de su anterior paso por la presidencia y sus más recientes tomas de postura no permiten albergar muchas esperanzas.
Su primera tarea sería revertir el deterioro del liderazgo estadounidense, lo que encaja perfectamente con su lema preferido, MAGA. Pero ya no será solo gestionar las críticas que Washington genera en el escenario internacional cuando actúa impropiamente como el policía mundial. Ahora, como deja bien claro Israel, se multiplican los actores que se atreven a cuestionar el dictado estadounidense, haciendo caso omiso de sus advertencias y amenazas. A la burda aplicación de una doble vara de medir cuando se trata de defender sus intereses, invalidando sus apelaciones a un orden internacional basado en normas, se añade, en el caso de Trump, un sesgo aislacionista-nacionalista que nada positivo aporta al intento por seguir siendo reconocido como el hegemón mundial. Y tampoco parece sostenible su empeño en presentarse como el campeón de la democracia, cuando el propio magnate se ufana de su simpatía por los sátrapas autoritarios y tontea con la tentación de gobernar como un dictador, rodeado de generales como los que tenía Hitler.
Su regreso al poder supondría, de entrada, una pésima noticia para una larga lista de potenciales damnificados. Así, si cumple lo que propugna, Ucrania se encontraría en una situación insostenible, dado que un recorte sustancial del apoyo económico y militar por parte de Washington supondría la imposibilidad no ya de derrotar a Rusia en el campo de batalla, sino incluso de resistir por mucho tiempo. Lo mismo cabe decir de los palestinos, en la medida en que, sin caer en el error de pensar que una presidenta demócrata haría todo lo contrario, Trump permitiría abiertamente que Benjamín Netanyahu tomase el control definitivo del territorio entre el río Jordán y el Mediterráneo y redibujar el mapa de la región a su gusto.
No mejor les irían las cosas a los aliados europeos de EE UU. Son muchas las ocasiones en las que Trump ha puesto en entredicho el vínculo trasatlántico, animando a Rusia a hacer lo que quiera con los miembros europeos de la OTAN que no dediquen al menos el 2% de su PIB a la defensa. Y su relación con Vladímir Putin también despierta inquietud entre unos vecinos de Rusia que temen (con razón) su creciente agresividad. Una inquietud que llega hasta Taiwán, por las consecuencias que su visión mercantilista de las relaciones internacionales puede tener ante una China que se muestra decidida a tragarse a la isla, sin que quede claro si Trump estaría dispuesto a frenarles incluso por las armas. Cabe creer que China seguirá siendo el foco principal de su agenda exterior, reforzando una guerra comercial que apunta a una tensión con capacidad para contaminar la región Indo-Pacífico y más allá.
Dando por hecho que la política interior centraría su esfuerzo principal, nada apunta tampoco a que cuestiones como la respuesta multilateral al cambio climático, a la disrupción tecnológica (con Elon Musk a su lado) o a la proliferación de armas nucleares fueran a ser prioridades de su presidencia.
En definitiva, tanto la imprevisibilidad del personaje como su tendencia a incumplir sus compromisos hacen de su hipotético segundo paso por la presidencia una incógnita que solo el tiempo irá resolviendo. Pero dado que Joe Biden ha dado continuidad a varias de sus políticas, no cabe esperar que haya una auténtica ruptura con su predecesor, sino más bien un reforzamiento de su visión transaccional y mesiánica de la política exterior.
Harris, la renovación de lo de siempre
Pablo Ximénez de Sandoval
El primer impacto de una victoria de Kamala Harris el 5 de noviembre sería el suspiro de alivio en las democracias occidentales. Una mujer de 60 años que cree en la democracia, dialogante y consciente del mundo en el que vive, estaría al frente de la gran potencia nuclear cuya palabra es definitiva en todos los conflictos, en un momento de especial gravedad en Europa y Oriente Próximo. Se ha evitado el escenario de caos, venganza y arbitrariedad de un presidente Trump. ¿Y ahora, qué?
La política exterior de Harris es indescifrable, porque en realidad no tiene ninguna propia, o no ha podido articularla con libertad hasta ahora. Todo lo que dice, en parte porque es la vicepresidenta, está heredado del presidente Joe Biden, un especialista en relaciones exteriores, sí, pero también un hombre de la posguerra con códigos del siglo XX. Entre ellos está el axioma del derecho de Israel a defenderse. Bajo ese axioma, el ejército de Benjamín Netanyahu ha matado a 43.000 palestinos en Gaza mientras EE UU pide contención y le vende las armas. El mundo observa atónito la absoluta impotencia de la diplomacia norteamericana para frenar la masacre bíblica cometida por su aliado.
La victoria liberaría a Biden del corsé electoral, que le resta toda capacidad de presión sobre Netanyahu por el riesgo de ser acusado de dejar tirado a Israel. Biden seguirá siendo presidente hasta el 20 de enero, y este es el momento para revertir esa dinámica. En el plano interior, no son solo los musulmanes de Míchigan los que están indignados con la tibieza de Washington, sino todo el ala progresista del Partido Demócrata, sin la cual Harris no podría gobernar.
En el plano geopolítico, la victoria de Harris sería un golpe de atlantismo sobre el tablero para detener el avance de las piezas de Rusia y China. Se podría esperar una ratificación del compromiso con la OTAN y, por tanto, con Ucrania y la defensa de Europa. Lo mismo pasa con Taiwán. Harris es la continuidad de los principios de Biden, es decir, de los principios de la política exterior norteamericana, cuestionable y con no poca dosis de hipocresía, pero fiable. La burocracia haría su trabajo.
La política de asilo de EE UU no volvería a ser lo que era antes de la llegada de Trump. Los demócratas no se van a dejar ganar otra elección arrollados por el argumento del caos en la frontera. Joe Biden no ha frenado la maquinaria de deportación y ha dejado sin tocar las políticas más restrictivas.
Si Harris tiene una política propia en este asunto, será la que se pactó con los republicanos del Congreso. No hay ningún incentivo para reivindicar un enfoque más humano en la frontera sur, aunque Harris es partidaria de más facilidades para la regularización de indocumentados.
A corto plazo, seguramente lo más transformador que aportaría una presidencia de Harris es su poder simbólico, que no es menor. Con Harris llega a la cúspide del poder una mujer nacida en los años sesenta, que ha vivido en su piel el señalamiento de no ser blanca, criada en la convicción de que los derechos civiles son irreversibles. Si vence, será además en buena medida como reacción a la ola ultraconservadora que, a cambio de apoyar a Trump, logró eliminar la protección del derecho al aborto. Los derechos reproductivos son el centro del discurso de Harris, este sí distinto y propio, desde que era fiscal de California. Lograr una ley federal del aborto será una prioridad máxima de su presidencia.
No será fácil. Las encuestas indican que es muy probable que los republicanos mantengan su estrecha y caótica mayoría en la Cámara de Representantes. Si además ganan por un escaño el Senado, en el actual estado de histeria partidista Harris no podría ni nombrar a su Gabinete. Harris tendría que tender la mano a los republicanos y moderar sustancialmente cualquier ambición progresista. Por tanto, ahora mismo lo que se puede esperar de Harris es continuidad, aunque con 20 años menos. Justo lo que buscaban los demócratas. No es poco.