Los buenos maestros de espiritualidad nos recuerdan que el cristianismo es el encuentro con una Persona, Cristo. Y de eso se trata en la vida espiritual, comunicación y cercanía con Cristo para conocer al Padre, con la asistencia del Espíritu Santo. Llegar a ser un cristiano con los mismos sentimientos del corazón de Cristo es tarea de toda la vida. En esto, somos caminantes y aprendices continuos. En esa búsqueda de orientación, me encontré con un libro del gran Garrigou-Lagrange (Knowing the Love of God: Lessons from a Spiritual Master. Saint Joseph Communications. USA. Kindle Edition, 2018). Me es familiar la lectura de sus libros de filosofía y de espiritualidad. Este último ha sido un grato descubrimiento. Es el maestro experimentado -ciencia y vida- quien ofrece consejos para conocer un poco mejor el rostro de Cristo. Mientras leía el libro, tomaba notas: con ellas he compuesto este breve artículo.
El Dios cristiano no es el Dios Aristotélico, primera causa del universo, inteligencia suprema que gobierna la creación. Lo hubiésemos amado como al autor de la naturaleza, con el amor que existe entre el inferior y el superior. Unos buenos siervos, pero ni amigos ni hijos. El Dios cristiano es Logos y Amor, por tanto, no solo hay admiración, respeto, gratitud, sino, también, cercanía con esa amable intimidad propia de la sencilla familiaridad de quienes se saben hijos de Dios. Esta realidad de la filiación divina la recordó Benedicto XVI en su encíclica Deus Caritas est, resaltando la dignidad a la que hemos sido elevados con la Redención.
La caridad es el vínculo de la perfección (Col. 3:14) y hace que todas nuestras fuerzas y acciones converjan hacia Cristo. El amor natural -recuerda nuestro autor- nos hace amar al prójimo por los beneficios que recibimos de él o por sus buenas cualidades. La caridad, en cambio, nos mueve a amar al prójimo por Dios, porque es un hijo de Dios o está llamado a serlo. Se entiende, por eso, aquella anécdota que se suele contar de Santa Teresa de Calcuta cuando uno de sus entrevistadores, al enterarse del carisma de la santa que atiende a los pobres de los pobres, exclamó: “yo no haría lo que ustedes hacen ni por todo el oro del mundo”. A lo que la santa respondió: “yo tampoco”. Para estar a la altura del prójimo, requerimos de la caridad sobrenatural que ensancha el corazón del cristiano.
El sufrimiento y las cruces llegan a nuestra vida. A un cristiano no le toma de sorpresa. El Señor ya nos puso sobre aviso: “Si alguien quiere ser mi seguidor, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt. 16:24). El camino es andadero, pero sabemos que hay cargas. Lo que llamamos la cruz (por analogía con los sufrimientos y muerte del divino Maestro) son los sufrimientos físicos y morales de la vida diaria, los cuales surgen de nuestra relación con el entorno y del mismo dintorno personal. Son las cruces que aparecen y nos convocan a ser los cireneos de la Cruz del Señor.
Sufrimiento, dolor y purificación. Los porqués se quedan cortos. Al cristiano no se le exime de estos trances de la vida, llegan, se instalan. Es tiempo de purificación, una nueva forma de seguir creciendo en esta aventura de la vida. Son tramos cargados de misterio y, también de sentido. Ser imagen viva de Cristo tiene de Tabor y de Calvario. Unas veces, es Jesús en el pesebre; otras veces, se nos revela en la Cruz de la propia experiencia.
Vamos al Padre a través del Hijo. Sin nuestro Señor podríamos tener un conocimiento suyo abstracto, filosófico; pero no un conocimiento afectivo, sobrenatural, vivo, que es el que se nos muestra en la oración mental. ¿Alguna ayuda? Muchas. Una de ellas, es la devoción a la Madre de Dios y madre nuestra. «Conocemos la visión de San Francisco de Asís -dice Garrigou-Lagrange-. Un día vio a sus hijos tratando de subir hacia Nuestro Señor en una escalera de color rojo, colocada en una pendiente muy pronunciada; después de haber subido varios escalones, se cayeron. Entonces Nuestro Señor mostró a San Francisco otra escalera, de color blanco y con una inclinación mucho más ligera, en cuya cima estaba la Santísima Virgen. Entonces le dijo: Recomienda a tus hijos que suban a la escalera de mi madre». Buen consejo para el camino de la vida espiritual.